Ana María Miquel
Nadie nos despertó. Cada uno se fue levantando a la hora
que quiso y el punto de reunión, esta vez, era la cocina en la parte vieja de
la casa. Allí, sentada a la cabecera de la mesa estaba Vera preparando panes
con manteca. En la mesa había huevos duros, fiambres, frutas, tortas, café, té,
leche. Guillermo trajo su equipo de mate y, por supuesto, fueron todas las
explicaciones sobre la costumbre argentina y lo probaron, aunque creo que no
fue del agrado de ello. Preferían beberlo como mate cocido, más parecido a un
té.
Todos habían pedido permiso en sus trabajos para estar
con las visitas; es decir, nosotros. Hasta las mellicitas faltaron a la
escuela. Apareció Vladimir hijo, que venía de su trabajo y se integró a la mesa;
mientras que Ira seguía agregando cosas, sobre todo frutas cortadas y peladas.
La reunión se prestaba para seguir con las charlas, el ambiente era
confortable, no hacía frío. A cada uno que llegaba se le hacía un lugarcito y
era como que la mesa se seguía estirando.
Fue el momento de entregar los regalos que llevábamos y
decirle a Vera que ella los distribuyera como mejor le pareciera.
Mientras me fumaba mi cigarrillo mañanero, Vladimir
(padre), me llevó a ver los corrales y gallineros. Pensaba qué feliz sería mi
nieta menor en este lugar. Había conejos de todo tipo, tamaño y color. Hermosas
gallinas y un poderoso gallo. La vaca, aparte, en una habitación de la casa
vieja. Un cerdo que estaban esperando a Semana Santa para hacer la matanza. Había
un sector rodeado de alambres como si fuera un cobertizo, donde se almacenaban
troncos y leña, que no era usada en la casa sino para calentar los corrales.
Rodeando como en una plaza un monumento, estaba en el centro del lugar un
cuadrilátero de cemento con una especie de chimenea y, allí, el fuego no se
apagaba nunca. Día y noche se mantiene encendido para dar calor a los animales.
Salimos a caminar un rato por la zona y los integrantes
de la familia se paraban con cuento vecino se encontraban para contarles
quiénes éramos. Podíamos pasar desapercibidos en una ciudad, pero no en una
aldea como esa en que todos conocían hasta el nombre de los animales del amigo.
Cuando volvimos de la caminata, nos dijeron que ya era
hora de ir a casa de Marika, la hermana de Vera, quien también quería
homenajearnos. Y esa era la casa donde habían vivido Pedro y su esposa; es
decir, el hogar familiar. Hacia allá partimos todos juntos nuevamente, subiendo
y bajando lomadas.
Era una construcción parecida a la de Vera, con una mesa
puesta como la noche anterior y casi con las mismas comidas; pero me dio la
impresión que había más soltura económica. También había venido Anika, la otra
hermana de Vera, que vive en otro lugar con sus hijas.
Los dueños de casa, Marika y Boris, tenían algo que me
llamó mucho la atención y nuevamente llevó mi mente a la guerra. A todas las
personas mayores les faltaba algún diente; pero a este matrimonio no, porque
los tenían de oro y los lucían con amplias sonrisas. También nos tuvimos que sacar
los zapatos. Y ya manejábamos un poco las costumbres del lugar, sobre todo el
tema de las bebidas. El almuerzo se extendió hasta las ocho de la noche. Todo
el tiempo bajando botellas; pero aquí, gracias a Dios, nos sirvieron abundante
café.
Lo diferente fue poder ver fotos de la familia. Por
ejemplo conocimos a Vavrech Romaniw. Enseguida, buscaron parecidos con
Guillermo, pero creo que no encontraron ninguno.
Se armó un picadito de futbol en el patio, se habló de
quién sería el matador del cerdo para la semana siguiente, de las técnicas de
pesca y de cómo en los hogares se hacía y fabricaba todo lo que llevaban a la
boca. Realmente es toda comida orgánica. Encima, conservada por el frío del
lugar. Por ejemplo, en la casa de Vera, en una galería frente a una ventana
abierta y con tela mosquitera, se extendía una mesa llena de fuentes de comida
tapados con manteles. Ni siquiera la manteca la ponían en la heladera. Y habían
cocinado varios días, para no tener que hacer nada cuando nosotros llegáramos.
Pregunté cuál era la temperatura en el invierno y me
dijeron que el que acaba de pasar había sido muy benigno, solo veinte grados
bajo cero; pero el anterior había sido de treinta grados bajo cero y, por
supuesto, todo cubierto de nieve.
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