Susana
Olivera
Se casó mi sobrina más
joven. El almuerzo se extendió hasta casi las seis de la tarde y antes de que
cada uno volviera a sus obligaciones, nos reunimos todos los hermanos y sus
esposas en mi casa. No estábamos todos; faltaban los jóvenes que no se nos
unieron, nuestros padres y mi marido que partieron tiempo atrás.
Fue un momento muy
feliz.
Cada uno habló de sus hijos, de sus nietos, de su trabajo y
los dos mayores, entre los que me incluyo, por supuesto de la jubilación.
Recordamos cosas de
nuestra niñez, de cuando éramos estudiantes, de los amigos, de cuando estábamos
de novio y enamorados, de los casamientos, de la llegada de los hijos, de
nuestros padres… Cuánta nostalgia en esos recuerdos. Cuántos “¿te acordás?”
Pero al borde de la nostalgia, y justo cuando se nos estaba
por hacer metástasis de nostalgia que duele en todo el cuerpo, aparecieron las
anécdotas de cuando jugábamos todos en la plaza.
La plaza San Martín. Era como si fuera el patio o el jardín
de nuestra casa.
Y allí nos reuníamos una pandilla bastante numerosa de chicas
y chicos de edades diversas; algunos preadolescentes –como yo– otros un poco
más jóvenes. Y llevábamos también a mi hermano menor en el cochecito. Además, éramos
de condiciones sociales muy diversas: apellidos muy rimbombantes que vivían en
casas muy bellas, hijos de empleados como nosotros, los hijos de los porteros
de los edificios. Teníamos la inocencia propia de nuestros pocos años… solo nos
interesaba el juego juntos, compartido.
No había peligro allí.
Llevábamos nuestras bicicletas, los patines a rueditas con correas que se
salían siempre, una especie de triciclo pero que se manejaba con los brazos
como si remáramos y carritos de madera que fabricaban los varones y se
arrastraban con sogas detrás de las bicicletas o bien a mano, corriendo. Había
un “vehículo” que envidiábamos: un sulky con un hermoso caballito delante.
También los zancos, fabricados por los varones. Infinidad de juegos: trompos,
bolitas (el hoyito y quema), figuritas (la tapadita), rayuela, carreras,
escondida, popa, rango.
Recordamos los personajes que eran habitués de la plaza y que
una de nuestras obligaciones era molestarlos. Uno, el guardián de la plaza, al
que llamábamos “Cuero de vaca” o “Tobiano”, porque tenía toda la piel manchada;
el vendedor de huevos –el güevero–, un
turco a quien se le acercaba la bandada de chicos ante su terror y le
arrebatábamos los huevos que llevaba en una bandeja. Gritaba desesperado,
invariablemente: “Nu tuca los bebos, los bebos
se caen, los bebos se rompen, la mama los paga, la mama los reta, la mama les
pega”.
Toda esta cantinela nos hacía llorar de la risa y seguíamos
con nuestra broma hasta que el hombre cruzaba la calle. Eso lo teníamos
prohibido.
También estaba el vendedor de diarios, un eterno borracho al
que llamábamos “Jabalí”. Se indignaba cuando lo llamábamos así y repartía
coscorrones a diestra y siniestra. El juego consistía en no dejarse golpear y
arrimarse a él lo más posible.
Pero… pero lo mejor de todo era la banda de música…
La banda de música iba a la plaza a la noche una vez por
semana. Ese día era de fiesta. Desde temprano nos agenciábamos el permiso para
ir después de cenar lo que no era fácil en nuestro caso; además robábamos
limones a nuestras madres. Por otro lado, había que juntar cascarudos. Lo
hacíamos todos, incluso desde días antes.
Partíamos los limones por la mitad y los comíamos –o hacíamos
que los comíamos– frente a los instrumentos de viento. Se les llenaban de
saliva y tenían que desagotarlos a cada rato.
Los cascarudos tenían doble función: por un lado, los
tirábamos disimuladamente dentro de los cornos y trompetas que, lógicamente se
tapaban. Pero lo más gracioso era tirarlos sobre los timbales. Cuando los
golpeaban con los palillos salían rebotando tan alto como fuerte fuera el golpe.
La “fiesta” se terminaba cuando llegaba “Cuero de vaca” y
había que salir disparando.
Pienso qué fácil era a veces ser feliz cuando niños. Qué
simples eran nuestros juegos, qué necesidad de aire libre, de estar junto a
otros chicos, de correr, trepar, moverse.
¿Cuándo se terminó para mí? Una noche que jugábamos a
treparnos al Monumento del general San Martín (ahora está cercado) y correr por
los bordes, me vio mi tía Juanita. Fue escandalizada a contarles a mis padres
que yo –una señorita– jugaba como si fuera un varón y con los varones.
No
valieron ruegos, llantos, enojos. Se acabó para mí la infancia.
Susana,hermoso y enternecedor como siempre tu relato. Felicitaciones! Ana María.
ResponderEliminarSusana: No te imaginaba tan traviesa. Qué relato tan detallado... NORA
ResponderEliminarMiren a la señorita, viviendo la sutil aventura de crecer.
ResponderEliminarHermoso recuerdo Susana.
Un abrazo.
Hermosos recuerdos de travesuras sin maldad, muy divertidos...Gracias por compartirlos.
ResponderEliminarHola amigos...
ResponderEliminarGracias por leer mi historia. Besos
Susana Olivera