Ana
María Miquel
Amaneció lluvioso, mirando hacia el campo una bruma
lo envolvía todo. Cuando fuimos a la cocina, Vera seguía preparando panes con
manteca mientras compartíamos un desayuno como el día anterior; pero hoy no
faltaba nadie y todos estaban con sus mejores galas.
Vera anunció que iríamos al cementerio a visitar a
los muertos.
Tomó un ramo de flores blancas, que había en una
ventana desde que llegamos, y pidieron dos taxis para poder repartirnos.
Cuando llegamos al cementerio, caminábamos en fila
india entre las tumbas subiendo y bajando lomadas. Ya había un poco de barro en
los senderos y el olor a humedad y a flores inundaba el aire.
Llegamos a la tumba de Román, ese hijo querido que
estaba haciendo la carrera militar y en un verano se tiró con un compañero a un
lago para cruzarlo, pero no pudo llegar a la otra orilla. No saben cómo fue, si
un para cardíaco, un aneurisma o calambres; pero cuando su amigo logró llegar
con él a la otra orilla ya estaba muerto y tomando una coloración azulada.
Ese día habían ido los cuatro hijos con Ira también,
a pasar un día de campo y pescar.
Mientras Vera hablaba entre hipos y sollozos,
Anastasia traducía al inglés y Guillermo al español. No pude dejar de llorar a
medida que me llegaban las palabras y veía cómo se desarrollaba la escena con
semejante dolor. Vera dijo que Vladimir (hijo) entró en la cocina y anunció: “Román
ya no está con nosotros”. Ella sintió
que el mundo se abría a sus pies. Todos estábamos en absoluto silencio y las
traducciones eran un murmullo. Comentó que al principio venía todos los días a
“verlo”; después, una vez por semana; y, ahora, una vez por mes. Pero ese dolor
sigue estando y nadie le sacaría su pena del alma. Sacó un trapo de una bolsa
que llevaba en la mano, limpió el mármol negro de la tapa y acarició la lápida.
Luego, puso agua en el florero y una rama de las flores blancas. Cada uno rezó
en silencio y, persignándonos, seguimos a las otras tumbas.
Guillermo me llevaba tomada del hombro compartiendo
mi dolor. Ese dolor que una madre puede sentir cuando la vida se lleva a un
hijo antes que a ella, debe ser desbastador y el que no lo vive no puede llegar
a comprenderlo.
Llegamos a la tumba de Pedro (fallecido en el 2016),
quien descansaba con su esposa de un lado y su madre del otro. Aquí, Vera
siguió los mismos pasos que en la tumba de Román.
Salimos del cementerio y, por supuesto, fueron
hablando con cuanta gente se encontraban. Caminando llegamos al centro de
Ternopil. Iríamos a visitar el Castillo de Terebovlya, donde también había
trabajado Vladimir (padre) y ahora lo hacía un sobrino.
La ciudad de Ternopil, en ese momento, la pasamos de
largo y fuimos directo al castillo. Para que yo fuera más liviana en el andar,
Guillermo se hacía cargo de mi bolso, aunque estuviera casi vacío. Cuando
llegamos a la plaza, comenzamos a subir a la entrada del castillo, pero
Guillermo e Iván habían desaparecido. Nos quedamos esperándolos y luego de un
rato aparecieron muy sonrientes y Guillermo cargando mi bolso.
Entramos a los jardines del castillo, el cual estaba
en la cima de un cerro que subimos caminando por un camino de cornisa y que no
tenía ningún tipo de protección sobre el vacío, ya que era todo bosque.
Sentíamos el olor a resina que despiden los árboles, había dejado de llover,
aunque todo seguía húmedo y nublado. Nadie hablaba. La subida era muy empinada.
En un descanso, tomó la palabra Vladimir (padre) para explicarnos que el
edificio del castillo había desparecido con el paso del tiempo, ya que había
sido construido en el Siglo VIII; pero la importancia que se le daba era porque
una mujer con sus sirvientes y dueña del castillo, había repelido la fuerza de
las tropas otomanas cuando invadían Europa del este; y que nunca pudieron
llegar a él a pesar de haberlo intentado dos veces.
Llegamos a la meseta y había pastos y algunos restos
de paredes. Atravesamos una pequeña puerta de hierro ya oxidada y seguimos
estando en la meseta. El lugar donde se enclavaba la edificación. Vi que mi
bolso pasaba de Iván a Vladimir (hijo), pero no dije nada. Solo me sonreí para
mis adentros viendo la solidaridad de los jóvenes.
Vladimir (padre) me tomó de la mano y me llevó hasta
el lugar donde estaban los muchachos con Anastasia e Ira, pero por caminos más
seguros que los que ellos habían tomado. Cuando levanté la vista estaba rodeada
por el cielo, el horizonte y allá abajo los bosques. Comenzamos a descender
para llegar a un gran parque, con la estatua en piedra de esa heroica mujer y
un gran anfiteatro, donde en el verano se daban conciertos. Mi bolso seguía
pasando entre las manos de los muchachos. Un grupo de mujeres barría el suelo
de hojas con grandes escobas. Estaban muy alejadas de nosotros.
Viendo los bancos del anfiteatro nos tiramos sobre
ellos a descansar. Cuando Guillermo abrió mi bolso ¡oh, sorpresa! Sacó una
botella de gaseosa, otra de Vodka, unos enormes sándwiches y frutas. No lo
podía creer. Por eso se turnaban en llevar mi bolso, estaba muy pesado y
compartían la carga. Ellos sabían lo que había dentro.
Serían como las once de la mañana, pero nadie le
hizo asco al vodka ni a las frutas. Sacamos fotos y nos reímos mucho con la
buena ocurrencia de hacer un picnic. Allí teníamos el baño del Siglo XVIII, que
fue utilizado sin vergüenza por todos.
Luego de reponer energías y estar más alegres,
partimos a recorrer la ciudad. Con Guillermo insistíamos en que queríamos
invitarlos a almorzar en algún lugar así Vera e Ira descansaban y que queríamos
probar los pierogues de Ternopil; pero
no hubo manera de convencerlos y que de ningún modo permitirían que gastáramos
dinero en comida, cuando en la casa había más que suficiente.
Pedimos que por favor nos dejaran pasar por un
supermercado para ver cómo eran. Fuimos Vladimir (hijo), Guillermo, Anastasia y
yo. Muy apurados y mientras Vladimir nos decía que no gastáramos, cargamos un
carrito con champagne, vodka, chocolates, caviar, café, gaseosas. Mucho más no
podíamos comprar, ya que la mayoría de las cosas se producían en la casa.
Muy cargados regresamos a la casa en dos taxis
nuevamente. Cuando comenzamos a sacar la compra, ellos la querían llevar a
nuestras habitaciones y les dijimos que no, que eran para ellos y la casa.
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