María Cristina
Piñol
La Pepona, mi
primera muñeca. De trapo, la cara pintada con ojos grandes, naricita que se
esbozaba con apenas dos puntitos, una gran sonrisa de labios rojos y dos
círculos rosados en las mejillas. Los rulos de su cabeza eran de lana y los
cubría una cofia a lunares. El vestido, un jumper colorido y las piernas largas
remataban en unos zapatitos negros también de paño. Ella dormía, comía e iba al
baño siempre conmigo.
Un día llegó papá
de viaje con una enorme caja envuelta con una cinta y un moño violeta. Dentro
estaba el sueño de toda nena de cuatro o cinco años, Marilú. Grande, hermosa,
rubia con rulos que caían sobre su frente y dos colitas atadas con una cinta
brillante. En la cabeza una capotita que se anudaba debajo de la pera y un
vestido vaporoso de piqué lila clarito, con flores violetas bordadas en la
pollera. Marilú caminaba a mi lado tomándola de la mano, se sentaba en una silla,
sostenía una tacita de té, cerraba y abría sus ojos marrones adornados con
largas pestañas. Sí, Marilú fue mi hermana, era a la única que podía compartir con
mi amiga María del Carmen, que venía todos los días a visitarme. Las tres
tomábamos té en la mesa chiquita, aquella que tenía en el centro una pintura de
“Caperucita” y la poníamos debajo de la higuera. Hablábamos mucho, nos
disfrazábamos de “mamás grandes”, con zapatos de tacos y polleras largas,
cortábamos higos, que comíamos cuando estaban maduros, y tomábamos jugo de
naranjas que nos hacía mi mamá. Extrañamente, cuando mi hermanito empezó a
caminar, María del Carmen no vino más.
Marilú tuvo un
accidente, se cortó las piernas y ya no podía caminar conmigo, se quedó sentada
en el silloncito hamaca de mimbre.
Entonces llegó
Rosita, mucho más pequeña que Marilú, no caminaba ni podía peinarla, pero podía
bañarla, ponerle colorete, cambiarle vestidos y me aseguraron que ella no iba a
romperse jamás. Su apellido era Pierangeli y tenía muchas hermanas en otras
casas con otras niñas. Al poco tiempo llegó la cama, la mesita de luz y el
roperito de Rosita lleno de hermosos vestiditos hechos por mamá.
La última muñeca
que tuve fue Laura, la hermana menor de Claudia. Era tan grande como Marilú,
quizás más alta, aunque no doblaba sus rodillas ni caminaba, pero tampoco se
rompería.
En medio de este
ir y venir de muñecas, mi hermano iba creciendo y de a poco el varoncito de la
casa iba también armando su mundo de juguetes. Primero, tuvo un gran oso marrón
de peluche con el que dormía todos los días. Luego, llegaron los autitos, las
pelotas, las ametralladoras, los cascos de soldados, las lanchitas pof-pof y
las ruidosas pistolas de luces. Los reyes le trajeron el autito a pedales, rojo
y grande.
De a poco, fui descubriendo
la maravilla de tener un hermano. Mis juegos con él se fueron diversificando.
Corríamos carreras en el larguísimo patio de mi casa, él en su auto y yo en mi
sulky a pedales tirado por el caballito marrón de pelo de verdad.
Llegaron los
partidos de fútbol, el aro de básquet, las pistas de carreras de autitos, las
figuritas redondas con caras de jugadores, que apoyábamos contra la pared y con
un punti debíamos pegarle para derribarlas; el trompo, que cuando giraba
prendía luces de colores y el metegol.
No puedo olvidarme
de la enorme caja de “Mis Ladrillos”. Tenía cientos de piezas pequeñas, todas
de goma, no era muy fácil encastrar unas con otras. Él, mi hermano, siempre fue
muy hábil con las manos, armaba casas hermosas, castillos y ranchos y yo me
contentaba solo con adornarlos de flores, arboles y animalitos de granja.
Después tuvo el Mecano, un sinfín de piezas de metal de diversos largos y
colores, y todas las herramientas necesarias, destornilladores, llaves, tenazas
pequeñas. Confieso que eso me superaba, no tenía paciencia ni habilidad.
Y los juegos de
mesa, muchos y variados, el Ludo, las Damas, el Estanciero, Rutas Argentinas,
Chin Chon, Truco, El Cerebro Mágico, La Batalla Naval, La Oca, Uno Solo, el
Dominó, Ajedrez y algunos más que seguro mi memoria no abarca. Jugábamos toda
la familia, por las noches después de cenar y de rigor los domingos de lluvia.
Otros tiempos,
otras infancias, otros juguetes, otros juegos y otras familias.
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