martes, 31 de mayo de 2016

La plaza

Susana Olivera

 Se casó mi sobrina más joven. El almuerzo se extendió hasta casi las seis de la tarde y antes de que cada uno volviera a sus obligaciones, nos reunimos todos los hermanos y sus esposas en mi casa. No estábamos todos; faltaban los jóvenes que no se nos unieron, nuestros padres y mi marido que partieron tiempo atrás.
 Fue un momento muy feliz.
Cada uno habló de sus hijos, de sus nietos, de su trabajo y los dos mayores, entre los que me incluyo, por supuesto de la jubilación.
 Recordamos cosas de nuestra niñez, de cuando éramos estudiantes, de los amigos, de cuando estábamos de novio y enamorados, de los casamientos, de la llegada de los hijos, de nuestros padres… Cuánta nostalgia en esos recuerdos. Cuántos “¿te acordás?”
Pero al borde de la nostalgia, y justo cuando se nos estaba por hacer metástasis de nostalgia que duele en todo el cuerpo, aparecieron las anécdotas de cuando jugábamos todos en la plaza.
La plaza San Martín. Era como si fuera el patio o el jardín de nuestra casa.
Y allí nos reuníamos una pandilla bastante numerosa de chicas y chicos de edades diversas; algunos preadolescentes –como yo– otros un poco más jóvenes. Y llevábamos también a mi hermano menor en el cochecito. Además, éramos de condiciones sociales muy diversas: apellidos muy rimbombantes que vivían en casas muy bellas, hijos de empleados como nosotros, los hijos de los porteros de los edificios. Teníamos la inocencia propia de nuestros pocos años… solo nos interesaba el juego juntos, compartido.
 No había peligro allí. Llevábamos nuestras bicicletas, los patines a rueditas con correas que se salían siempre, una especie de triciclo pero que se manejaba con los brazos como si remáramos y carritos de madera que fabricaban los varones y se arrastraban con sogas detrás de las bicicletas o bien a mano, corriendo. Había un “vehículo” que envidiábamos: un sulky con un hermoso caballito delante. También los zancos, fabricados por los varones. Infinidad de juegos: trompos, bolitas (el hoyito y quema), figuritas (la tapadita), rayuela, carreras, escondida, popa, rango.
Recordamos los personajes que eran habitués de la plaza y que una de nuestras obligaciones era molestarlos. Uno, el guardián de la plaza, al que llamábamos “Cuero de vaca” o “Tobiano”, porque tenía toda la piel manchada; el vendedor de huevos –el güevero–, un turco a quien se le acercaba la bandada de chicos ante su terror y le arrebatábamos los huevos que llevaba en una bandeja. Gritaba desesperado, invariablemente: Nu tuca los bebos, los bebos se caen, los bebos se rompen, la mama los paga, la mama los reta, la mama les pega”.
Toda esta cantinela nos hacía llorar de la risa y seguíamos con nuestra broma hasta que el hombre cruzaba la calle. Eso lo teníamos prohibido.
También estaba el vendedor de diarios, un eterno borracho al que llamábamos “Jabalí”. Se indignaba cuando lo llamábamos así y repartía coscorrones a diestra y siniestra. El juego consistía en no dejarse golpear y arrimarse a él lo más posible.
Pero… pero lo mejor de todo era la banda de música…
La banda de música iba a la plaza a la noche una vez por semana. Ese día era de fiesta. Desde temprano nos agenciábamos el permiso para ir después de cenar lo que no era fácil en nuestro caso; además robábamos limones a nuestras madres. Por otro lado, había que juntar cascarudos. Lo hacíamos todos, incluso desde días antes.
Partíamos los limones por la mitad y los comíamos –o hacíamos que los comíamos– frente a los instrumentos de viento. Se les llenaban de saliva y tenían que desagotarlos a cada rato.
Los cascarudos tenían doble función: por un lado, los tirábamos disimuladamente dentro de los cornos y trompetas que, lógicamente se tapaban. Pero lo más gracioso era tirarlos sobre los timbales. Cuando los golpeaban con los palillos salían rebotando tan alto como fuerte fuera el golpe.
La “fiesta” se terminaba cuando llegaba “Cuero de vaca” y había que salir disparando.
Pienso qué fácil era a veces ser feliz cuando niños. Qué simples eran nuestros juegos, qué necesidad de aire libre, de estar junto a otros chicos, de correr, trepar, moverse.
¿Cuándo se terminó para mí? Una noche que jugábamos a treparnos al Monumento del general San Martín (ahora está cercado) y correr por los bordes, me vio mi tía Juanita. Fue escandalizada a contarles a mis padres que yo –una señorita– jugaba como si fuera un varón y con los varones. 
No valieron ruegos, llantos, enojos. Se acabó para mí la infancia.

5 comentarios:

  1. Susana,hermoso y enternecedor como siempre tu relato. Felicitaciones! Ana María.

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  2. Susana: No te imaginaba tan traviesa. Qué relato tan detallado... NORA

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  3. Miren a la señorita, viviendo la sutil aventura de crecer.
    Hermoso recuerdo Susana.
    Un abrazo.

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  4. Hermosos recuerdos de travesuras sin maldad, muy divertidos...Gracias por compartirlos.

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  5. Hola amigos...
    Gracias por leer mi historia. Besos
    Susana Olivera

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