martes, 31 de mayo de 2016

Santa Rosa

José Mario Lombardo

¡Como se vino aquella tormenta!
Promediaba setiembre, desde principios de agosto el sol castigaba fuerte y ni un chaparroncito aliviador, ni una brisa del sur aparecía siquiera para refrescar la noche.
Pero ese clima agobiante con esa calma chicha, los hormigueros que hacía días se abrían como una flor, el tordillo que siempre pastaba tranquilito en la vía corriendo como un enloquecido y los pájaros que en bandadas que no se decidían hacia dónde ir, anunciaban ceremoniosamente la función.
El grito del primer trueno sonó como una clarinada de alerta. Por el sur, unos nubarrones negros avanzaron amenazantes, un orgulloso remolino de tierra sopló su furia buscando el cielo y el sol cayó derrotado.
¡Tormenta de viento!
Doña Dominga apareció en el patio del fondo con el frasco de sal gruesa y hacha en mano, porque esa tormenta había que cortarla, y allá fue la cruz con el hacha y la sal al aire como granizo.
¡Qué va a cortar!
La primer ráfaga no la sentó de traste, porque veloz como un rayo buscó reparo en la letrina. La segunda ráfaga levantó una chapa del gallinero y la estampó con tanta furia contra el tapial, que “El Negro” (mi gato), ante el estrépito, saltó hacia el centro de la cocina con el lomo hinchado, la mirada amenazante y listo para el zarpazo.
Doña Dominga, disparando de la letrina con el hacha enarbolada, parecía la mágica sacerdotisa que con sus conjuros, alimentaba la ira de los dioses, mientras que el viento se regodeaba con un techo, le enrollaba las chapas como un pergamino y las impulsaba con rabia contra el eucaliptus de Don Pedro que allá, en el centro de la manzana, aguantaba a pié firme los tremendos bandazos.
La puerta del frente se arqueaba porque un gigante la empujaba con una fuerza inusitada. Por momentos, parecía, que la tranca al ceder saltaría por los aires con puerta, ventanas, techos. Todo.
Se cortó la luz y las velas, tímidamente, temblequearon en la penumbra. Un polvillo como talco se filtraba por la hendijas y opacaba los pisos que sonaban “zip”…”zip”…al caminar.
Afuera volaron pájaros, tordillo, hormigueros, yuyos. Se volaba el mundo.
En el medio de la cocina, hipnotizado por la luz negra de la ventana, “el negro”, agazapado y desafiante, mostraba su instinto felino atento al ataque final.
Con las primeras gotas el viento comenzó a ceder. El gigante se alejaba apuntando su fuerza hacia el norte.
Y todo se fue aplacando hasta que por un instante, reinó una misteriosa calma donde hasta los pájaros no cantaron.
Esa fue la señal: dicen que llovió como trescientos. ¡Vaya uno a saber!
Sin viento, caía agua tupido y a plomo. Los galpones del Ferrocarril, el tanque y la chimenea del molino desaparecieron borrados por semejante aguacero. El calor sofocante, que se había adueñado de la casa, escapaba por las ranuras y los techos de chapa redoblaron parejito mientras calmaban la sed de los aljibes.
Cuando aparecieron las primeras goteras, palanganas y ollas ejecutaron su concierto de gárgara cantarina y el agua, dibujaba en el piso lamparones transparentes que la escoba comenzó a pechar por los umbrales. La pelota de goma, que estaba pinchada y habíamos quemado con una aguja caliente para inflarla, estaba clavada en el barro del patio.
Ahora todo era lluvia.
Apareció otra vez Doña Dominga cubriendo su cabeza con un hule, caminó torpemente hasta la letrina y volvió con el frasco de la sal que había olvidado en la disparada.
Se escucharon unas taloneadas en el pasillo vecino, era el José que corrió por la vereda, recuperó un cajón de fruta vacío que había volado y, veloz como un diablo, a las patinadas se refugió en el mercadito. Cuando cerró, la puerta fiambrera sonó como un latigazo.
Un limón que había rodado hasta la cuneta miraba como el carro del lechero pasaba parsimoniosamente anunciando ufano la imposibilidad de interrumpir su rutina.
El olor a frito anunciaba que tortas y buñuelos ayudarían a partir la tarde por la mitad y el silbido de la pava congregaba para el matecito dulce de la cinco.
Mientras la grasa gorgoteaba en la sartén, las chapas ya canturreaban bajito, porque la lluvia se iba convirtiendo en una fina llovizna.
Aquel día, “Poncho Negro” se llamó a silencio. Con su compañero “Calunga” se perdió enancado en el vendaval que nos había dejado a oscuras.
Lentamente fue llegando la calma.
Cesó de llover.
Con el primer trino, el sol volvió a salir.
Todavía tendríamos luz para mirar la tarde.

Pd. “Poncho Negro”. Programa radial de los años “50” que se transmitía después de las cinco de la tarde.

3 comentarios:

  1. José Mario...Excelente descripción! Sentí que estaba en el lugar. Felicitaciones! Ana María.

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  2. Amigo; Julio Cesar Castro seguro envidiaría tu manera de narrar.
    Un abrazo.

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  3. Me encantaron las imágenes de esa tormenta. Verdaderamente, sos un muy hábil narrador.
    Susana Olivera

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