Susana
Olivera
Siempre me ha hecho feliz ver los pájaros
carpinteros.
Se anuncian con un grito característico y
después bajan en grupos de dos o tres. Son torpes en el suelo, caminan dando
saltos. Nadie diría que pueden pararse paralelos a las ramas de los árboles y
tienen un vuelo tan airoso. Vienen a visitarnos dos tipos diferentes. El que
más me gusta es uno negro, con pecho blanco y el copete rojo en la cabeza.
Otros no son tan vistosos, son grises pero también con su hermoso penacho rojo.
El llamado que anuncia su llegada me hace
interrumpir toda tarea que estoy haciendo y solo espero que bajen, me quedo en
una quietud total para no asustarlos. Y pienso: “¿Dónde vivirán? Hay pocos
árboles cercanos. ¿Habrán anidado en un poste de la luz? ¿Por qué vienen
siempre a nuestro terreno?”.
Me hace feliz ver los pájaros carpinteros,
golpeteando los troncos con su seco “toc toc”, haciendo sus nidos en alguna
parte.
Por entonces la firma Fraiman y Vancini
había hecho un loteo de campos, que se usaban para la siembra de maíz, y
ofrecía una financiación muy conveniente. Con unos amigos habíamos visto la
posibilidad de tener nuestras casas en esa zona para compartir los fines de
semana, lo llamaban Funes R y estaba cercano a la parada 9. Queríamos estar juntos,
por eso, como todos, compramos un lote y lo estábamos acondicionando nosotros
mismos.
No era fácil: poco dinero y poco tiempo: solo
disponíamos los fines de semana por nuestros trabajos. Además, no teníamos luz
eléctrica, habíamos llevado velas y un sol de noche. Limpiamos el terreno de
marlos. Lo cercamos. También habíamos hecho cavar un pozo y sacábamos el agua de
la napa con una bomba de mano: había que bombear subiendo y bajando el brazo de
la bomba unas cien veces para llenar de agua el tanque que habíamos ubicado
arriba de la casa.
Solo construimos una habitación con un
bañito ayudados por un albañil. Para empezar. Más adelante iríamos sumando
habitaciones. Todavía no estaba bien amurada la puerta de entrada, solo la
apoyábamos para cerrar por los animales. No había robos por esa época en la
zona… 1970.
En
la habitación teníamos una mesita, dos reposeras de lona, el equipo de mate, vasos
y jarra, cubiertos y platos y algunas herramientas para trabajar la tierra:
guadaña para cortar el yuyo alto, una cortadora a rodillo para el pasto,
tijeras de podar, palas…, las dejábamos allí; llevábamos el termo con agua
caliente y regresábamos ahítos de sol y cansados por el trabajo.
En esa oportunidad el pasto había crecido
terriblemente en el camino: era tan alto que casi tapaba el Fiat 600 y apenas
quedaba espacio para acercarnos al terreno por la huella. Solo se veían yuyos y
yuyos por ambas ventanillas. Íbamos a plantar unos eucaliptos para cortar el
viento sur que era muy fuerte y nos arruinaba los rosales y el jazmín que
cultivábamos cerca de la casa. Además, queríamos amurar una repisa para
acomodar nuestras cosas.
Hacía calor; las chicharras anunciaban que
íbamos a tener una temporada cálida, y el chistido de las langostas nos
acompañaba mientras tomábamos mate. Yo había regado “el jardín”… es decir, los
cuatro rosales y la mata de jazmín de lluvia… y había un olor a tierra mojada,
a rosas, al jazmín que estaba todo florecido, el mate que iba y venía…
Los pájaros carpinteros nos hacían su
acostumbrada visita para completar el hermoso día. Los mirábamos y habíamos
suspendido el mate para no asustarlos. Un moscardón zumbaba su línea recta sobre
nuestras cabezas. Los pájaros picoteaban cerca de un rincón cubierto de
manzanillas silvestres. Como ellos, también estábamos construyendo nuestro nido
a pura mano, a puro esfuerzo. Pero era como un juego… nos daba placer.
Antes de regresar, ya anochecía, nos
habíamos propuesto acomodar unos mosaicos que nos habían regalado de una obra
en construcción y eran todos diferentes, así que queríamos probar distintos
dibujos antes de colocarlos, planear unas guardas para que el piso quedara
bonito…
Entramos… se habían callado las chicharras
y las langostas. Había silencio y una oscuridad muy grande: no había luna.
Nos sentamos en el suelo y empezamos a
acomodar los mosaicos. Pasaba el tiempo, no sé cuánto pasó ni qué hora era:
poco importaba. El rocío había aumentado el aroma del jazmín y traía algo de
frescura al calor de la noche de diciembre. Nos mostrábamos el trabajo;
hacíamos y deshacíamos.
Salí para traer agua, bombeé unas diez
veces. Un sapo tímido aprovechaba el agua que se derramaba. Llené la jarra de
plástico transparente. El agua de pozo estaba siempre fresca, le puse
cascaritas de limón y la bebíamos mientras comparábamos los dibujos.
Nos pareció escuchar pasos por la franja
de camino que quedaba libre de yuyos. Era poco probable: no había viviendas en
esa zona, no tenía sentido un caminante por allí; sólo había una casona
importante a unas seis cuadras, en la entrada de la ruta, pero allí solo vivía
el cuidador. Sin embargo, eran pasos… estábamos alerta. Miré entonces el reloj:
eran las diez de la noche.
Nos dimos cuenta de la soledad del lugar.
Callamos.
Escuchamos crujir las plantas que rodeaban
la habitación. Seguramente era una comadreja: habíamos visto algunas y estaban
con sus crías.
Me acerqué a la puerta abierta y traté de
escudriñar el pastizal. No se veía nada. Me prometí que cortaría el pasto del
camino frente a la casa la próxima vez que viniera. Me quedé un rato para ver
si se repetían los pasos.
Sin lugar a dudas la puerta que no estaba
puesta no nos protegería de nada. No quería sugestionarme pero algo que no
podía explicar estaba pasando. Acerqué el farol a la entrada. No iluminaba demasiado
lejos. De cuando en cuando, aquí y allá se encendían las luciérnagas.
Seguimos trabajando un rato más, pero nos
sentíamos inquietos. Un grillo desparramaba su canto monocorde. De repente,
calló.
El silencio pesaba.
Otra vez el crujir de las plantas. Nos
pusimos de pie de un salto. No cabía dudas: alguien estaba frente a nuestra
casa. Llamamos: “Hola, hola. ¿Busca a alguien?”.
Silencio por respuesta. Insistimos… Nada.
Entramos. ¿Cómo seguir con nuestra tarea?
Escuchamos como una respiración húmeda, como el gorgoritear del aire en el
fondo de la garganta. No hablábamos. Allí había alguien. Era evidente.
Levantamos la vista y vimos unos ojos enormes
brillando en la oscuridad. ¿Algún animal? ¿Un caballo? ¿Un perro? ¿Una persona?
Algo querían si se habían acercado.
Llamamos otra vez pero sin obtener respuesta.
No averiguamos más, partimos…
Dejamos todo tal cual estaba, apoyamos la
puerta en el hueco, nos metimos en el Fiat y salimos velozmente camino a la
ruta…
Tratamos de hablar de otra cosa mientras corríamos
a los barquinazos en el camino de tierra hacia la ruta.
Habíamos dejado en la casa algunas cosas
que necesitábamos: el termo, mi bolso con los anteojos y la billetera, las
ojotas, unas revistas, un par de abrigos. Pero no volveríamos por esa noche.
Estaba decidido.
Para quebrar el mal momento yo hablaba y
hablaba…decía que “cada vez hay menos manzanilla en el terreno y que nos
visitan muchos pájaros: gorriones, torcacitas, jilgueros, colibríes, zorzales
con su pecho colorado, horneros, benteveos, también loros… Pero solo nos da
alegría la visita de los pájaros carpinteros.”
Como ellos construíamos nuestra casa… a
los picotazos.
Seguramente, volveríamos… al día siguiente, volveríamos.
Hermoso relato, atrapa y cautiva, pero nos deja sin saber que producía esos pasos, nos dejas con la intriga. ¿Habrá otro capítulo?
ResponderEliminarUn abrazo.
No mas capítulos sobre ese tema. Luis. Es para despertar la imaginación... ¿Creés en aparecidos?
ResponderEliminarCariños
Susana Olivera
En realidad no creo. Pero como dicen de las brujas: "Que las hay, las hay"
EliminarUn abrazo.