Susana
Olivera
—A ver, díganme.
¿Grabaron sus nombres?- pregunté a los ancianos que se mostraban muy ansiosos.
—No, no lo
hubiéramos nunca lastimado así.
—Pero un corazón
sí le grabaron ¿verdad? Una fecha, algo que los haga recordar ese hecho.
—No, hijo… no lo
lastimamos nunca.
Habíamos cambiado nuestro
Fiat 600 por un auto más grande, con cuatro puertas –un Siam Di Tella– y en ese
entonces, 1974, los autos nuevos debían asentarse. Es decir por un tiempo
llevarlo a determinada velocidad, correr por ruta, a una velocidad uniforme,
sin detenerse y arrancar continuamente, como se debe hacer en la ciudad; llevarlo
a control a determinado kilometraje, etcétera: nuestro auto estaba “en ablande”.
Decidimos entonces hacer un viaje a Tanti e invitar a mis padres políticos, que
estaban sumamente orgullosos del nuevo auto. Era el mes de marzo.
Camino a Córdoba, nos
pidieron que pasáramos por Ordóñez, una población a la que se llegaba por la
ruta provincial número 6, población que está a unos ochenta kilómetros de Villa
María y cuarenta y cinco de Bell Ville.
Estábamos paseando, de
manera que no tuvimos inconveniente en hacerlo.
Los dos ancianos no paraban
de hablar y de recordar anécdotas de su paso por esa estación. Estaban tan
entusiasmados por volver que no se escuchaban: uno hablaba y el otro lo
interrumpía constantemente sumando detalles a sus recuerdos. Me llenaba de
ternura verlos tan juntos, tan afectuosos, tan llenos de “¿te acordás?” después
de sus cincuenta años de matrimonio.
Nos contaron que Ordóñez fue
el tercer destino que tuvo mi suegro como jefe de estación.
Recordaban que era una
población pequeña, pero con una colonia de agricultores y ganaderos importante.
—Las tierras
eran buenas, se cultivaba alfalfa y cereales… También había caza y muy buena:
perdices, martinetas… Ah, les cuento: una vez después de una cacería…
—Pero había un
inconveniente muy serio, el agua. La calidad del agua era muy mala, tenía
arsénico y no era buena para consumo. Muchos pobladores tenían aljibes en los que
recogían el agua de lluvia; otros, la recogían de los techos en enormes fuentones
que ponían bajo los aleros- interrumpió Pina.
—Por suerte a
nosotros nos llegaba el agua en tanques desde Río Tercero.
—De todas formas
nos acostumbramos a cuidarla: no se derrochaba en riego y se re utilizaba
cuando era posible- volvió a interrumpir la anciana. Por ejemplo, el agua de
cuando nos bañábamos se usaba para el inodoro.
—Sin embargo
había quienes la consumían. ¿te acordás cómo tenían las manos ásperas y todas cortadas?
—Sí que me
acuerdo. Había zonas bajas que se inundaban y hacía que el agua de las napas
fuera más dulce.
—Pero tenía
arsénico lo mismo, aunque en menores cantidades- no daba su brazo a torcer el
anciano.
—Era una zona de
viento y tierra. Todos los días teníamos ese fenómeno que nos acobardaba. Si me
acordaré… teníamos que poner bolsas mojadas bajo las puertas y en los marcos de
las ventanas para que no entrara la tierra. Pero a pesar de todo, entraba
igual. Se sentía los granos de tierra en la boca y constantemente había que
cubrir los muebles para que no se ensuciaran.
—El trabajo en
la estación era intensísimo: trenes enteros se cargaban con trigo, con alfalfa,
con cereales. Para poder completar la tarea debíamos trabajar doce horas
diarias y hasta los domingos- recordaba el “jefe de estación”.
—Claro, Natalio.
Todo se hacía por tren, si no había caminos pavimentados. El camión no se había
hecho presente. ¡Cuánto trabajo, hijos, cuánta lucha!
Cuando llegamos, los dos se
quedaron sorprendidos con el cambio de clima: no había viento y tierra, y el
día era agradablemente templado. También se sorprendieron por las calles
pavimentadas y la cantidad de gente que se veía. No era así en 1936, que fue
cuando ellos vivieron ahí. Entonces la población era de unos tres mil
habitantes.
Recorrieron la estación
actual, que mostraba algunas mejoras desde su época. Iban adelante de nosotros del
bracete, sin parar de hablar.
Nos habían contado que
Diógenes Gianelli, un vecino, estaba forestando su estanzuela para tratar de
“cortar” los vientos. Habían trabado amistad y en una visita, este vecino les
regaló un eucaliptus. Ellos –después de buscar cuidadosamente el lugar– lo
plantaron en el patio de la casa que el ferrocarril les cedía.
Es lo que querían ver. Les
permitieron acercarse: y allí estaba el árbol, enorme, frondoso, corpulento.
Los ancianos se cobijaron un
momento bajo su sombra. Nosotros nos alejamos para permitirles recordar el
tiempo cuando eran jóvenes, estaban llenos de esperanzas y luchando por el
destino de ellos y de sus tres hijos.
Los mirábamos de lejos…
ellos continuaban su emocionada charla. Sus cabezas blancas, juntas, casi
tocándose, sentados en un banco uno al lado del otro, mirándose. De vez en
cuando, una mano señalaba algún pájaro que se atrevía a acercarse. Otras veces,
esa mano sujetaba la mano del otro. Reverdecía la ternura del ayer, de épocas
que creían olvidadas; pero que estaban allí, bajo ese árbol que les daba su
frescura, plantado entonces, cuando enfrentaban el vivir, por sus manos
laboriosas.
Evidentemente,
no necesitaban grabar sus nombres dentro de un corazón en el árbol. Los tenían
grabados dentro de ellos.
Querida Susana vaya manera de relatar, es increíble la capacidad de tu memoria.
ResponderEliminar¡Cuantos recuerdos!
Te dejo un abrazo.
Que lindo relato!
ResponderEliminarSu, no me asombra porque ya conozco la fuerza y a la vez la delicadesa de tus relatos. Me asombra tu memoria. ¡Bello! Cariños , Carmen G.
ResponderEliminarDigo: "...delicadeza...", perdón. Carmen
ResponderEliminarQué bella historia!Emocionante el final que lograste.
ResponderEliminarCariños.
Teresita
Hola amigos... Gracias por sus comentarios. Me hce feliz que lean mis relatos. Los quiero
ResponderEliminarSusana, como siempre tus relatos me fascinan, sobre todo por los diálogos tan bien logrados. Pero te pregunto como "mujer sabia que sos en muchas cosas", existen esos amores? Felicitaciones!
ResponderEliminar