Estela Simón
Abrí la puerta y, desde que puse el pie en el primer escalón, la casa
de mamá exhalaba eso tan particular de los lugares hace tiempo deshabitados:
aroma a humedad, a polvo acumulado, y la palpable densidad del silencio y la penumbra.
Logré asumir, no hace tanto, que ya habíamos agotado todos los
recursos para que siguiera viviendo en esta casa, su casa, enclavada en pleno
barrio de Chacarita, pero “del lado de afuera”, como a ella le gustaba aclarar
cuando le preguntaban dónde vivía. Desde la muerte de papá y ante el implacable
deterioro de su cuerpo y de su mente, no nos quedó otra alternativa que
ingresarla a “una residencia”.
Será por eso que cada vez que llego hasta aquí, me invade el mismo
sentimiento de infinita tristeza y el deseo de salir corriendo, irme,
desaparecer lo más pronto posible.
Hace poco tiempo y después de algunos desencuentros, decidimos con mi
hermano, poner la casa en venta. Por lo tanto, acordamos también el comienzo de
su desocupación y todo lo que implica: ¿qué hacer con los muebles?... ¿qué con
la innumerable cantidad de libros que pueblan los estantes del dormitorio, del
living, del comedor?... ¿qué con la ropa que aún dormita en las perchas del placard?...
¿qué con la vajilla, la cristalería?... ¿qué con cada uno de los objetos que
ella y papá atesoraron en 60 años de luchas y vivencias compartidas?
Y aquí estoy, en este fin de semana, con muchas horas encima eligiendo
los libros que quiero conservar y apartando cuáles regalar. De pronto,
encuentro uno pequeño, en su tapa azul la figura ceñuda de Sarmiento y en su
primera página la felicitación escrita por mamá que se lo regaló a mi hermano
cuando pasó a segundo grado. Luego, me tropiezo con aquel de Oscar Lewis “Los
hijos de Sanchez”, que mi marido, por ese entonces el “novio de la nena”,
obsequiara a su suegra en el día de la madre, con una preciosa, larga y emotiva
dedicatoria.
Ya la urgencia de acabar se hace cada vez más intensa, entonces me
meto de lleno con el guardarropa, me apuro vaciando estantes, cajones y de
tanto en tanto sigo tropezando con los recuerdos, esta vez en formato de fotos
familiares o documentos amarillentos que casi se deshacen al tocarlos.
Todavía me queda por revisar la parte más alta del placard,
rápidamente arrimo una silla, me subo y casi al tanteo mis manos se chocan con
las valijas que los acompañaron en sus viajes; una enorme y pesada araña de
bronce –¿sería la de mi abuela? – y en una simple bolsa descubro a Gina. Gina, mi
muñeca favorita.
Esa que mamá me trajo de Italia cuando yo tendría cinco o seis años,
no lo puedo precisar, solo me acuerdo el impacto que me produjo cuando me la
dio, contándome que era una réplica de la famosa y bonita actriz de cine Gina
Lollobrigida, la “Lollo”, como le decían en aquella época.
Esa que, tomándola de sus manitos, caminaba moviendo su cabecita de un
lado a otro. Esa, que al acostarla lloraba gracias a un ingenioso dispositivo
que tenía colocado en su espalda y hacía ya mucho tiempo había perdido. Esa, de
pelo corto y renegrido, de carita sonriente, de finos rasgos y dos inmensos
ojos azules.
Esa fue la única que conservé al abandonar la infancia y las ganas de
“jugar a la mamá”, para comenzar a ser una señorita. Fue la única que, desde
entonces, sobrevivió a las sucesivas mudanzas y mamá continuó guardando.
La Gina, con la que también jugaron mis chicos y mis sobrinas, cuando visitaban a sus abuelos. Pero que, cuando ellos también fueron creciendo y se interesaron por otros juegos, desapareció. No volví a saber de ella, preguntándome a veces, dónde habría ido a parar, ya que mamá decía no recordarlo. Sin embargo, evidentemente, se mantuvo fiel a la promesa que me hizo de no regalarla, ni tirarla.
Gina, ¡qué sorpresa este reencuentro!! Tanta alegría me provocó que, más tarde, comentando telefónicamente con mi hermano, lo hecho el fin de semana, le disparé emocionada: ¿Sabés qué encontré? Un pedacito de infancia… mi muñeca Gina”.
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