jueves, 22 de septiembre de 2022

El Oscarcito

 Diana Kallmann

 

El pueblo era polvoriento, como todos los de La Pampa en aquella época, a comienzos de los 60. Dos calles principales paralelas a la vía, separadas por yuyales y tamariscos que se inclinaban formando túneles, ideales para jugar a la escondida o para hacer una casita, que armábamos con lo que podíamos recolectar en cada casa. Entonces no se desechaba nada, siempre encontrábamos algún tesoro en un cajón de la cocina.

Por las vías se iban los cereales y el ganado hacia los puertos. Una vez por semana llegaba el tren. Traía alimentos y mercaderías varias. Mi hermana y yo esperábamos el “Billiken”, con las aventuras de cada semana. No había librería, nuestros padres encargaban libros a un vendedor que transitaba los pueblos. Para ellos los premios Nobel, una bella colección de tapas celestes con letras doradas. Knut Hamsun, Thomas Mann, Emile Zola, además de la colección del Séptimo Círculo. Para nosotras, cuentos de hadas alemanes, cuentos de hadas rusos, libros grandes de tapas duras, con ilustraciones de bosques, montañas y ríos, paisajes que nunca habíamos visto y conoceríamos recién entrada la adolescencia.

Atrás de ambas calles, para un lado y para el otro, se distribuían dos o tres cuadrículas más que se abrían a la llanura, territorio mágico que recién comenzamos a explorar cuando fuimos más grandes y tuvimos bicicleta.

Pero de pequeñas todo se reducía a esas calles, a los tamariscos y sus secretos escondites, trepar a los árboles, jugar a la pelota, hacer “los mandados”. En verano juntábamos bolitas del árbol de paraíso, hacíamos gomeras y jugábamos a la guerra. Había una cancha de básquet en el club casi pegado a nuestra casa y allí jugábamos, sin protocolo ni reglas, a encestar la pelota. En verano don David, el vecino, nos dejaba nadar en el tanque australiano debajo de la higuera. Los frutos tibios contrastaban con el agua helada que salía del caño del molino.

Rutinas que se repetían y parecía que serían eternas. No sabíamos que aquellas imágenes de la infancia serían lo único fijo en nuestras vidas. Después todo fue cambio. De ciudades, paisajes, amigos que dejaríamos para encontrar otros en la siguiente escala. Ellos reaparecen en cartas amarillentas o en recuerdos que surgen como flashes entre las brumas.

Cada tanto venía un circo y el pueblo se alborotaba. Nosotras imitábamos a los artistas. Papá, carpintero habilidoso con las manos, nos hizo un trapecio en el que pasábamos horas haciendo pruebas que a veces terminaban con las rodillas sangrantes. El rolo rolo era otra pasión. Aquellas botellas de vidrio de un litro y medio, que se usaban para el aceite, eran el rodillo. Papá nos hacía una tabla bien lijada y recta para facilitar el equilibrio.

Por las mañanas venía el carro del lechero. Traía un enorme tacho de aluminio y vertía la leche en la botella que aportábamos nosotros. Mamá la hervía después, a veces hacía ricota o manteca.

Otro personaje infaltable era el carnicero, que llegaba en carro con media res colgada de un gancho y un enorme cuchillo para cortar las pulpas, pucheros y bifes con una rapidez asombrosa. Adivinábamos su llegada, porque nuestro enorme y perezoso gato se apoltronaba en la ventana para esperarlo. Mamá compraba y le pedía un pedazo de pulpa para el gato, que no comía otra cosa. El carnicero le daba, creo que ni siquiera le cobraba.

A veces nos mandaban a la carnicería, a la panadería o al almacén. Una aventura de tres cuadras. Nos parábamos a ver la tienda de Martínez, donde se apilaban cajas de botones con las muestras pegadas en el frente, cajas de hilos, puntillas, todo tan pequeño y prolijamente ordenado que parecía una casita de juguete.

A la panadería del francés llegaba la gente del campo con una enorme y limpia bolsa de arpillera para cargar las galletas, dos enormes bolas unidas en el medio. Pregunté por qué compraban esas y no el pan francés que consumíamos nosotros. Es que esas galletas duran más tiempo frescas me explicaron, la gente vive lejos y no puede venir al pueblo todos los días.

Había un almacén de ramos generales, el dueño tenía un apellido vasco. Sobre el mostrador lustroso, de un verde oscuro, lucía la balanza cromada, brillante y misteriosa. El vasco armaba hábilmente una especie de cucurucho de papel de diario y con una gran cuchara ponía arroz, fideos o azúcar y movía las pesas hasta lograr el equilibrio. Una operación fascinante. Lejos de los alimentos, había una zona donde vendían velas, kerosene, alcohol, fósforos, los insumos que usábamos los del pueblo y los del campo para acceder a nuestros limitados servicios básicos.

Como en todos los pueblos, había personajes que se destacaban. El Oscarcito, por ejemplo. Un chico con síndrome de down, adolescente en ese entonces, que circulaba libremente y charlaba con todos. Su mamá lo mandaba a hacer las compras con el dinero y un papelito con las indicaciones, que él apretaba en la mano. Siempre bien peinado, prolijo, el pueblo era su casa y la disfrutaba. Se cruzaba con los vecinos, intercambiaba bromas, todos lo saludaban con un “hola, Oscarcito, a dónde vas”. Era un chico feliz, confiaba en la gente, se sentía querido.

Le encantaba comer. Cuando finalmente llegaba a la carnicería, extendía la mano, abría el puño y exclamaba ¡un kilo de milanesas para el Oscarcito! Todos reíamos y él también. Los ojitos se le achinaban más y su enorme sonrisa subía por los cachetes encendidos.

En el campo se suele llamar “inocentes” a los chicos y chicas con algún retraso madurativo o alguna alteración mental. Una palabra candorosa que los protege de las miradas acusatorias o burlonas.

Hoy ese mismo pueblo tiene calles asfaltadas. El centro por donde pasan las vías es un enorme y cuidadísimo parque con juegos infantiles, césped impecable, rosales y anchas veredas. Las viejas tiendas están pintadas y tienen su placa recordatoria. Tampoco falta el museo de los pioneros, que encierra tesoros de las viejas estancias de la zona, elementos de trabajo, fotos de los inmigrantes. Surgieron confiterías, negocios modernos, pequeños supermercados y hasta un restaurante. Aquí y allá sobreviven alguna casa tapera, semiderruida, como para dar testimonio del pasado.

El pueblo tiene hoy unos dos mil quinientos habitantes que celebran y custodian cada progreso y cada innovación que realiza el municipio. El albergue para los campeonatos interprovinciales, la escuela secundaria y la escuela 91, un viejo edificio de los que se hacían en la época de Eva Perón, impecablemente mantenido.

También hay una escuela especial, que se inauguró hace pocos años, donde atienden y organizan actividades para los “inocentes”. Niños con discapacidad decimos hoy, haciendo gala de corrección política. Probablemente estos niños logran un mayor desarrollo o, al menos, cuentan con mejores posibilidades para aprender que el Oscarcito. Quizá sean tan felices como él cuando iba a comprar milanesas.

Los pueblos chicos tienen esas cosas, amparan a su gente. Por supuesto, también funciona aquello del infierno. Siempre sucede entre quienes conviven toda su vida en esas comunidades donde se conoce hasta el nombre de las mascotas de los otros, como dijera un vecino ingenioso.

 

 

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