Ana Ratti
Los Reartes. Cuando
viajo allí y me siento a la vera de su río homónimo, aparecen en mi mente
recuerdos de mis estadías veraniegas durante mi infancia y parte de mi adolescencia
en la cercana y antigua ciudad de Alta Gracia, distante solo unos pocos
kilómetros de aquel lugar. Al nombrarla aparecen en mi mente como una película
aquellos momentos.
Mi familia paterna,
abuelos tíos y primos, incluso mi padre, pertenecieron a ese lugar durante gran
parte de sus vidas. Actualmente, quedan dos primos con sus familias. En esa
época cuando nos reuníamos en ese lugar, sobre todo en verano, formábamos una
de lo que se llama familia numerosa. Fotos y relatos dan fe de ello. Desde muy
pequeña tuve contacto con ese lugar maravilloso. Según el relato de mis padres
casi mi nacimiento se hubiera producido allí, pues ellos ayudaban a mis abuelos
junto con mis tíos en una pensión que tenían en un chalé al cual se lo conocía
como “Chalé 14”. Este se encontraba lindero a uno muy parecido en su
construcción donde vivió por temporadas, siendo un niño, el Che Guevara, que
padecía problemas respiratorios y el clima de ese lugar de las sierras lo
beneficiaba en su salud. El chalé de mis abuelos se vendió, pero siempre que
voy a Alta Gracia, lo visito y aprovecho para recorrer el museo en el que se ha
transformado aquella antigua residencia del niño Guevara. Mi prima conserva su
casa en la cuadra paralela, pues los terrenos en ese entonces se comunicaban.
Actualmente está todo cambiado, las calles se asfaltaron, pero se conservan las
fachadas de las casas, bajas y muy pintorescas. Gran parte de mi infancia,
adolescencia y juventud compartía mis veranos con mis primos, en el arroyo El
Cañito, llamado así por su escaso caudal, con un entorno hermoso: montañas,
muchas piedras y una arboleda muy frondosa. Es un balneario típico de los
cordobeses que transforman hasta lo más insignificante en un lugar turístico,
bien para ellos y su provincia. Mis primos conocían muy bien los atajos para
llegar más rápido y allí marchábamos en fila india, por esos caminos
montañosos. Mis primos mayores adelante y los más pequeños atrás, yo incluida, con
nuestras cañas de pescar hechas con ramas e hilos muy artesanales y nuestra
merienda: sándwiches de queso y dulce de batata con pan casero, que hacía la
familia en un horno de barro que había en el chalé pensión. Mis abuelos la
administraban y mi abuela, excelente cocinera, preparaba los menúes para los
turistas y sociabilizaba con ellos, quienes repetían las visitas año tras año.
Recuerdo que para llegar a Alta Gracia, en la década del 60 y 70 se tardaba
mucho tiempo. Cuando me decían “vamos este verano a Córdoba”, me parecía que
nos trasladábamos a un lugar muy lejano. A medida que fui creciendo, los
tiempos se fueron acortando con otras vías de acceso y mejores transportes. En
esa época, había que hacer trasbordo en la ciudad de Córdoba, los transportes
no tenían aire acondicionado, así que al tiempo había que agregarle el
agobiante calor de pleno enero. Las tardes en el arroyo, recuerdo, eran
hermosas, y ese entorno de paz quedó sellado en mi alma, y aunque pasen los
años, no se borra. Las noches de verano eran espectaculares con un cielo
estrellado, que no se veía en las grandes ciudades. Acostados en el pasto del
chalé rememorábamos con mis primas el día pasado, mientras los varones
desplegaban su malicioso ingenio, quemando con fósforos los alacranes que
encontraban en el lugar. “¡Qué fea diversión!”, decíamos, pero ellos
continuaban con su tarea. Todos sabíamos que picaban, pero el entorno del lugar
hacía que todo fuera más benévolo. El día en la casa de mis primos, a una
cuadra del chalé pensión, comenzaba con gran bullicio. Ellos me despertaban con
el ruido de dos tapas de cacerolas, que en ese entonces parecía una gran
orquesta en mi imaginación y buen gusto, para comenzar un día que vaticinaba
ser divertido. La visita al centro de Alta Gracia era toda una hazaña y el Tajamar
observado con mis ojos infantiles era inmenso y en realidad no es tan así. Por
esos años, yo recorría el camino desde el chalé hasta el Tajamar caminando, con
mucha seguridad, disfrutando a cada paso la naturaleza del lugar. Si hoy lo
quisiera hacer, seguramente no llegaría a destino, cosas que uno hace en los
años jóvenes. Nos deleitábamos también montando burritos o sulkys: ¡era muy
divertido! Las sierras siempre me atrajeron y me siguen produciendo
sentimientos y emociones inexplicables, es como si hubiera encontrado mi lugar
en el mundo.
Observando el río Los
Reartes, cuando lo visito, se aparecen en mi mente, imágenes como si en ese
lugar estuviéramos correteando, nadando, pescando, como lo hacíamos, cuando
éramos pequeños. Los olores, los colores, tocar el pasto, sumergirme en el
agua, escuchar el canto de los pájaros, observando sus vuelos, contribuye a que
experimente los sentimientos de aquella añorada etapa de mi vida, que
seguramente fue muy linda y por ello repito mis visitas a esos lugares para
lavar las heridas provocadas por las pérdidas y el paso del tiempo. A todos los
que partieron los percibo allí, en las sierras, como si estas cobijaran sus
almas, esperando mi retorno y poder sentir y recrear en lo profundo de mi
corazón el afecto de un entorno familiar, cuyo recuerdo comparto con mis hijos
y nietas, quienes a veces escuchan extrañados mis historias de aquellas épocas
pasadas.
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