martes, 25 de noviembre de 2014

Simple historia de un locoamor

Por Susana O.

El patio de mi abuela Isabel era igual a tantos otros de su época. Tenía baldosas rojas desteñidas por las lluvias y el verdín de las lavadas y macetones por todos lados llenos de begonias, helecho culantrillo, aljabas, hortensias, charoles, cascadas, con el perfume de los jazmines estampado por todos los rincones… acompañado por el olor a las uvas maduras…y tenía, por supuesto, ¡por supuesto!, geranios.
Nada era especial en ese patio salvo una pasión todaloca, que surgió entre los geranios.
Estaban en macetas distintas y aunque muy cerca, los separaba la lluvia verde y fresca del helecho culantrillo que cosquilleaba con el viento a cuatro costados. Resultaba difícil distinguir a la tiernamante del fogosogalán. Las plantas  no tienen esas sutiles diferencias de los sexos, pero la abuela decía que el geranio rosa pálido y delicado era la Tiernamante y él, de un rojo granate oscuro aterciopelado, el Fogosogalán.
A fuerza de verse, de tocarse y de estar tan próximos, de vivir cuasi juntos, empezaron a mandarse ramas que provocaban al otro y a extender sus flores por detrás del  puntilleo del culantrillo.
Tiernamante solo vivía para llenarse del rojo fascinador de rodeo de toros y arena caliente de Fogosogalán y lo miraba esperando mucho más que la presunción de un tibioamor. Su esperanza soñaba que sus ramas crecieran y se alzaran hasta el macetón amado. Y estiraba y alargaba sus capullos cargados de polen de enamoramiento consciente de su propio salvaje aroma. Aroma de malvón, de tierra fresca, de domesticidad.
Y se iban tras el rojo sangre de toros y castañeteo de castañuelas y se partía su corazón de savia verde por los devaneos de Fogosogalán, que se mecía al viento de lisonjeros aires y sueños de gloria.
Más de una vez comprendió Fogosogalán las intenciones de las ramas rosadas que se tendían hacia él en una caricia  vegetal. Él no las desdeñaba en absoluto. Por el contrario. Pero pensaba que había tiempo, que el tiempo era eterno en el barro tibio que lo sustentaba.  Y más aún. Soñaba. Soñaba que alguna vez lograría escaparse de la tinaja, desprender a Tiernamante y llevarla con él hacia otras dimensiones. Mientras tanto, sentía llenarse de orgullo su sistema de capilares cuando abuela Isabel se acercaba para arrancar una umbela y prenderla sobre su pecho generoso, adornando con su sangre de rodeo el traje oscuro de la sociedad.
Y soñaba. Soñaba que tras sus sueños, alguna vez sus ramas maravillosamente liberadas del barro tibio de la tinaja, se llegarían a enlazar a Tiernamante y florecer en exquisitos ramos rosa-rojos de tupidas hojas redondas aterciopeladas. Pero había tiempo. Había tiempo.
Y el tiempo pasaba en sueños comunes no compartidos, en raíces iguales germinando en macetas distintas, en silencios verdes de noches estrelladas y de botones rosas caídos uno por uno, pacientemente, en la tierra negra de su maceta, rosa no fecundado por la altivez de la sangre roja de rodeo.
Y la esperanza se alargó hasta el momento en que la rama rosa de Tiernamante fue un tronco desgarbado con una pobrehoja sin forma y sin terciopelo y el rojo granate sangre de toros un cordón cabizbajo y serpenteante en la maceta.
Entonces, vino la mano de la abuela y los arrancó a los dos, entre sorprendida y molesta ante el desastre ¿Se habría terminado el idilio así, de esta manera tan prosaica? Y, entonces,  los cuajó despiadada en pequeños brotes. Los llevó a otras tierras en otras macetas quién sabe por dónde y a brotar quién sabe cuándo.
Y el sueño de amor no compartido terminó reseco y olvidado en la indiferencia del tiempo: sueño de iguales raíces y distintos destinos: silencios de plantas y orgullo de flores condenadas al olvido y a la soledad de macetas separadas.
Cuando pregunté a la abuela qué había pasado con ese loco amor, me respondió: “Brevetiempo truncó el locoamor de los que amando mucho se perdieron en el tiempoeterno de la vanasperanza”

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