Raquel
Arroyo
“La
radio deja hacer y acompaña”, rezaban las letras blancas sobre el fondo rojo de
la caja de fósforos Tres Patitos, que estaba sobre la mesada de granito de la
cocina. Con la dificultad propia de aquella niña que empezaba a leer, deletreé
cada palabra. Pero no alcanzaba a entender.
—¿Mami, que quiere
decir eso?- pregunté, subida al banquito que me permitía alcanzar la mesada y
ayudar a pasar cada trozo de masa por la espátula ranurada y convertirla en
ñoquis.
—Que
podés escuchar la radio y a la vez seguir haciendo tus tareas, como nosotras
ahora- me contestó mi madre, a la vez que hacía un cilindro de masa perfecto.
Me
quedé pensando, mientras seguíamos llenando la mesada de la rica pasta. Y la
radio acompañaba de fondo. En su lugar privilegiado: una repisa que había hecho
el carpintero del barrio, exclusivamente para poner el aparato.
Era
una “radio capilla” de madera lustrosa. Estaba bastante alta, aunque mis padres
llegaban con facilidad, a mí no me era posible alcanzarla. Seguramente esa
había sido la idea... que yo no la alcanzara. Entre las noticias y las voces de
los locutores se escuchaba música, que mi madre y yo tarareábamos alegremente
mientras seguíamos con los ñoquis. “Es verdad –pensé– deja hacer y acompaña”.
Hasta
la llegada del televisor, la radio fue el artefacto más importante de la casa.
Nos acompañaba todo el día con la música y las noticias. Y por las noches, con
los radioteatros. El advenimiento de la TV cambió la rutina de las noches,
pasamos de las radionovelas a las telenovelas.
Si
bien me gustaba ver televisión, la radio ejercía sobre mí un hechizo
inexplicable, que me sigue acompañando. Pero en aquellos tiempos yo necesitaba
saber cómo llegaban las voces hasta ahí. Mis padres me explicaban dentro de lo
que podían, porque creo que ellos tampoco entendían mucho el sistema. Hablé
muchas veces de los hombrecitos de adentro de la radio. Creo que esa era la
razón por la cual la radio capilla estaba bien alta.
Mi
primo, bastante mayor que yo y con afición a los inventos, estaba armando una
radio de galena. Cada vez que íbamos a su casa, yo quedaba hipnotizada mirando
su trabajo. Y lejos de despejar mis dudas, las aumentó. Si no entendía la radio
de madera lustrosa, mucho menos iba a comprender ese pedazo de madera, con cables
de cobre y otras cosas raras. Aunque mi primo se esforzaba en explicarme yo
estaba segura de que de ahí jamás iba a salir un sonido. “Por la antena llegan
las ondas de radio, que viajan a un transformador. También lleva un
condensador, que ya lo tengo, pero me falta conseguir un diodo y el sulfuro de noséquecosa”
decía.
Demasiado
para mí. Pero llegó el día en el que mi primo consiguió todo y la radio comenzó
a emitir sonidos.
Eran
muy bajos, pero podíamos escuchar con unos auriculares que él había armado, con
partes de un teléfono. La radio ni siquiera se enchufaba. ¡Qué difícil era
entender el funcionamiento! Claro que no se escuchaba tan lindo como la que
había en casa, pero escuchar voces que salían de ese engendro de madera, cobre
y sulfuro de noséquecosa, era por demás de fascinante.
A
medida que yo iba creciendo, la radio iba sufriendo su metamorfosis. Así
pasamos a la radio a transistores, que estaba sobre la mesada, porque yo había
crecido lo suficiente como para no desarmarla en busca de los hombrecitos.
Ya
había en casa más de una radio. La de la cocina era una Noblex Carina y mi papá
tenía una Spica en su mesita de luz. Para un cumpleaños me regalaron una muy
chiquita que podía pegar a mi oreja por las noches para no molestar a mi
hermana, que dormía en la cama de al lado. De todas maneras, la más importante
seguía siendo la que estaba en la cocina, esa era la que nos reunía para
escuchar los partidos del Charrúa los sábados a la tarde y los de
primera división los domingos; y a la que acudíamos cuando algún acontecimiento
importante pasaba en el país, algunas veces tratando de sintonizar Radio
Colonia, cuando las emisoras de acá eran censuradas.
Con
la radio debajo de la almohada seguí paso a paso la caída del avión de los rugbiers
uruguayos en Los Andes, lloré cuando escuché que habían abandonado la búsqueda
y recibí el mejor regalo de mi cumpleaños de quince aquel día en que la radio
me contó que habían encontrado a dieciséis sobrevivientes.
Después
tuve una Siete Mares, esa radio te daba como un estatus especial. Decirle a
alguien: “Yo tengo una Siete Mares”, con un dejo de arrogancia, era colocarte
en un nivel privilegiado. Y ya después, por los 80 y con la llegada de la frecuencia
modulada, se impusieron los radiograbadores, que te permitían grabar un casete
con la música que pasaban en la radio, siempre y cuando el locutor no “pisara”
el tema. Le comprabas cuatro pilas grandes al Sony y te ibas con la música a
todos lados, y podías armar una fiesta donde fuera. Hasta que las pilas
aguantaran...
Durante
la guerra de Malvinas pasé noches enteras sintonizando onda corta para ver si
lograba saber algo más de lo que informaban los medios oficiales. Desplazaba
muy despacito el botón del dial, hasta que, entre los sonidos agudos, surgía la
voz de un radioaficionado. El momento de sintonizarlos era tan emocionante,
aunque la recepción fuera tan efímera.
Desde
aquella radio de galena hasta las radios online de hoy, pasó toda mi
vida. Fue y es mi compañía. Como dijo alguien, no me acuerdo quien: “la radio
es el único electrodoméstico con corazón”.
La
radio es compañía en la soledad. La radio tiene magia. La radio me hizo
imaginar que Betty Elizalde era una mujer perfecta. Me acompañaba en aquellas
noches de niños afiebrados y cambios de pañales con Angelita Moreno y sus
“habitantes del silencio”. Me sigue acompañando en mis noches de insomnio con
Dolina y su “venganza que será terrible”.
La
radio fue Guerrero Marthineitz y sus largos silencios y Nacho Suriani leyéndome
los diarios. Fue Evaristo Monti, aquel al que nadie escuchaba, pero todos
sabían lo que había dicho. Fue “El expreso de Poli” y la música de los 70. Fue
“La mañana entera” de Quique Pesoa y “La vereda de enfrente” del Bigote Acosta.
La
radio es el relator que te grita un gol como si fuera el último y es el oyente
que cuenta sus penas en la madrugada.
La
radio es Orson Welles sembrando el caos con “La Guerra de los Mundos”. Es
Sacristán en “Solos a la Madrugada”. Es “El tipo de la radio” del uruguayo
Tabaré Cardozo.
“Me
sentaría solo y miraría tu luz. Mi único amigo durante mis noches de
adolescencia”. Así le cantaba Fredy Mercury a la radio en su tema “Radio Gaga”.
La
historia de mi relación con la radio va desde conseguir el cristal
semiconductor de sulfuro de plomo hasta hacer un clic en “Radio Garden” para escuchar
cualquier emisora de cualquier lugar del mundo. Así de variada y compleja ha
sido nuestra sociedad.
La
radio es “La Oral Deportiva”, y “La Bolilla que faltaba”, y “La Mamadera”, de
Julio Vacaflor. La radio son los mundiales, los goles de Messi y Maradona. La
radio son mis visitas a un estudio cada vez que tenía la oportunidad y también
es mi intento malogrado de ser locutora.
La
radio fue y será mi amiga. Aquella que acompaña y no traiciona. La que nunca va
a ser desechada a pesar de los avances tecnológicos. La que jamás perderá su
magia. La que deja hacer y acompaña.
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