José Mario Lombardo
I
Como todas las
mañanas, su mujer le alcanzó el mate.
Sentado frente a
la ventana, parecía mirar cada vez más lejos mientras tarareaba una canción que
se repetía y se repetía como un trino.
Sus dedos, que
traqueteaban sobre la mesa el mismo ritmo monótono, muy de vez en cuando
pellizcaban una galleta que de seca se desintegraba en mil pedazos.
La mirada cada
vez más lejos.
Ella, cual tibia
ofrenda, le acercó el segundo mate: Una vez había traído un hijo entre sus brazos
para que Juan lo acunara.
No era entonces
monótona la canción de Juan. Como lentas bagualas las canciones de cuna, como
alegres ritmos cuyanos los juegos, como sabias milongas del sur sus consejos.
Y las manos
habían modelado la arcilla.
Pero llegó el
tiempo en que a la arcilla modelada le crecieron alas. El hijo reclamó el cielo
para volar y se fue con todas las ganas a buscar la vida (como alguna vez
Juan).
Juan sintió que
un trocito de galleta le endulzaba la boca.
II
Juan es ahora
una estatua tensa y atenta que espera.
Espera el
silencio y el silencio viene.
Pero recién con
el canto del primer pájaro y cuando el sol comienza a salir todo naranja, él le
clava la pala a la tierra gorda y húmeda de rocío.
Después (como de
costumbre), saca las tres semillas de la tabaquera y las acomoda cuidadosamente
en el nido de la tierra.
Termina cuando
el sol ya es un gran disco naranja. Cuando el canto de los pájaros es la
canción de la vida nueva.
Todos los años,
Juan y las tres semillas repiten la ceremonia de la siembra.
Juan camina
lentamente hacia la casa. El olor del tabaco lo incita a recordar. Una lágrima,
que parece rocío, le moja la boca y él, presuroso, guarda la tabaquera en el
bolsillo.
Los recuerdos,
como el tabaco, van irremediablemente a su lado.
III
Cuando Don
Estrella, el almacenero, le ofreció por primera vez las semillas, le indicó
cuidadosamente la forma de sembrarlas. Y la hora. Y el día. Y la tierra gorda.
Y el rocío necesario.
El, por
mantenerlas frescas, las guardó en la tabaquera.
Después, partió
en su bicicleta feliz portador de las tres semillas palpitando la vida.
Al entrar en la
casa la encontró sentada sosteniendo el papel como una carga.
Leyó con
desconsuelo. Atinó a buscar un apoyo y susurró: “perdón”, vaya a saber por qué.
Después, salió al patio y miró el cielo que se le teñía de negro: “No, no es
verdad. Yo sé que no es verdad…” Y entrando nuevamente gritó desesperado:
“Cuando germinen él vendrá. ¡El vendrá!”.
No podía ser. No
era verdad. El hijo habría de volver.
Tenía las tres
semillas y la tierra gorda y húmeda de rocío: “Cuando germinen, él vendrá”.
En la madrugada
del día siguiente, abrió la boca de la tierra y las tres semillas partieron con
el hijo a buscar el centro del tiempo.
Y cada año
repitió la ceremonia con la esperanza clavada en un tierno tallo y una flor que
abriese para revelar el nacimiento de la nueva vida que le devolviera la vida
del hijo.
Pero tallo y
flor se negaban a anunciar la buena nueva.
Se hizo templo.
Se volvió cada vez más roca.
Y así fue como
la canción se transformó en monótono trino.
Ella, acaso para
no morir, aprendió a descifrar el mensaje en la canción.
Hoy, con el
último atardecer, seguramente podrá observarlo como de costumbre hamacándose
levemente al compás y mirando fijamente la tierra.
La monotonía del
canto, le acercará una vez más el angustiado grito de Juan tentando el camino
de la esperanza.
De la
desconsolada esperanza.
“PEPE”
Hermoso, muy sentido relato, todo el dolor reflejado en él...Me encantó...Gracias... Mimí
ResponderEliminarNo todos pueden con palabras reflejar la verdad del momento pasado .
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