Susana Olivera
“Los cajones comienzan a cerrarse,
y los recuerdos en ellos se conectan
de manera azarosa. Y cuanto más
relajados estamos, más se abren, se
cierran y se interconectan.”
Estanislao
Bachrach (“Ágilmente”)
Una fotografía de no más de cuatro centímetros de lado, en
blanco y negro y con los bordes dentados. En ella se ven dos chicos. Él, muy
rubio; ella delgadita, los zoquetes parecen una bufanda anudada alrededor de
los tobillos y tiene la cabeza redonda de rulos negros.
En esa foto estamos mi hermano Carlos y yo cuando teníamos
alrededor de seis o siete años. Fue tomada en lo que llamábamos “el fondo” es
decir, el jardín o tercer patio. Allí, pasábamos las siestas calientes de
verano cuando nos escapábamos de nuestros dormitorios, lugar al que nos
obligaban a retirarnos después de almorzar.
El jardín no era demasiado grande: tenía una parra de “uva
chinche”, algunos frutales como el peral y la higuera, y en un rincón cerca de
la pared que nos separaba del patio vecino, un limonero. Además, una planta de
jazmín que se cubría de flores exquisitas en el verano.
Y, por supuesto, allí también, estaba el gallinero.
Nuestras aventuras con los frutales siempre terminaban mal:
indigestión con higos calientes, descomposturas con las uvas y las peras. El
peral tenía siempre peras verdes excepto las que estaban altísimas y a las que
no llegábamos si no nos trepábamos al árbol, lo que teníamos prohibido. En una
oportunidad, mi hermano, después de varios intentos para bajar con un palo una
fruta espectacular, decidió que él no se iba a perder la pera más grande y
madura que uno pudiera imaginar y, decidido, trepó. La fruta estaba en la punta
de la rama y para alcanzarla debía avanzar hasta ella. A punto de llegar, la
rama se quebró y fue a terminar con pera y todo encima de mi hermano que
gritaba de dolor y susto en el suelo. Despertó a todo el mundo. Lo socorrieron,
le limpiaron las raspaduras de rodillas y codos, le pusieron aceite con sal en
el chichón de la frente y, por supuesto, le dieron un reto mayúsculo.
—¿Dónde está la pera?- me
preguntó cuando se terminaron retos, amenazas y mocos.
—¿La pera? Ah, la pera. ¿La
pera?- pregunté varias veces para ganar tiempo y disparar-. ¡Me la comí!
—Mamá, mamá- chilló. Ella se
comió la pera. Rétenla también, ella tuvo la culpa- y volvieron los llantos y
los gritos.
Pero el gallinero era nuestro máximo entretenimiento. Siempre
encontrábamos algún huevo que se había escapado a la inspección matutina de la
abuela y lo freíamos en unas sartenes pequeñas enlozadas que estaban en el
cobertizo.
Nos gustaba mirar las gallinas, les habíamos puesto nombres
“Cocona”, “Desplumada”, “Colorada”, “Culona”…
—Fijate, hoy “la Colorada ” no salió del
nido, está echada…
—¿Estará empollando? Pero no
tenía huevos. Yo la saqué del nido cuando buscábamos huevos y no había ni uno.
—Estará durmiendo la siesta.
Desde la sombra del limonero, mirábamos a las gallinas largo
rato: comentábamos cómo caminaban estirando el pescuezo y hablando constantemente
con su cacareo. Jugábamos prendas y ganaba el que adivinaba a cual gallina
“atacaría” el gallo. Lo odiábamos: Era malo con las gallinas, se les subía
encima y las picaba en la cabeza. Además, se creía muy importante porque tenía
la cresta más grande y andaba siempre haciéndose el pretencioso.
Eso decíamos en nuestros inocentes pocos años. Son ecos que
rebotan en mi cabeza.
Por sentirse tan importante, ya que era el único gallo del
gallinero, le trabábamos las patas con una rama que teníamos especialmente
guardada para esos menesteres y nos moríamos de la risa de ver cómo
trastabillaba y perdía toda su elegancia. Se lo merecía, porque era el más
ridículo del gallinero. Esa rama también la usábamos para sacar a las gallinas
cluecas de sus nidos cuando estaban empollando. El escándalo que armaban nos
resultaba muy gracioso. Sin embargo, una vez que nacían, nos encantaba ver a
los pollitos que seguían a su mamá y se pasaban todo el día pica que te pica
buscando gusanos y bichitos.
Cuando el calor abrasaba, nos bañábamos con la manguera que
abuela usaba para regar la huerta. Y aprovechábamos para bañar también a las
gallinas y especialmente al gallo. La estampida por todo el gallinero era
realmente apocalíptica, porque poniendo el dedo en el pico de la manguera el
chorro salía muy fuerte y las gallinas aleteando desesperadas tropezaban una
con otras, pisaban los comederos, volcaban el agua, se estrellaban contra el
alambrado y volaban sus plumas por todos lados.
A veces, juntábamos las deposiciones y las cubríamos con maíz
o restos del almuerzo. Comían las gallinas entusiasmadísimas y salían asqueadas
limpiándose el pico contra el suelo de un lado y del otro, porque se habían
tragado sus propios excrementos. Considerábamos que eran muy pero muy
estúpidas.
Otras veces, y poniendo en práctica nuestra cuota de sadismo,
las corríamos y cuando las alcanzábamos, si lo permitía la risa, atábamos juntas
pata derecha con pata izquierda de dos gallinas, que rodaban aleteando y
cacareando hasta que se soltaban. Todo había que hacerlo con el ojo atento para
asegurarnos de que no se levantara alguien y viera que estábamos martirizando a
“esos pobres animales”.
“Pobres animales”, pero que abuela no vacilaba a correr a
alguna gallina, romperle el pescuezo, desplumarla y hacer un guiso con ella.
Esa ceremonia no nos gustaba, nos daba lástima y nos
prometíamos que no íbamos a comer. Cosa que olvidábamos frente al plato
terminado.
Repetíamos esos “juegos” día tras día, sin cansarnos o
aburrirnos. Era como si el retornar a viejas alegrías nos hiciera paladear más
la travesura y disfrutar de todo. Nos divertía también poner cara de inocentes
cuando volvíamos a nuestros dormitorios y pretendíamos lucir somnolientos.
Y yo regreso al hoy mientras cierro el cajón de ese viejo
escritorio. Y sonrío con la pequeña foto en mis manos y las memorias
entibiándome el olvido. Reviviendo uno a uno momentos que creía desaparecidos,
pero que evidentemente yacen en mi ojo subliminal.
¿Tantas palabras para contar infantiles travesuras en el gallinero? Perdón, José. Perdón, amigos.
La niñez que nos regalaron nuestros mayores, un canto a la vida. Nunca estábamos aburridos y convivíamos con la naturaleza. Tu relato me retrotrae a las tarde de veranos comiendo peras calientes y verdes. Ese día cobrábamos y al siguiente lo volvíamos a hacer.
ResponderEliminarGracias por tan lindos recuerdos.