José Mario Lombardo
¡Como se
vino aquella tormenta!
Promediaba
setiembre, desde principios de agosto el sol castigaba fuerte y ni un
chaparroncito aliviador, ni una brisa del sur aparecía siquiera para refrescar
la noche.
Pero ese
clima agobiante con esa calma chicha, los hormigueros que hacía días se abrían
como una flor, el tordillo que siempre pastaba tranquilito en la vía corriendo
como un enloquecido y los pájaros que en bandadas que no se decidían hacia
dónde ir, anunciaban ceremoniosamente la función.
El grito
del primer trueno sonó como una clarinada de alerta. Por el sur, unos
nubarrones negros avanzaron amenazantes, un orgulloso remolino de tierra sopló
su furia buscando el cielo y el sol cayó derrotado.
¡Tormenta
de viento!
Doña Dominga
apareció en el patio del fondo con el frasco de sal gruesa y hacha en mano,
porque esa tormenta había que cortarla, y allá fue la cruz con el hacha y la
sal al aire como granizo.
¡Qué va a
cortar!
La primer
ráfaga no la sentó de traste, porque veloz como un rayo buscó reparo en la
letrina. La segunda ráfaga levantó una chapa del gallinero y la estampó con
tanta furia contra el tapial, que “El Negro” (mi gato), ante el estrépito, saltó
hacia el centro de la cocina con el lomo hinchado, la mirada amenazante y listo
para el zarpazo.
Doña
Dominga, disparando de la letrina con el hacha enarbolada, parecía la mágica
sacerdotisa que con sus conjuros, alimentaba la ira de los dioses, mientras que
el viento se regodeaba con un techo, le enrollaba las chapas como un pergamino
y las impulsaba con rabia contra el eucaliptus de Don Pedro que allá, en el
centro de la manzana, aguantaba a pié firme los tremendos bandazos.
La puerta
del frente se arqueaba porque un gigante la empujaba con una fuerza inusitada.
Por momentos, parecía, que la tranca al ceder saltaría por los aires con
puerta, ventanas, techos. Todo.
Se cortó la
luz y las velas, tímidamente, temblequearon en la penumbra. Un polvillo como
talco se filtraba por la hendijas y opacaba los pisos que sonaban “zip”…”zip”…al
caminar.
Afuera
volaron pájaros, tordillo, hormigueros, yuyos. Se volaba el mundo.
En el medio
de la cocina, hipnotizado por la luz negra de la ventana, “el negro”, agazapado
y desafiante, mostraba su instinto felino atento al ataque final.
Con las
primeras gotas el viento comenzó a ceder. El gigante se alejaba apuntando su
fuerza hacia el norte.
Y todo se
fue aplacando hasta que por un instante, reinó una misteriosa calma donde hasta
los pájaros no cantaron.
Esa fue la
señal: dicen que llovió como trescientos. ¡Vaya uno a saber!
Sin viento,
caía agua tupido y a plomo. Los galpones del Ferrocarril, el tanque y la
chimenea del molino desaparecieron borrados por semejante aguacero. El calor
sofocante, que se había adueñado de la casa, escapaba por las ranuras y los
techos de chapa redoblaron parejito mientras calmaban la sed de los aljibes.
Cuando
aparecieron las primeras goteras, palanganas y ollas ejecutaron su concierto de
gárgara cantarina y el agua, dibujaba en el piso lamparones transparentes que la
escoba comenzó a pechar por los umbrales. La pelota de goma, que estaba
pinchada y habíamos quemado con una aguja caliente para inflarla, estaba
clavada en el barro del patio.
Ahora todo
era lluvia.
Apareció
otra vez Doña Dominga cubriendo su cabeza con un hule, caminó torpemente hasta
la letrina y volvió con el frasco de la sal que había olvidado en la disparada.
Se
escucharon unas taloneadas en el pasillo vecino, era el José que corrió por la
vereda, recuperó un cajón de fruta vacío que había volado y, veloz como un
diablo, a las patinadas se refugió en el mercadito. Cuando cerró, la puerta
fiambrera sonó como un latigazo.
Un limón
que había rodado hasta la cuneta miraba como el carro del lechero pasaba
parsimoniosamente anunciando ufano la imposibilidad de interrumpir su rutina.
El olor a
frito anunciaba que tortas y buñuelos ayudarían a partir la tarde por la mitad
y el silbido de la pava congregaba para el matecito dulce de la cinco.
Mientras la
grasa gorgoteaba en la sartén, las chapas ya canturreaban bajito, porque la
lluvia se iba convirtiendo en una fina llovizna.
Aquel día,
“Poncho Negro” se llamó a silencio. Con su compañero “Calunga” se perdió
enancado en el vendaval que nos había dejado a oscuras.
Lentamente
fue llegando la calma.
Cesó de
llover.
Con el
primer trino, el sol volvió a salir.
Todavía
tendríamos luz para mirar la tarde.
José Mario...Excelente descripción! Sentí que estaba en el lugar. Felicitaciones! Ana María.
ResponderEliminarAmigo; Julio Cesar Castro seguro envidiaría tu manera de narrar.
ResponderEliminarUn abrazo.
Me encantaron las imágenes de esa tormenta. Verdaderamente, sos un muy hábil narrador.
ResponderEliminarSusana Olivera