María Cristina
Piñol
Cuando éramos muy
chiquitos jugábamos siempre con hermanos, primos, amigos y a veces solos con
muñecas, pelotas o autitos. Ese era todo nuestro universo pequeño y divertido.
Antes de aprender a leer adivinábamos que existía un mundo más grande que ese
chiquito que nos rodeaba, por las historias que nuestros padres y abuelos nos
contaban, por los cuentos que nos leían o a través del cine, que cada tanto
frecuentábamos para ver alguna película hablada en español. Ese era el modo en
que podíamos intuir que existía otra realidad.
Cuando nos hicimos
un poquito más grandes, aprendimos a leer y recién entonces explotó la magia. Comenzaron
a llegar los libros de tapas duras color naranja, hojas gruesas, letras grandes
e imágenes coloridas de la colección Constancio Vigil: “El mono relojero”, “Juan
Pirincho”, “Los tres chanchitos”, “La hormiguita viajera” y tantos otros que nos
abrían el camino a la fantasía y el asombro.
Después vinieron los
cuentos y las novelas de la mano de la Colección Robin Hood o de la Colección
Billiken y con ellos emprendimos las más locas aventuras. Dimos “La vuelta al
mundo en 80 días” y nos sumergimos en un “Viaje al centro de la tierra” de la
mano de Julio Verne. Nos convertimos en piratas navegando mares embravecidos a
bordo de galeones enormes con “El Corsario negro” y con “Sandokan” de Emilio
Salgari. Como si todo eso fuera poco, conocimos islas remotas y paradisíacas
con la familia Robinson, fuimos capaces de adentrarnos en otra isla más salvaje
y solitaria en busca de un tesoro guiados por Stevenson y vivimos las aventuras
de Mowgli, aquel niño criado por lobos en “El libro de la selva”.
Y después de tanta
aventura, Louisa May Alcott irrumpió en mi vida como una brisa fresca, contando
historias de personajes reales que vivieron en un pasado no demasiado lejano. “Mujercitas”
se convirtió en mi libro de cabecera. Louisa, que escribía de un modo sencillo
y sin grandes estridencias, lograba que nosotros los lectores, habitásemos la
casa donde vivían la señora March y sus hijas, que palpáramos el ambiente
hostil que generó la Guerra de Secesión, que extrañáramos al señor March, el papá
de las niñas que luchaba en el frente, que nos asombráramos recorriendo la
mansión de sus vecinos muy ricos, y que odiásemos a la tía March y a su inmensa
casona, la única adinerada y también avara de la familia.
Amy, Beth, Meg y
Jo, las cuatro hermanas protagonistas de la novela, tenían características muy
diferentes y cada una representaba los distintos estereotipos de las chicas de
la época. Meg, la mayor, que había alcanzado a vivir los momentos de esplendor
de la familia antes de que su padre perdiese todo su dinero, era bella, fina,
elegante y solo aspiraba a casarse con un hombre rico. Beth, dulce, cariñosa, algo
frágil, de bajo perfil y amante de la música. Amy, la menor, muy egoísta,
pintora y tímida; y Josephine, “Jo”, la rebelde e irascible que rompía con todas
las normas de las señoritas de entonces y soñaba con ser escritora. La chica
sencilla, de tez morena y un hermoso cabello negro y largo que un día decide
cortarlo a lo varón para venderlo y poder comprar el remedio que necesitaba su
hermana.
Y, sí, Jo era mi
heroína. Sentía que me parecía mucho a ella, al menos en lo rebelde, irascible
y contestataria, si hasta en una ocasión, y no por imitarla, también me había
hecho cortar el cabello bien cortito tan solo para no personificar a la Virgen
en un acto escolar.
“Mujercitas”, “Señoritas”,
“Los Muchachos de Jo” y “Ocho primos” ocuparon un lugar privilegiado en mi
biblioteca de la infancia, y aún hoy cada tanto los mimo con una caricia y les
doy una mirada a algunas páginas que quedaron subrayadas desde hace mucho,
mucho tiempo.
“Corazón”, de
Edmundo De Amicis, fue una novela impactante para mis ocho o nueve años. Con un
lenguaje sencillo y emotivo, narraba el diario de un niño de más o menos mi edad
que vivía en el viejo mundo, en Turín, –ciudad
donde nació mi abuela– y en tiempos de
guerra. El entorno montañoso, los compañeros de la escuela, las ausencias, el
hambre, la historia, las burlas y los motes grotescos y hasta a veces ofensivos,
que entre ellos usaban, eran las cosas que vivían chicos de mi edad, niños como
nosotros. También estaban los cuentos que el maestro les entregaba mensualmente
para leer. Recuerdo solo tres de ellos: “El pequeño vigía lombardo”, “El
tamborcillo sardo” y “De los Apeninos a los Andes”. El primero quizás se me
grabó por lo cruento, el segundo porque termina bastante bien y “De los
Apeninos a los Andes”, porque su protagonista Marco, en busca de su mamá cruza
el océano solo, en un gran barco y llega hasta la Argentina. Pasa por Buenos
Aires, Rosario, Córdoba y Tucumán y en ese raid el autor describe cada una de
esas ciudades. Creo que en ese momento comencé a comprender que realmente éramos
parte del mundo.
Otra gran preferida
de mi biblioteca era una enciclopedia, “Lo Sé Todo”. Doce tomos de la Editorial
francesa Larousse, aunque su autor era italiano. Para mí, no eran solo libros
de consulta para alguna tarea escolar, ¡eran doce cajas de sorpresas! Los leía
como un libro cualquiera, no importaba el número del tomo ni la hoja donde al
azar lo abría, siempre encontraba un motivo para seguir leyendo. Esta
enciclopedia abarcaba todos los temas, historia de la humanidad, religiones,
física, química, botánica, zoología, geografía, descubrimientos, literatura,
arte, arquitectura, mitología y más mucho más. Cada uno de los relatos se
acompañaba con ilustraciones y se ubicaban en tiempo y lugar.
Lejos estaba de
imaginar a mis once o doce años cuando devoraba aquellas enciclopedias, que
algún día podría caminar y tocar esos templos griegos con sus columnas de
capiteles dóricos, jónicos y corintios, maravillarme ante los arcos coloridos
de la arquitectura islámica, quedarme tiesa ante el David y embelesada ante el
Moisés, admirar con nudo en la garganta a La Piedad o secarme una lágrima
frente a La Ultima Cena. Todo esto y mucho más lo había visto y leído en esos
libros y los grabé desde niña en mi memoria y también en mi alma.
No tengo dudas de que
los libros que leímos, sobre todo siendo niños, continúan siempre vivos en
nosotros. A veces, solo se adormecen esperando esa chispa que los despierta para
recordarnos que fueron ellos los primeros que nos mostraron lo que vemos, los
que nos encendieron la curiosidad y también la capacidad de emocionarnos.
Excelente relato Cris. Una de las razones de este escribiente tiene por las letras, es porque tuve adicción a los libros. Y en tu bibliotecas aunque algunos esten callados siguen siendo gran compañía. Abrazos. Daniel Jobbel
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