María Elena Domenech
Generalmente
se habla de la migración y adaptación de las personas que se mueven desde el
campo o pueblos rurales hacia las grandes ciudades. En este relato voy a contar
mi experiencia al migrar de mi ciudad, Rosario, hacia un pueblo pequeño del
departamento Castellanos. Aaron Castellanos fue la persona que se ocupó del
movimiento migratorio europeo blanco en la zona. Actualmente, es la cuenca
lechera más importante del país.
Por
motivos de trabajo, nos trasladamos mi marido y yo a la edad de 26 años a este
nuevo mundo llamado Humberto o Umberto Primo, nombre dado en honor a un rey de
Italia, pueblo de origen piamontés, muy pequeño que contaba en ese momento con
unos cuatro mil habitantes de los cuales la mayoría eran de edad media y
avanzada. La franja joven no aparecía, ya que al terminar el colegio secundario
se iban a estudiar a las grandes ciudades y no regresaban. Honestamente la
alegría que habrá sentido Colón al llegar a América no fue la mía al descubrir
esta nueva tierra.
Con
todo el equipaje citadino que traía de todos mis años en Rosario, no tardé en
chocar con muchas de las costumbres del lugar; saludar a todos los que me
cruzaba por la calle no existía en mis genes que apenas conocían el nombre del
vecino de mi casa de Rosario; mover la cabeza demostrando el saludo cuando iba
dentro del auto, menos todavía. Ese aprendizaje fue agotador, especialmente,
porque era el blanco de todas las miradas del lugar, algunas muy exageradas
tratando de encontrar la respuesta sobre mi identidad, preguntando a algún
vecino o, los más impacientes, preguntándome directamente quién era yo, de
dónde venía y qué hacía. En una sociedad tan machista siempre fui la “señora de…” y pasaron muchos años
hasta que tuve nombre y apellido propio.
Las
puertas de las viviendas no tenían llave y permanecían abiertas facilitando la
entrada de cualquiera que se avisaba haciendo sonar las manos. No había
timbres, ni espera para ser permitidos a ingresar en la casa. Se escuchaba el
sonar de las manos y simultáneamente se encontraba a la persona en medio de la
sala. La privacidad no se vivía como yo lo había vivido hasta entonces.
También
hubo que adaptarse a no encontrar algunos de los productos alimenticios que
consumía en cualquier época del año. Una noche de diciembre queríamos comer
ravioles y ningún negocio del pueblo tenía. Alguien me explicó que no se
vendían en esa época por el calor, la gente no comía pastas en el verano; o sea
que tenía que esperar hasta marzo o abril para darme ese gusto. Otra persona me
preguntó demostrando mucho asombro si yo no amasaba y la verdad es que no
amasaba. Me costaba encontrar leche en saché que no estuviera vencida estando a
30 kilómetros de la fábrica de “Sancor”. Pensándolo así era
algo inconcebible, pero había que entender que la mayoría de la población
consumía la leche que obtenía directamente del tambo y el recambio de productos
en los almacenes no era diario.
Para
la semana del “Día de los Muertos” mejor no pedir turno
en las peluquerías ni pretender una modista, porque no se conseguía. Estaba
todo reservado desde tiempo atrás. Al cementerio había que ir con las mejores
ropas y bien peinadas. Con el tiempo me hicieron entender que ese espacio se
convertía en una pasarela de moda y en un centro de encuentro social. Por
suerte y por respeto a los muertos, no se llegó a realizar el concurso sobre el
panteón mejor arreglado, aunque al día siguiente siempre se hablaba de eso y
aparecían los elogios tanto como los desprecios.
En
algún momento busqué un lugar donde tomar un café pero ir sola tal como solía
hacerlo en mi ciudad fue imposible. Los bares eran sólo para los hombres que
tomaban, jugaban a las cartas y se juntaban en grupos todos los días después de
la cena, café de por medio, a hablar con total impunidad sobre una u otra
persona. Los bares eran la fábrica de los peores y crueles chismes del pueblo y
sus autores eran hombres, lo que tiraba abajo la teoría sobre las peluquerías
de mujeres como generadoras de rumores de hechos nunca comprobados.
No
había cine, pero tenía una sala de teatro con una acústica maravillosa adonde
algunas veces llegaron espectáculos. La Sociedad Italiana, que quedó mucho
tiempo casi abandonada, hoy luce maravillosa gracias al trabajo de recuperación
que se encargaron de hacer un grupo de humbertinos. Tampoco había restaurantes,
no era la costumbre comer afuera. Eso ocurría cuando las escuelas u otra
institución organizaban una cena con fines benéficos en algún club del lugar;
iba mucha gente, cada familia era portadora de su canasta donde llevaba la
vajilla. Resultaba gracioso ver cómo, con el último bocado del postre,
invariablemente un heladito envasado, se marchaban. Bastaba con que se
levantara uno para que en pocos minutos quedara el salón vacío. Efecto dominó.
A veces, a la cena seguía el baile con músicos de la zona o gente contratada de
otros pueblos. Todas estas reuniones sociales eran con fines de recaudar fondos
para la institución organizadora. Otra forma muy peculiar de hacerlo fue el “lechón móvil”. Un domingo bien
temprano empezaba a circular por el pueblo un camioncito o una chata, donde se
preparaba especialmente una parrilla muy grande y comenzaba a asarse un lechón.
La gente compraba números durante toda la mañana; después del mediodía se hacía
un sorteo y el beneficiado se llevaba el lechón listo a su casa para el
almuerzo.
La
confianza con que se manejaban en temas comerciales me impresionó. Nadie nos
conocía, pero nos abrieron una cuenta en un corralón para sacar materiales
durante el arreglo de nuestra casa, que íbamos pagando con toda comodidad;
también apareció la libreta del almacén y de otros comercios donde se anotaba
lo comprado. Nadie pagaba en efectivo el mismo día del consumo. Los pagos eran
a fin de mes. Quizás esto se hiciera en algún barrio de Rosario; pero donde yo
vivía, que también era un barrio, no se practicaba.
La
adaptación me llevó unos cuantos años. Entender las costumbres de un pueblo no
siempre es fácil, cuando inconscientemente no se quiere perder las propias. El
desarraigo se instala y es algo de lo que no se vuelve, no se termina nunca de
pertenecer al nuevo espacio y tampoco se pertenece del todo al viejo; pero fue
un lugar ideal para criar los hijos que tuvieron la posibilidad de criarse sin
miedos, manejarse en bicicletas solos desde muy chicos y vivir con la libertad
que brindan estos lugares pequeños y tranquilos. Hoy el pueblo cambió y mejoró
mucho en ciertos aspectos, las nuevas generaciones se encargaron de eso, ya que
comenzó una etapa donde los nuevos profesionales originarios del lugar vuelven
a instalarse en el pueblo, y traen las ganas y la juventud que faltaba.
María Elena, me encantó tu relato. Sí, todos los cambios son duros, pero también hay que pensar que tienen su parte buena y positiva, como la crianza de los hijos. Muy lindo! Ana María.
ResponderEliminarLos que conocimos o tocó vivir en un pueblo comprendimos sus costumbres. Salir de Rosario y encontrar un mundo diferente donde la amabilidad era algo corriente, igual que el chisme. Pero es una experiencia inigualable.
ResponderEliminarHermoso recuerdo. Gracias por compartirlo.
Un abrazo.
María Elena; me pareció que estabas definiendo el pequeño pueblo donde nací, aunque las miradas son distintas. Creo que lo que hace a la adaptación son los afectos. Seguís viviendo allí?. Cariños. Teresita.
ResponderEliminarHermoso relato, me resultó muy interesante el punto de vista: de la ciudad a un pueblo chico. Todo tiene su pro y su contra... costumbres distintas... pero seguridad y tranquilidad.
ResponderEliminarCariños
Susana Olivera
Muy lindo tu relato!
ResponderEliminar