Lidia Cieri
Cierro los ojos. Me parece ver la cara de mi padre. Blanca como la
pechera de su camisa cuando me vio salir vestida de novia de la habitación.
¡Pobre! Tuvieron que darle Fernet, porque le dolía la panza. Sí, era yo, su
única hija. Aún hoy recuerdo con emoción la entrada a la iglesia de su brazo y
la mano de Mario tendida para recibirme cuando llegué al altar.
Todavía brillan en el papel las imágenes que el fotógrafo tomaba después
de: “¡Miren el pajarito!”. Supongo que lo decían, como era costumbre de los
años setenta, para relajar nuestras sonrisas. Igual que hoy: “¡Digan whisky!”.
¿O y tampoco se usa eso?
Muchas estampas. La larga mesa con padres, abuelos, hermanos y sobrinos.
Nosotros dos en las diferentes mesas con amigos y familiares. Otras bailando el
vals. El ramo volando por el aire y el amontonamiento de las solteras en torno
a la torta para tirar de las cintas y lograr el ansiado anillo.
Muchas de esas prácticas siguieron usándose en casi todos los
casamientos de hoy. ¡Claro! No había carnaval carioca ni cotillón. Al menos en
nuestra fiesta no lo había.
El festejo era mucho más formal que en la actualidad. Los jóvenes
teníamos que resignarnos a escuchar también los ritmos que les agradaban a las
personas mayores.
Sonrío al recordar el casamiento de mi hijo y Andrea. Allí, jóvenes,
adultos y adultos mayores hicimos el trencito y bailamos cumbias, cuartetos y
música brasilera hasta las cinco de la mañana. Los maduros nos animamos, a
veces, a seguir a los chicos en los ritmos demasiado modernos.
¿Y el final de nuestra fiesta? Los primos de Mario (los míos eran
chicos, pues, yo soy la mayor) iban atronando las calles del barrio con las
bocinas, cuando quisimos escapar para ir a mi casa paterna a cambiarnos. ¡Qué
habrán pensado los vecinos! Esa fue una gran preocupación de mi madre. Después,
los bocinazos nos acompañaron hasta la estación de colectivos. ¡Cuánto
alboroto! Y solo nos íbamos a Córdoba. Parecía que nos ausentaríamos por un
año. Todos jóvenes y alegres.
Mientras los miraba por la ventanilla y los saludaba sintiendo en mis
hombros el brazo de quien ya era mi esposo, pensaba en nuestras metas cumplidas
y las que todavía soñábamos. Llevábamos una llama que lleva encendida muchos
años y que no lograron apagar esporádicos vientos del sur.
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