Héctor Carrozzo
Nunca les hablé de mi familia y hoy voy a hablarles
de ella. En este caso, quiero contarles sobre la mascota de nuestra infancia.
Nuestra familia estaba compuesta por mi padre don
Héctor, mi madre Marta y cuatro hijos: Eduardo, Jorge, Marta y yo, el mayor.
Pero un día llegó el Yoli, el perro. Era un
callejero, que fue aceptado por nuestro padre porque le pusimos el nombre de la
mascota que él tuvo en su infancia.
Era un perro marca perro, mediano, color amarillo
anaranjado, cuatro patas, cola haciendo juego, chinchudo y ¡que perro más alcahuete!
Todo el día estaba en el patio, subía a la terraza,
ladraba a cuanto perro pasaba. En fin, una vida de perro normal.
Dormía en el dormitorio de mis padres en un cajón de
madera. Cuando se rascaba retumbaba el cajón y hacía bastante ruido. Pero mi
viejo encontró la solución que era tirar la alpargata cerca de él así dejaba de
rascarse. Pero tenía dos “tiros” por lo que tenía que levantarse y recoger las
municiones para el nuevo tiroteo. Cansado de eso fue que encontró la solución:
ató una de las alpargatas con un hilo y la otra punta a la pata de la cama, de
tal manera que tiraba y recogía sin levantarse varias veces en la noche.
Y era ¡alcahuete! y venía con alcoholímetro
incorporado. Cuando llegábamos a la madrugada de alguna joda y con algo de más,
el guacho ladraba y despertaba a los viejos. De tal manera, los viejos tenían
control de nosotros.
Pero quien peor lo pasaba era mi primo Beto, que
vivía con nosotros. Cuando pasaba para la pieza del fondo le tarasconeaba los tobillos.
Cuando murió a los trece años lo enterramos en el
fondo de casa. Mi hermano más chico y mi primo le gritaban sobre la tumba del
pobre perro: “¡Ladrá ahora!, ¡tarasconeame ahora!”.
Lo recuerdo con cariño ya que a mí no me trató tan
mal y me dejó pasar alguna vez sin control.
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