Diana Kallmann
El pueblo era polvoriento, como todos los de La Pampa en aquella época, a
comienzos de los 60. Dos calles principales paralelas a la vía, separadas por
yuyales y tamariscos que se inclinaban formando túneles, ideales para jugar a
la escondida o para hacer una casita, que armábamos con lo que podíamos
recolectar en cada casa. Entonces no se desechaba nada, siempre encontrábamos
algún tesoro en un cajón de la cocina.
Por las vías se iban los cereales y el ganado hacia los puertos. Una vez
por semana llegaba el tren. Traía alimentos y mercaderías varias. Mi hermana y
yo esperábamos el “Billiken”, con las aventuras de cada semana. No había
librería, nuestros padres encargaban libros a un vendedor que transitaba los
pueblos. Para ellos los premios Nobel, una bella colección de tapas celestes
con letras doradas. Knut Hamsun, Thomas Mann, Emile Zola, además de la
colección del Séptimo Círculo. Para nosotras, cuentos de hadas alemanes,
cuentos de hadas rusos, libros grandes de tapas duras, con ilustraciones de
bosques, montañas y ríos, paisajes que nunca habíamos visto y conoceríamos
recién entrada la adolescencia.
Atrás de ambas calles, para un lado y para el otro, se distribuían dos o
tres cuadrículas más que se abrían a la llanura, territorio mágico que recién comenzamos
a explorar cuando fuimos más grandes y tuvimos bicicleta.
Pero de pequeñas todo se reducía a esas calles, a los tamariscos y sus
secretos escondites, trepar a los árboles, jugar a la pelota, hacer “los
mandados”. En verano juntábamos bolitas del árbol de paraíso, hacíamos gomeras
y jugábamos a la guerra. Había una cancha de básquet en el club casi pegado a nuestra
casa y allí jugábamos, sin protocolo ni reglas, a encestar la pelota. En verano
don David, el vecino, nos dejaba nadar en el tanque australiano debajo de la
higuera. Los frutos tibios contrastaban con el agua helada que salía del caño
del molino.
Rutinas que se repetían y parecía que serían eternas. No sabíamos que aquellas
imágenes de la infancia serían lo único fijo en nuestras vidas. Después todo
fue cambio. De ciudades, paisajes, amigos que dejaríamos para encontrar otros
en la siguiente escala. Ellos reaparecen en cartas amarillentas o en recuerdos
que surgen como flashes entre las brumas.
Cada tanto venía un circo y el pueblo se alborotaba. Nosotras imitábamos a
los artistas. Papá, carpintero habilidoso con las manos, nos hizo un trapecio
en el que pasábamos horas haciendo pruebas que a veces terminaban con las
rodillas sangrantes. El rolo rolo era otra pasión. Aquellas botellas de vidrio
de un litro y medio, que se usaban para el aceite, eran el rodillo. Papá nos
hacía una tabla bien lijada y recta para facilitar el equilibrio.
Por las mañanas venía el carro del lechero. Traía un enorme tacho de
aluminio y vertía la leche en la botella que aportábamos nosotros. Mamá la
hervía después, a veces hacía ricota o manteca.
Otro personaje infaltable era el carnicero, que llegaba en carro con media
res colgada de un gancho y un enorme cuchillo para cortar las pulpas, pucheros
y bifes con una rapidez asombrosa. Adivinábamos su llegada, porque nuestro
enorme y perezoso gato se apoltronaba en la ventana para esperarlo. Mamá
compraba y le pedía un pedazo de pulpa para el gato, que no comía otra cosa. El
carnicero le daba, creo que ni siquiera le cobraba.
A veces nos mandaban a la carnicería, a la panadería o al almacén. Una
aventura de tres cuadras. Nos parábamos a ver la tienda de Martínez, donde se
apilaban cajas de botones con las muestras pegadas en el frente, cajas de
hilos, puntillas, todo tan pequeño y prolijamente ordenado que parecía una
casita de juguete.
A la panadería del francés llegaba la gente del campo con una enorme y
limpia bolsa de arpillera para cargar las galletas, dos enormes bolas unidas en
el medio. Pregunté por qué compraban esas y no el pan francés que consumíamos
nosotros. Es que esas galletas duran más tiempo frescas me explicaron, la gente
vive lejos y no puede venir al pueblo todos los días.
Había un almacén de ramos generales, el dueño tenía un apellido vasco.
Sobre el mostrador lustroso, de un verde oscuro, lucía la balanza cromada,
brillante y misteriosa. El vasco armaba hábilmente una especie de cucurucho de
papel de diario y con una gran cuchara ponía arroz, fideos o azúcar y movía las
pesas hasta lograr el equilibrio. Una operación fascinante. Lejos de los
alimentos, había una zona donde vendían velas, kerosene, alcohol, fósforos, los
insumos que usábamos los del pueblo y los del campo para acceder a nuestros
limitados servicios básicos.
Como en todos los pueblos, había personajes que se destacaban. El
Oscarcito, por ejemplo. Un chico con síndrome de down, adolescente en ese
entonces, que circulaba libremente y charlaba con todos. Su mamá lo mandaba a
hacer las compras con el dinero y un papelito con las indicaciones, que él apretaba
en la mano. Siempre bien peinado, prolijo, el pueblo era su casa y la
disfrutaba. Se cruzaba con los vecinos, intercambiaba bromas, todos lo
saludaban con un “hola, Oscarcito, a dónde vas”. Era un chico feliz, confiaba
en la gente, se sentía querido.
Le encantaba comer. Cuando finalmente llegaba a la carnicería, extendía la
mano, abría el puño y exclamaba ¡un kilo de milanesas para el Oscarcito! Todos
reíamos y él también. Los ojitos se le achinaban más y su enorme sonrisa subía por
los cachetes encendidos.
En el campo se suele llamar “inocentes” a los chicos y chicas con algún
retraso madurativo o alguna alteración mental. Una palabra candorosa que los
protege de las miradas acusatorias o burlonas.
Hoy ese mismo pueblo tiene calles asfaltadas. El centro por donde pasan las
vías es un enorme y cuidadísimo parque con juegos infantiles, césped impecable,
rosales y anchas veredas. Las viejas tiendas están pintadas y tienen su placa
recordatoria. Tampoco falta el museo de los pioneros, que encierra tesoros de
las viejas estancias de la zona, elementos de trabajo, fotos de los
inmigrantes. Surgieron confiterías, negocios modernos, pequeños supermercados y
hasta un restaurante. Aquí y allá sobreviven alguna casa tapera, semiderruida,
como para dar testimonio del pasado.
El pueblo tiene hoy unos dos mil quinientos habitantes que celebran y
custodian cada progreso y cada innovación que realiza el municipio. El albergue
para los campeonatos interprovinciales, la escuela secundaria y la escuela 91,
un viejo edificio de los que se hacían en la época de Eva Perón, impecablemente
mantenido.
También hay una escuela especial, que se inauguró hace pocos años, donde
atienden y organizan actividades para los “inocentes”. Niños con discapacidad
decimos hoy, haciendo gala de corrección política. Probablemente estos niños logran
un mayor desarrollo o, al menos, cuentan con mejores posibilidades para aprender
que el Oscarcito. Quizá sean tan felices como él cuando iba a comprar milanesas.
Los pueblos chicos tienen esas cosas, amparan a su gente. Por supuesto, también
funciona aquello del infierno. Siempre sucede entre quienes conviven toda su
vida en esas comunidades donde se conoce hasta el nombre de las mascotas de los
otros, como dijera un vecino ingenioso.
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