Lidia Cieri
Un mes. Un mes que no te veía y ya no te vería más.
La casa parecía fría en pleno diciembre de 2011 No la recorrí. Fui derecho al
patio. Las plantas mostraban tu ausencia.
La reposera. Mis manos sintieron la madera despintada
y mis ojos se clavaron en la lona descolorida. Apreté los párpados cuando mi
cuerpo se acomodó en la huella del tuyo. Por un momento sentí tu voz llamando a
D’Artagnan, la tortuga, ofreciéndole pedacitos de zapallo. No, solo eran ruidos
ajenos a la casa.
Sin pensarlo, tomé el bolso que había dejado en el
piso de baldosas, apoyado en la reposera. Allí, estaba el cuadernillo del
taller de lectura. Distraída leí los títulos de varios cuentos hermosos y me detuve,
no sé por qué, en “Enroscado” de Antonio Di Benedetto. Casi sin darme cuenta
empecé a leer. ¿Sin darme cuenta? En el primer párrafo las letras negras me
dijeron: “La casa que ha quedado vacía de la madre”.
Miré a mi alrededor y me pregunté por qué este
texto había caído en mis manos. Pensé que yo también soy madre, pero en ese
momento sentí que allí, en ese patio y hecha un ovillo sobre la vieja lona, era
solo hija. Sin derramar ni una lágrima llegué al final y leí: “La claridad
radiante le choca: ‘Cómo puede haber tanto sol hoy’”. Y entonces, ahí sí, con
los ojos nublados me encaminé hacia tu habitación. Debía sacar tu ropa de allí.
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