Liliana Lijovitzky
Siendo adolescente,
junto a mis hermanas mayores que ya pisaban la juventud, escuchábamos, arrimando
nuestros oídos al tapizado beige, que cubría los parlantes de la radio, una
novela de Hilda Bernard y Fernando Ciro.
La radio era de
madera oscura y en su interior había un tocadiscos, con el que formaban en conjunto
dos muebles, que guardaban compendios ordenados por números romanos con una gran
colección de long plays.
Tenía 12 años y no
olvido los suspiros de las dos cuando Fernando Ciro decía “mía”. Se tiraban al
piso, ponían las manos sobre sus corazones, sacudían sus melenas y yo, con mi
inocencia, las copiaba.
Para mí solo era
una voz y no entendía qué las inducía a actitudes disparatadas rozando el desatino.
Pasaron los años y
comprendí que esa palabra dicha con tanta pasión y sensualidad, probablemente, movilizaría
la sexualidad de ambas.
Ahora, escucho a un
conductor de televisión pronunciando en una publicidad un solo vocablo de tal
forma que despierta aún a mi edad, emociones conmovedoras.
Cierro los ojos y
recordando aquella escena frente a la antigua emisora, descubro el valor de la
palabra.
Dicha con la tonalidad exacta, la dicción perfecta y en el momento adecuado, puede sorprendernos con exaltaciones inesperadas, arrancándonos una sonrisa, derramando una lágrima y, ¿por qué no?, despertando nuestros más íntimos deseos.
El valor inmenso de la radio me induce a concluir con una frase “no hay que ver para sentir, con escuchar, es suficiente”.
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