José Lombardo
Mi madre siempre
me decía que no tenía que andar por ahí con personas mayores. La verdad es que
nunca tuve esa costumbre, pero con Pepe era diferente y ella nunca opuso
reparos a pesar de que siempre andábamos con él de aquí para allá y que las
cosas que podía hacer con Pepe no eran de las que se hacen con chicos de la
misma edad.
A Pepe le
gustaban “los remates”. Los remates en el pueblo se hacían los días domingo por
la mañana. Cerca de las diez, se escuchaban unas bombas de estruendo que
anunciaban el comienzo y allá nos íbamos. En aquellos años cercanos a 1950 se
acostumbraba a rematar en un corralón gran cantidad de elementos usados:
roperos, faroles, victrolas, discos, frascos, puertas, camas, juegos de living,
cortinas de madera, mesas, aperos, herramientas y todo aquello que a uno se le
pueda ocurrir. En el corralón donde se realizaba el remate ordenaban todo por
“lotes” prolijamente numerados de manera que uno sabía más o menos cuando
podrían llegar a rematar el elemento de su interés. El rematador arriba de un
banquito y atrás de un escritorio elevado recibía las ofertas y con un martillo
daba fe de la operación realizada golpeando sobre una pequeña libreta que tenía
en su mano. Y Pepe era un comprador serial. Una vez se compró como diez frascos
de dulce de tomate. Los frascos serían de unos 2 kilogramos y eran realmente
muy llamativos pues estaban conformados exteriormente como un cilindro regular
pero de paredes acanaladas, con una boca tan ancha como el frasco y con tapas
de chapa. Otra vez se compró un fonógrafo que era más antiguo aún que las
conocidas victrolas marca “Víctor” que tenían la imagen del perrito escuchando
la bocina en la tapa.
Era muy común,
que a mediodía apareciese con los hijos del vecino y ante la tierna mirada de
mi madre, corrían las sillas y la mesa del corredor contra la pared para
disputar ardorosos partidos con una pelota de goma: Pepe y yo, contra los
vecinos.
A Pepe le
gustaba sembrar papas. Me llevaba un domingo tempranito a un terreno que estaba
al lado de la casa de su madre y allí, asada en mano, preparábamos los surcos y
para el mediodía ya teníamos la pequeña huerta preparada para la siembra. En
general, para recoger la cosecha yo me negaba terminantemente.
Íbamos juntos a
la cancha, pues éramos hinchas del mismo equipo. Me llevaba a las carreras de
sulkys en las afueras del pueblo. Juntos solíamos juntar higos en la quinta de
una tía suya y muchas veces me enseñó como hacía el licor de mandarinas y cómo
se curaban las aceitunas.
En la mesa
grande de mi casa, donde mi madre daba clases de costura, con Pepe armábamos
los modelos de aeromodelismo que llevábamos a volar a un campito cercano.
Cuando nos poníamos a trabajar no podíamos parar y a veces eran las cuatro de
la mañana y allí estábamos a la luz de un velador pegando y cortando trozos de
madera valsa o forrando con papel japonés algún fuselaje.
No
creo necesario continuar, todos a esta altura se habrán dado cuenta que Pepe
era mi padre, un tipo de padre que no insistía en desgranar consejos a través
de la palabra. Opino que sus modos y sus formas fueron su manera de decir el
mensaje de vida que necesitaba transmitir: sabía que las cosas usadas guardan
sus secretos, por eso las adquiría en los remates, quería a sus allegados y era
capaz de jugar con ellos a la salida del trabajo, sembraba en la tierra que
quería y de donde no se fue nunca, compartía con nosotros sus secretos a voces
y mostraba con orgullo sus papas, sus aceitunas y sus licores y finalmente, si
algo le faltaba, sobre la mesa de la costura, nos enseñó a preparar las alas
para poder volar.
Que bello relato, envidia de tener un padre así, al mío lo perdí a los 7 años, pero intenté ser como el tuyo y mis hijos me lo agradecen.
ResponderEliminarQue mal lo tuyo, lograste que unas lágrimas salobres broten vaya a saber por que.
Un abrazo.
Salud Luis !. Vos siempre tenés la palabra justa
ResponderEliminarPepe... me sorprendió realmente el párrafo final: ¡Era tu papá! Qué compañero, qué relación fuerte la de ustedes dos. Hermoso, ese Pepe.
ResponderEliminarSusana Olivera