lunes, 14 de agosto de 2017

Otras costumbres V. Otras visitas

Ana María Miquel

Amaneció lluvioso, mirando hacia el campo una bruma lo envolvía todo. Cuando fuimos a la cocina, Vera seguía preparando panes con manteca mientras compartíamos un desayuno como el día anterior; pero hoy no faltaba nadie y todos estaban con sus mejores galas.
Vera anunció que iríamos al cementerio a visitar a los muertos.
Tomó un ramo de flores blancas, que había en una ventana desde que llegamos, y pidieron dos taxis para poder repartirnos.
Cuando llegamos al cementerio, caminábamos en fila india entre las tumbas subiendo y bajando lomadas. Ya había un poco de barro en los senderos y el olor a humedad y a flores inundaba el aire.
Llegamos a la tumba de Román, ese hijo querido que estaba haciendo la carrera militar y en un verano se tiró con un compañero a un lago para cruzarlo, pero no pudo llegar a la otra orilla. No saben cómo fue, si un para cardíaco, un aneurisma o calambres; pero cuando su amigo logró llegar con él a la otra orilla ya estaba muerto y tomando una coloración azulada.
Ese día habían ido los cuatro hijos con Ira también, a pasar un día de campo y pescar.
Mientras Vera hablaba entre hipos y sollozos, Anastasia traducía al inglés y Guillermo al español. No pude dejar de llorar a medida que me llegaban las palabras y veía cómo se desarrollaba la escena con semejante dolor. Vera dijo que Vladimir (hijo) entró en la cocina y anunció: “Román ya no está con nosotros”. Ella sintió que el mundo se abría a sus pies. Todos estábamos en absoluto silencio y las traducciones eran un murmullo. Comentó que al principio venía todos los días a “verlo”; después, una vez por semana; y, ahora, una vez por mes. Pero ese dolor sigue estando y nadie le sacaría su pena del alma. Sacó un trapo de una bolsa que llevaba en la mano, limpió el mármol negro de la tapa y acarició la lápida. Luego, puso agua en el florero y una rama de las flores blancas. Cada uno rezó en silencio y, persignándonos, seguimos a las otras tumbas.
Guillermo me llevaba tomada del hombro compartiendo mi dolor. Ese dolor que una madre puede sentir cuando la vida se lleva a un hijo antes que a ella, debe ser desbastador y el que no lo vive no puede llegar a comprenderlo.
Llegamos a la tumba de Pedro (fallecido en el 2016), quien descansaba con su esposa de un lado y su madre del otro. Aquí, Vera siguió los mismos pasos que en la tumba de Román.
Salimos del cementerio y, por supuesto, fueron hablando con cuanta gente se encontraban. Caminando llegamos al centro de Ternopil. Iríamos a visitar el Castillo de Terebovlya, donde también había trabajado Vladimir (padre) y ahora lo hacía un sobrino.
La ciudad de Ternopil, en ese momento, la pasamos de largo y fuimos directo al castillo. Para que yo fuera más liviana en el andar, Guillermo se hacía cargo de mi bolso, aunque estuviera casi vacío. Cuando llegamos a la plaza, comenzamos a subir a la entrada del castillo, pero Guillermo e Iván habían desaparecido. Nos quedamos esperándolos y luego de un rato aparecieron muy sonrientes y Guillermo cargando mi bolso.
Entramos a los jardines del castillo, el cual estaba en la cima de un cerro que subimos caminando por un camino de cornisa y que no tenía ningún tipo de protección sobre el vacío, ya que era todo bosque. Sentíamos el olor a resina que despiden los árboles, había dejado de llover, aunque todo seguía húmedo y nublado. Nadie hablaba. La subida era muy empinada. En un descanso, tomó la palabra Vladimir (padre) para explicarnos que el edificio del castillo había desparecido con el paso del tiempo, ya que había sido construido en el Siglo VIII; pero la importancia que se le daba era porque una mujer con sus sirvientes y dueña del castillo, había repelido la fuerza de las tropas otomanas cuando invadían Europa del este; y que nunca pudieron llegar a él a pesar de haberlo intentado dos veces.
Llegamos a la meseta y había pastos y algunos restos de paredes. Atravesamos una pequeña puerta de hierro ya oxidada y seguimos estando en la meseta. El lugar donde se enclavaba la edificación. Vi que mi bolso pasaba de Iván a Vladimir (hijo), pero no dije nada. Solo me sonreí para mis adentros viendo la solidaridad de los jóvenes.

Vladimir (padre) me tomó de la mano y me llevó hasta el lugar donde estaban los muchachos con Anastasia e Ira, pero por caminos más seguros que los que ellos habían tomado. Cuando levanté la vista estaba rodeada por el cielo, el horizonte y allá abajo los bosques. Comenzamos a descender para llegar a un gran parque, con la estatua en piedra de esa heroica mujer y un gran anfiteatro, donde en el verano se daban conciertos. Mi bolso seguía pasando entre las manos de los muchachos. Un grupo de mujeres barría el suelo de hojas con grandes escobas. Estaban muy alejadas de nosotros.
Viendo los bancos del anfiteatro nos tiramos sobre ellos a descansar. Cuando Guillermo abrió mi bolso ¡oh, sorpresa! Sacó una botella de gaseosa, otra de Vodka, unos enormes sándwiches y frutas. No lo podía creer. Por eso se turnaban en llevar mi bolso, estaba muy pesado y compartían la carga. Ellos sabían lo que había dentro.
Serían como las once de la mañana, pero nadie le hizo asco al vodka ni a las frutas. Sacamos fotos y nos reímos mucho con la buena ocurrencia de hacer un picnic. Allí teníamos el baño del Siglo XVIII, que fue utilizado sin vergüenza por todos.
Luego de reponer energías y estar más alegres, partimos a recorrer la ciudad. Con Guillermo insistíamos en que queríamos invitarlos a almorzar en algún lugar así Vera e Ira descansaban y que queríamos probar los pierogues de Ternopil; pero no hubo manera de convencerlos y que de ningún modo permitirían que gastáramos dinero en comida, cuando en la casa había más que suficiente.
Pedimos que por favor nos dejaran pasar por un supermercado para ver cómo eran. Fuimos Vladimir (hijo), Guillermo, Anastasia y yo. Muy apurados y mientras Vladimir nos decía que no gastáramos, cargamos un carrito con champagne, vodka, chocolates, caviar, café, gaseosas. Mucho más no podíamos comprar, ya que la mayoría de las cosas se producían en la casa.

Muy cargados regresamos a la casa en dos taxis nuevamente. Cuando comenzamos a sacar la compra, ellos la querían llevar a nuestras habitaciones y les dijimos que no, que eran para ellos y la casa. 

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