Héctor Carrozzo
Hoy quiero contarles sobre unas vacaciones que nos
marcaron a todos: aquel viaje a La Falda del 66, que para nuestros viejos
representó revivir su luna de miel.
Por lo general, las vacaciones las pasábamos en Rosario:
pileta en algún club, o en la casa de mis tíos en Pascanas y tiempo después también
viajábamos a Córdoba, cuando mis abuelos se radicaron en esa ciudad.
Pero el sueño de mi padre era llevarnos de
vacaciones a un hotel con comida incluida, donde no hubiera que cocinar ni
lavar, donde nos atendieran. Él decía: “Vacaciones, vacaciones”.
Así fue como en 1966 consiguió un hotel en La Falda
con desayuno y media pensión. No me acuerdo si eran siete o diez días. El hotel
se llamaba “El Gato Negro”.
A nosotros no nos gustaba mucho la idea, pero las
palabras de mi madre fueron suficientes para que le diéramos el gusto al viejo.
Vacaciones, todos juntos y solo nosotros.
Y en colectivo para La Falda fuimos.
“El Gato Negro” no estaba en el centro, pero tampoco
muy lejos de la estación de trenes. Era un simple hotel familiar ubicado al
otro lado de las vías y la ruta.
En La Falda, la rutina era ir todos los días desde
el hotel al balneario caminando y acarreando los bolsos con lo necesario para
el almuerzo. En el trayecto, comprábamos el pan, fiambre y demás.
A media mañana y después de desayunar, salíamos para
el balneario y, luego de estar allí todo el día bajo un árbol, regresábamos a
las seis de la tarde. Quedábamos colorados como el camaleón y cansados; pero
felices por nosotros y más aún por nuestro viejo.
Después, llegaba la hora de bañarse y prepararse
para la cena en el hotel. Era toda una ceremonia. Comíamos a las ocho y luego era
obligatoria la caminata por el centro: recorrer la avenida Edén desde la
estación hasta casi el “Hotel Edén”, algún helado, hacer facha y regresar a “El
Gato Negro” como a las once.
Algún día se cambiaba la excursión al balneario por
una caminata por la montaña rumbo al cerro El Cuadrado, o para Huerta Grande
siguiendo el río Grande de Punilla, o para La Cumbre.
Aún perdura en mi memoria el olor a peperina o tilo
o algún otro yuyo nativo que mi madre encontraba a la orilla del camino. En el
Cuadrado, el avistaje de pájaros era un juego. Pero aguiluchos, zorzales, horneros,
jilgueros, cardenales, mixtos y otros, volaban ignorando nuestra presencia y
haciendo un bullicio importante.
Recuerdo el día vimos un ave inmensa volando muy
alto. Dijimos: ¡un condor! Pero no, en realidad era un jote, que es parecido
pero más pequeño y todo negro.
Creo que fueron las mejores vacaciones de mis padres
y nosotros no la pasamos tan mal. Y mi viejo se dio el gusto de llevarnos a
unas vacaciones como él nunca había tenido y que había soñado muy intensamente.
Además, para ellos fueron especiales. Volvieron al
lugar donde habían pasado su luna de miel veinte años atrás.
Más que un regalo de mis padres a nosotros, creo que
fue un regalo que nosotros les pudimos hacer a ellos. Mi padre siempre recordó
aquellas vacaciones como un momento importante en la vida de todos.
Las recuerdo con mucho cariño porque fueron
realmente distintas y especiales.
Hoy, nada es como entonces, el hotel cambió de
nombre, el balneario quedó bajo las aguas del dique La Falda, el camino del
cuadrado está asfaltado.
¡Pero
yo sé que están allí! Inclusive la piedra donde nos sacamos la foto.
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