Por Susana O.
Pelo blanco, enrulado. Cejas muy negras, finas, largas casi
hasta las sienes. Unos ojos grises, serenos, tiernos, sonrientes. Tímida,
parecía que pedías permiso para hablar. No recuerdo haberte visto enojada.
Manos siempre alargadas a la caricia, tus manos amarillas, madre.
Mi madre. Partiste en diciembre de 1996 con la misma paz que
siempre se respiraba a tu lado, después de una neumonía ocurrida en junio de la
que no te recuperaste nunca.
Mi madre. Vestida de fiesta un día de otoño del 56 con un
sombrerito, que era un casco negro en la mitad de la cabeza con un tul bordado
con lentejuelas, que semejaban un moño a un costado, y con un vestido verde con
escote cuadrado con dos prendedores en cada ángulo. Ibas a la fiesta de
casamiento de tu hermana más joven, donde yo no estaba invitada: era solo para
los mayores. Estabas hermosa.
Mi madre. Con tu delantal cocinando durante horas para toda
la familia. Una eterna aguja con un hilo largo prendida en el delantal.
Mi madre. En el mercado de San Luis y San Martín recorriendo
los puestos interminables y sin que te molestara ese olor a mercado, buscando
la mejor gallina, que hacías matar allí mismo, después de elegirla viva en una
especie de tatetí, creía yo: “Esa no,
mamá, está dormidita”. Después la misma promesa: “Ahora, te llevo donde están
los caracoles y pedimos uno”. Me encantaba verlos escapándose de un cajón de
madera. Luego, las verduras, ibas a amasar ravioles para el domingo: pimientos,
tomates, ajo, cebolla para la salsa. Faltaba el seso para preparar el relleno,
así que a recorrer puestos de carnicerías en el mismo mercado. Todo se hacía el
sábado. Ahí estaba yo para pasar “la ruleta” sobre la masa ya cuadriculada y
rellena. Yo, a tu lado, admirando tus manos hábiles, tus manos amarillas, madre.
Mi madre. Zurciendo interminables medias de algodón con un
huevo adentro que yo ponía en cada media antes de que comenzaras tu labor.
Mi madre. Tejiendo al crochet interminables carpetitas para
poner debajo de los adornos del aparador. Tejiendo para tus hijos más jóvenes,
después para tus nietos.
Mi madre planchando interminables camisas.
Mi madre. Escuchando radioteatros (Norberto Blesio y
Federico Fábregas en…) toda la familia alrededor de una radio inmensa, de
madera lustrada y comiendo masitas que habías hecho para ese momento. Y algunos
años más adelante las telenovelas “El amor tiene cara de mujer”, “Rolando
Rivas, taxista”, “Piel naranja”.
Mi madre. Llegaba tu hijo más chico. Te vi sufrir y odié y
amé a ese niño.
—Poné en el bolso todo lo que está en el primer cajón de la
cómoda. Así, dobladito como está
—¿Y en la caja, mamá?
—Lo que está envuelto en papel celofán: es la primera
ropita.
—¿Así, mamá? Yo te ayudo ¿“Por qué no te acostás, mamá?
—Estoy mejor de pie y caminando. No te aflijas, estoy bien.
—Papá, llevala al sanatorio… le duele mucho. Se queja. ¿No
la ves? Se abraza a una almohada.
—No. Tiene que ser así. Cuando me diga, vamos. Está a media
cuadra el sanatorio. Andá a acostarte. Es muy tarde ya. Yo te llamo cuando nos
vayamos a internar.
Ecos, voces del pasado. Todavía las oigo, todavía me duele
tu dolor, madre, y han pasado sesenta años de este recuerdo. No me dolió tanto
cuando mis propios dolores. El “Sanatorio San Martín”, Dorrego y Santa Fe.
Recién pude ir cuando ya había nacido. Fue otro varón. No me avisaron, yo
dormía con mis otros hermanos. Y ahí estabas, mamá, acunando un paquetito en
tus brazos. Sonriente, con tu sonrisa de pasto fresco, hermosa. Tu mano
alargada para la caricia secando mis lágrimas que yo no podía contener. Papá no
me había avisado. Y yo me había dormido. Mientras vos…
Mi madre. Cantando canciones de cuna.
Mi madre amamantando.
Mi madre con tu blusa blanca con un moño anudado bajo la
barbilla…
Madre. Guardo una
tarjetita que acompañaba tu regalo: “Siempre te gustó esta blusa, para vos con
todo mi amor”.
Mi madre. Tocando el piano. Tocando “Desde el alma”, porque
le gustaba a papá, “Fascinación”. Algún vals de Chopin. añada de nostalgias.
Con tus manos amarillas, madre.
Mi madre amasando hojaldre para hacer empanadas de carne
dulce. Horas de amasado, yo no podía ayudarla porque se ponía muy dura la masa
por la manteca que se enfriaba en la heladera. Pero te ayudaba a hacer el
repulgue, cuando ya estaban todos los círculos cortados sobre la mesa de la
cocina y vos ibas poniendo el relleno oloroso…
Mi madre. Presidiendo una mesa larga junto con papá. Mesa
llena de gente joven, bochinchera, boca sucia, gritona, alegre, feliz. Tu
familia, madre. Tus hijos, sus novias, mi novio. Nuestros jóvenes amigos.
Madre. Eras mi rival en el amor a papá. Me moría de celos
cuando los dos hablaban en voz baja, cuando él te acariciaba o abrazaba. Y,
allí, estaba yo pidiendo “¿y a mí?”, tratando de sentarme al lado de él en la
mesa, en los viajes en tren a San Nicolás, tratando de que me escuchara solo a
mí, esperándolo, bebiéndome su perfume, el olor de papá.
Mi madre. Ayudando con la tarea de la escuela a tus hijos
varones… Yo tenía que aprender a tocar el piano, a dibujar, danzas clásicas y
españolas. “¿Por qué los varones no?” “¿Por qué yo?” “Siempre a mí”. “Todo lo
tengo que hacer yo”. “Lo más aburrido para mí”. “Ellos, solamente inglés. No es
justo”.
Mi madre. Tus últimos años mojonados de recuerdos
infantiles, de las siestas calientes con tus hermanas, nostalgias de higos
maduros que sacaban trepadas al árbol que estaba en el patio del fondo. De
anécdotas que repetías incansablemente. Una y otra vez. Una vez más.
Mi madre, solos en la casona papá y vos, solos los dos
amándose, con sereno, silencioso amor.
Madre. Encontré hace muy poco tiempo, cuando abrí viejos
libros que vos leías y que estaban amontonados en el arcón, tus comentarios
sobre las lecturas y me guardo éste: “Adso nunca supo el nombre de la rosa, la
joven con la que había conocido el amor”.
Madre.
Yo aprendí a conocer el amor junto a tu amor.
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