Alicia Del Valle
Pretender
solicitar variados menús en 1958, años más, años menos era complicado.
Por
empezar, la comida se preparaba en casa. Era alimento casero.
La
oferta comestible era reducida. Nos abastecíamos en almacenes donde se vendía
todo suelto, azúcar, fideos, aceite, etcétera.
Recuerdo
al almacenero y su habilidad increíble para embolsar azúcar usando solo un
papel rectangular blanco. Hacía una especie de repulgue con sus dedos índice y
medio, que finalizaba con dos orejitas que se asemejaba a una empanada de
papel.
No
existían pollerías como las hay ahora. No había shoppings ni supermercados.
En
general las casas, de una planta, eran grandes. En la mía había fondo y un
patio de considerable dimensiones.
Mi
padre, en un sector final del terreno, esquina derecha, lo cercó e instaló un
gallinero con dependencias de refugio para las aves.
Teníamos
una ponderable cantidad de gallinas ponedoras y cluecas (estas eran, creo, las
que empollaban los huevos) y el gallo, amo del lugar.
En
un tiempo establecido nacían los pollitos. Había que alimentarlos diariamente
con maíz, ayudar a que sobrevivan todos era una gran aventura para mí y un
desafío para mis padres. Cuando eso se lograba, con engorde incluido, todos
sabíamos que se acercaba el deseado plato “pollo al horno con papas”.
Sacrificar
al animal que calmaría nuestros apetitos era el problema.
“Conmigo no cuenten”, decía mamá, mi hermano
desaparecía y la tarea quedaba a cargo de mi padre y la tía Maruca, experta en
estos menesteres de mandar a mejor mundo al pollo.
Era un proceso manual, que se hacía cada tanto
por lo complicado y truculento.
Luego
del sacrificio, había que desplumarlo, para lo cual mi papá lo sumergía en un
recipiente con agua caliente para facilitar la tarea.
Una
vez desplumado, se limpiaba, se utilizaban los órganos internos, menudos, para
hacer guiso de arroz.
Nada
se tiraba, todo lo comestible se aprovechaba.
Era
un trabajo sórdido y sucio; pero se tenía que hacer, si lo queríamos comer.
La
carnicería del barrio lucía de vez en cuando unos pollos amarillentos, colgados
de unos ganchos, que parecían de cera. Inspiraban mucha desconfianza, aunque el
carnicero afirmaba muy seguro que eran frescos.
El
gallinero con el tiempo se clausuró, se sospechaba que podría contribuir a
agravar el asma de mi madre y se convirtió en un lindo jardín.
Eran
épocas también en que se engordaban las pavitas para las fiestas navideñas.
No
tengo registro de quién se encargaba del cadalso para el pavo, solo el vago
recuerdo de él en el jardín de mi casa, mezclándose entre las plantas.
Mi
madre lo engordaba con sopa de pan y ajo para que quedara suculento y cuando se
acercaba el final le daban coñac para marearlo.
Los
tiempos corren muy de prisa, ya dejo esto para después. Me voy a comer a la
Avenida un filete de pechuga grillada y gratinada.
Por suerte, hoy, otros se encargan de los trapos
sucios.
Ja Ja, Alicia me hiciste reir con el final...te fuiste a que te sirvieran a vos y no trabajar. Me parece muy bien! Pero todo lo que contás en tu entretenido relato es muy verídico. Felicitaciones! Ana María.
ResponderEliminarYo también recuerdo al almacenero de la esquina " Don Pedro ", y me acuerdo de la habilidad de hacer los paquetes, tipo empanadas con sus bordes....y de todos los alimentos que se vendían sueltos...Gracias por traerme a mi memoria tantos recuerdos...
ResponderEliminarCuánto humor... Yo también comparto esos recuerdos, epecialmente el de matar a los pollos, limpiarlos y desplumarlos.
ResponderEliminarMe encantó volver a esa época. Un abrazo
Susana Olivera