Fabiana Migoni
Él era tremendo, pero tan brillante y creativo, con esa imaginación especial
que no solo movilizaba su propia fantasía, si no que lograba que la sintiéramos
todos y voláramos en cada juego. Su nombre era Adrián para mí el “Negro”, mi
primo; y junto a Sandra, la “sobrehuesos”, como la apodábamos, flaca y huesuda
por donde se viera, también prima de ambos, conseguían hacer mis tardes
infantiles más divertidas, apasionadas y vibrantes. Lo de negro era por ser el
más oscurito de los tres, haciendo honor a los potentes rasgos heredados de
nuestros ancestros árabes.
Yo era la más pequeña y, por supuesto, ellos dos, picarones y traviesos,
aprovechaban la ventaja de ser mayores y en ocasiones ejercían un poco de poder
sobre mí. Igual, aunque por momentos me enojara, todo era bello junto a ellos,
siempre había desafíos, alegría y recreos.
El Negro siempre con “Violeta”, su rana imaginaria, a cuestas. Mantenía
largos diálogos y le hacía hacer piruetas, y nosotras dos fascinadas por esa
relación fantástica la veíamos tan real y tangible, que formaba parte de cada
tarde de diversión. Rayuela, competencias de bolitas, el rin raje, poli ladrón,
adivinanzas matemáticas, recorridas por alguna huerta vecina para sacar a
escondidas algunas naranjas y hacernos una panzada, formaban parte de algunos
de nuestros entretenimientos y cuando nos relajábamos escuchábamos atentas los
fabulosos relatos de él, seducidas por el escenario novelesco que plantaba en
cada cuento y hacía que lo irreal se vuelva verdadero.
En verano no faltábamos al club “El Luchador”. Ellos dos eran eximios
nadadores; yo, solo una más del montón; pero a mí eso no me importaba. En las
competencias siempre salían primeros y él siempre se destacaba en todo lo que
hacía, sobre todo cuando jugaba ajedrez, avezado en cuan juego de mesa o
estrategias se presentara y su debilidad: la investigación de las armas, el
tiro: su deporte favorito.
Yo no tenía hermanos ni los tuve; pero ellos cubrían con excelencia ese
faltante en mi vida. Siempre estaba adherida a ambos como mosca sobre la miel,
nada impedía estar pegoteados, ni siquiera la hepatitis que contrajeron cuando
tenían once años. Durante cuarenta días estuve visitándolos y compartiendo
lecturas de historietas o mirando dibujitos bien ligada a cada cama. Se ve que
el amor funcionó de coraza protectora y jamás me contagié.
Fuimos creciendo y en la adolescencia compartíamos menos tiempo juntos por
las obligaciones escolares, con Sandra me veía a diario porque asistíamos al
mismo colegio. El Negro se había ido al “Superior de comercio” y solo lo
visitábamos dos o tres veces a la semana, cuando íbamos a merendar a su casa
para tomar ese exquisito café con buñuelos y tostadas o algún sábado o domingo
a mediodía para comer “las torrejas de nada”, que nuestra tía Irma preparaba y
les daba ese nombre. Ella era su mamá.
Era una época brava para todos los que estudiábamos, época del “Proceso”. Pensar
diferente era sinónimo de ser revolucionario o subversivo y allá por mediados
del 76, si mal no recuerdo, “lo chuparon”, como decíamos, a él y a muchos más.
Solo tenía 17 años. En esa redada muchos perdieron la vida, los ejecutaron por
solo tener otras ideas o por luchar por el medio boleto estudiantil. A él no le
quitaron la vida, le robaron el alma; pero jamás pudieron despojarlo de sus
ideales ni arrebatarle esa enciclopedia ilustrada que tenía en su cabeza,
siguió siendo un iluminado.
Pasó tres años en la cárcel de Coronda, la causa de detención: ninguna; así
es, y no se sorprendan “detenido sin causa alguna”, casi todos los presos
políticos estaban arrestados bajo esa condición.
Además de extrañarlo y no poder verlo con frecuencia, muchos de sus
parientes cercanos fueron visitados de forma violenta y despótica por grupos
militares requisando las propiedades para lograr obtener material subversivo o
algo que lo comprometiera de alguna forma. Solo mi casa se salvó de semejante
abuso de autoridad.
El Negro se salvó de la muerte; pero quedo marcado para toda la vida, que no
fue tan larga porque hoy no está más entre nosotros. Buscó otro calabozo, uno
en donde pudiera aplicar todas sus genialidades con libertad: su casa. Igual,
tuvo dos enemigos que le quitaron la vida: la comida y el sedentarismo.
Ya no nos veíamos tanto, lo visitábamos esporádicamente, él no se movía de
su morada y en cada encuentro con mates amargos bien calientes y medialunas de
por medio seguíamos escuchando deslumbradas sus exposiciones magnificas, como
cuando éramos pequeñas. Reíamos recordando viejas anécdotas o travesuras, él y
yo habíamos perdido nuestros padres y siempre me decía que ahora no nos
juntábamos como primos sino como huerfanitos. Era en vano retarlo para que cuidara
su salud, ya que siempre evadía nuestro discurso llevando la conversación para
donde quería.
Se encerró en su jaula de ciencias, tecnología, escritos sobre armas para
una revista española que lo tenía contratado como investigador; solo la
instrucción en el tiro lograba que rompiera los barrotes de esta celda de
cristal dos veces a la semana para enseñar en el club en donde tenía una
escuela de ese deporte, el Tiro Federal de Rosario. No lo conocían por el
Negro, le decían como a él le gustaba que lo llamara Adrián “Tomate” De Rosa.
El Negro, Tomatito De Rosa,
sigue vivo en el corazón y el pensamiento de muchos que lo amaban, para mí no
ha muerto, solo está de paseo junto a Violeta saltando de nube en nube.
muy bueno----------me gustò ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarLo escuché en clase y me encantó tu relato, y hoy lo leí en este blog. y lo disfruté más...Gracias.
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