Fabiana Migoni
Allá por el año 1968
recién terminaba la educación inicial y mi mamá se alistaba para inscribirme en
un colegio primario, buscando la mejor formación para mí, ya que ella no había
tenido ni siquiera la posibilidad de estudiar.
Yo había terminado mi
jardín de infantes y preescolar en un establecimiento público el número 98,
“Magdalena Güemes”. La experiencia allí fue enriquecedora, porque con gran
libertad y en un ambiente armónico y lleno de afecto pude descubrir habilidades
que jamás pensé que tenía. Me costó mucho desprenderme de ese lugar.
Mi madre seguía
averiguando dentro de barrio Echesortu, lugar donde residíamos, cuál era el
colegio mejor catalogado para así anotarme. El que más la convenció fue el “San
Miguel Arcángel”, institución católica y solo para señoritas. No me gustó mucho
la idea, pero con tan escasos años mi opinión no contaba demasiado.
Había que ir uniformado
como soldados para una guerra: camisita blanca con moño, pulóver, pollera y
boina color gris, zapatos Guillermina
negros y medias azules. Los pantalones, totalmente prohibidos.
Este nuevo ciclo no me
entusiasmaba en absoluto, pensaba en el frio invierno con mis piernas al aire y
se me congelaba el alma.
Ese no era mi sitio,
pero debía respetar la decisión de los mayores, no me complacía ese gélido edificio
tan perfecto y estructurado, no faltaba nada pero faltaba todo ante mi mirada.
De acuerdo al estatus social que tenías, eras incluida o no. Todo era formación
reglamentaria, había que asistir a misa los días establecidos, saludar al unísono
con cuerpo erguido y tieso a todo el personal docente, monjas y sacerdotes.
Éramos reclutas adoctrinándose en la milicia o, por lo menos, esa era mi
sensación.
Cuando fui creciendo,
fui notando más aun las diferencias que se hacían con los alumnos. No había un
desarrollo educativo armónico, todo se aprendía bajo presión. Yo siempre
observaba para ver si algo me agradaba, pero eso no sucedía. Tampoco nadie lo
decía y muchas de mis compañeras sentían lo mismo que yo.
Ya cursando el último
año de primaria, le hice saber a mis padres de mi incomodidad en ese espacio y mi
firme propósito de arrancar la secundaria en una escuela pública. No los sedujo
demasiado la idea, pero ante tanta insistencia aprobaron mi decisión y fue así como
el ciclo secundario lo comencé en la escuela de enseñanza media número 258, que
mucho tiempo después se llamaría “Soldados Argentinos”.
Cuando llegué por
primera vez al establecimiento, me asombré del deterioro de su edificio. Yo
venía de otra realidad, donde todo rondaba la perfección. El material de
estudio, las aulas, todo era ideal, cosa que no sucedía en este colegio. Pero
como dice Saint-Exupery “lo esencial es invisible a los ojos” y así fue, ediliciamente
estaba dañado pero en su interior había un grupo humano que nos hacía sentir su
afecto y compromiso para educarnos. Ahí me sentí libre, me moví como si fuera mi
hogar, te dejaban pensar por supuesto cuidándote de las botas que no dejaban de
rondar; pero era posible razonar con soltura, podías debatir, proyectar, dialogar
con los docentes como si fueran familia. Aprender siempre es un
proceso de construcción de saberes que interactúan con la realidad y gracias a
todos el grupo de educadores de la escuela logramos aplicarlo.
Fue
una etapa magnifica e inolvidable, que reafirmó fuertemente mis convicciones en
el apoyo definitivo a la escuela pública, donde aprendí y viví los mejores
momentos de mi adolescencia. Allí, fui contenida cuando lo necesité, protegida
e incentivada. Tan fuerte fue ese ciclo que gane amistades profundas de parte
de compañeros y profesores con los que actualmente y casi de forma semanal no
dejamos de reunirnos para celebrar, recordar y seguir disfrutando de habernos
conocido en la querida “258”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario