martes, 25 de noviembre de 2014

La cuadra de mi infancia

Por José Mario Lombardo

Los personajes y los hechos narrados son verdaderos. Las situaciones se relatan sin el permiso de sus protagonistas. Estoy convencido que ninguno pondría objeciones para que las mismas trasciendan.
La calle Alvear corre de Este a Oeste, paralela a las vías del Ferrocarril Sarmiento; por eso, tiene una vereda sola. En la esquina Este, antes de cruzar, vivían los Piacentini; el padre, Armando, era guarda hilos del ferrocarril; la madre, Blanca, maestra de maestras; y los hijos, Mario y Susana. Cruzando hacia el oeste, Caíto Olano tenía en el patio un brioso caballo que ensillaba a diario para ir hasta el campo. Después, venía la herrería de mi tío Miguel; quien vivía allí con su mujer, La Negra y sus hijos Ester, Gueley, Lili, Martín, Susi y Pablo. Al lado, los Mateu, don Enrique y señora con sus hijos Marta y Enrique. Continuaba Don Floriano Mendoza como dueño de casa y obrero del Molino, su mujer y sus hijos: Ñata, Pocho, Felipe, Idelba y el Coco. Siguiendo hacia el Oeste, don Nicanor Sienra, que era experto soldador en el taller de los Pico, su señora, El Laly, La Norma y el Fernando que le decíamos “El Negro”. Su vecino era el electricista del barrio, Vicente Pereyra, su señora y su hijo Rodolfo; y, después, veníamos nosotros: Pepe, empleado de farmacia; Angelita profesora de corte y confección; Bocha y Cacho. A nuestro lado, los Galo tenían un mercado de frutas y la familia estaba formada por don Antonio, doña Pepa, el José, el Pily y la Antonia; y para terminar la cuadra estaba don Raúl Molinari, que además de almacén y metegoles, tenía una calesita, una estanciera IKA que hacía de taxi; su señora, que para nosotros era “Doña Susana”, y sus hijos Mariela y el Tedy.
Y en verdad sería una picardía perder, ante semejante elenco, la posibilidad de otorgar algunas señales de vida del vecindario que aquí evoco. Mi buena memoria tiene grabadas ciertas escenas que acaso logren transformar esa mera lista de nombres en queridos recuerdos que regresen por la cuadra de mi infancia, como cuando nos sentamos en rueda de amigos y, mates mediante, volvemos por viejas historias acaecidas allá lejos en el tiempo; y sus actores, se cruzan, se chocan, se agrupan, se unen o se separan tejiendo una trama muy sutil, una urdimbre vital e ineludible que se genera por el simple hecho de vivir y convivir.
Cuando estaba por segundo o tercer grado, mis faltas de ortografía me llevaron a pasar mis vacaciones veraniegas en la casa de Blanca, la maestra. Fue arduo y muy riguroso su trabajo tratando de remediar mis carencias, hasta que por fin, llegando abril, al dar por terminado aquel apoyo escolar, yo quise retribuir mi agradecimiento hacia Blanca obsequiándole un dibujo donde aparecía un paisaje muy pampeano. Me había quedado muy lindo el paisaje. Todo hubiese sido exitoso si no hubiera insistido en ponerle título a mi obra. Le puse: “El horizonte, el rancho y el ombú “. Claro, pero ocurrió que la “H” que puse, en cualquier lado la puse, pues en realidad, en hermosas letras góticas mi dibujo exhibía orgullosamente su título, con la bendita “H” que se había fugado del “Horizonte” y había ido a guarecerse en el mismísimo “Ombú”.
Cuando había que enllantar, mi tío lo llamaba al Coco para que colaborase. La llanta, en los carros con rueda de madera, es ese aro de hierro que cubre la rueda, la protege y logra que la misma no se desarme. Para enllantar una rueda se ponía la misma en una especie de mesa circular con un eje central que sujetaba la rueda por su buje. La llanta era calentada en el suelo por medio de pequeñas fogatas distribuidas a su alrededor, de manera que ese aro metálico se dilatara. Entre tres o cuatro personas se levantaba la llanta con unas tenazas, se la colocaba en la rueda y luego se la enfriaba rápidamente con agua. La llanta, al contraerse, se ajustaba firmemente al aro de madera. Esa era una de las tantas tareas que se realizaban en aquel taller. Un día, en la herrería saltó el manómetro de la soldadora. Se formó una gran nube de polvo que impedía ver lo que ocurría en el interior del galpón. Ante semejante polvareda, se había congregado allí todo el barrio. Por suerte, en ese momento pasaba Don Nicanor Sienra que, experto soldador como era, se tiró cuerpo a tierra para llegar hasta la soldadora y solucionar rápidamente el inconveniente. Mientras realizaba su trabajo, Don Nicanor perdió uno de sus borceguíes que quedó junto al portón de la herrería. Alguien lo vio y ni corto ni perezoso lo tiró a la vereda de enfrente, que en realidad eran las vías del ferrocarril. Don Nicanor, todo negro por la tierra, no entendió nunca como su zapato se había volado hasta el otro lado de la calle.
Fernando, el menor de los Sienra, todas las tardes acostumbraba visitarnos. Con sus escasos cinco años aparecía en su bicicleta amarilla de piñón fijo que manejaba como nadie y pasaba sus buenos ratos en mi casa. A mi padre le gustaba hacerlo recitar y Fernando, subido a un cajón de manzanas que siempre teníamos en el patio, nos decía con su media lengua los versos de “El desafío”: “Le corro con mi manchao al alazán de Cirilo…” hasta que en el final, en un alarde de histrionismo exclamaba alzando los brazos: “Y el juez gritó sentencioso… ¡Puesta nomás caballeros!...”, para después alejarse muy ufano montado en su bicicleta intentando imitar la carrera cuadrera que terminaba de relatar.
Don Antonio Galo, además de su mercadito de frutas, comenzó en una época a comercializar quesos. Principalmente quesos duros. De rallar. Para ello, almacenaba en una salita vecina a su negocio una gran cantidad de hormas. Coco Mendoza fue su ayudante. En medio de un olor a queso realmente notable, el Coco limpiaba prolijamente las cáscaras para luego proceder a pintarlos y embalarlos. No era muy agradable la tarea del aquel fiel ayudante, pues el olor de los quesos se le impregnaba en la ropa, en el cuerpo y hasta en los cabellos. En esos tiempos uno siempre sabía cuando el Coco se acercaba.
Don Raúl Molinari con doña Susana atendían el almacén de la esquina. Como complemento, don Raúl instaló en el salón un par de mesas de metegol. Inmediatamente su idea se encaminó hacia el éxito. Ese lugar se convirtió en nuestro principal punto de reunión. Todas las tardes librábamos ardorosos torneos de ese juego tan afín a nuestro fútbol. En esos partidos no cabía el empate pues se jugaba con siete pelotitas. Quedaba la pareja ganadora y la perdedora era remplazada por los que seguían en la cola. Mientras se esperaba el turno para jugar, se podían leer los libritos de bolsillo de la colección “Rastros” o las novelas de “Corín Tellado”, que siempre estaban a nuestra disposición en una improvisada biblioteca. Don Raúl, también tenía las instalaciones de un pequeño parque de diversiones. En el invierno, cuando no salía de gira, armaba la calesita en el patio. Como no le conectaba el motor, a la calesita había que movilizarla a mano, quedaba así a nuestra entera disposición, de manera que la hacíamos girar a una velocidad digamos que un poco vertiginosa. Quienes se aventuraban a subir a esa especie de ventilador horizontal debían aferrarse al elemento que tuviesen a mano: avión, auto, cebra, caballo, cisne, etcétera, para evitar salir despedidos de aquella amenazante plataforma giratoria.
Ahora, muchos años después, faltan varios habitantes de entonces, se han agregado algunas viviendas, han desaparecido otras y el paisaje algo ha cambiado. Pero la historia continúa. Con otras formas y otros modos, los lazos que urden la trama de las cosas nuestras, insisten en la constante tarea de trazar el camino de la vida.
Miguel ya no está, pero el galpón de la herrería encierra aún todas sus herramientas de trabajo y en la casa continúa viviendo su mujer con el menor de los hijos. Mario, el hijo de Blanca, la maestra, organizó una radio FM y un diario que aún funcionan. En ese diario yo pude colaborar con algunos artículos. Allí, también pude leer buenos relatos de viajes de mi primo Gueley. Un día, pasó por la redacción del diario Pocho Mendoza y dijo que él también quería escribir y, dejando muestras de una buena memoria y un gran conocimiento de la gente del pueblo, contó de la vida de los comercios, sus empleados, los patrones. Y por si algo hiciera falta para terminar de unir lazos desde el pasado, Fernando, el Negro, el de la bicicleta amarilla, hoy sigue día a día colaborando con su histrionismo de siempre, en los programas de la tarde, en la FM del Mario.

4 comentarios:

  1. Cuántos recuerdos... el barrio. Los vecinos eran entonces nuestra familia grande, apreciados y queridos. Siempre dispuestos a dar una mano. Vos lo decís con la actitud de Don Nicanor... También el bromista...
    Ah, ¿leían Corín Tellado? Qué bueno. Yo los devoraba.
    Hasta el próximo año.
    Susana Olivera

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  2. Relatas una postal de un lugar que aunque ha cambiado no deja de ser emblemático.
    Un abrazo.

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  3. vamos la madreselva...cacho 2015

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