José
Mario Lombardo
Por calle La Paz, entre
Corrientes y entre Ríos, está el ingreso al Jardín de Infantes del Normal Nº 3.
Durante varios años, allá por mil novecientos ochenta fui integrante de la cooperadora
de esa institución. Recuerdo que una de las cosas que ayudamos a reacondicionar
fue su patio. Hicimos un nuevo arenero, arreglamos los desagües perimetrales y
también realizamos un mural con restos de cerámica de distintos colores sobre
el muro que separaba el jardín del patio de la escuela.
Con el paso del tiempo, ese viejo
muro se fue deteriorando y los directivos de la escuela y el jardín solicitaron
al Ministerio de Educación provincial una ayuda para repararlo. Fue entonces que
se propuso cambiar el tapial por un muro corrido de menor altura, pilares y un
enrejado parecido al que tiene la escuela en su fachada.
Ya hacía unos años que yo no era
parte de la cooperadora y me tocó en suerte, licitación mediante, hacerme cargo
de la ejecución del nuevo cerco.
Acostumbrábamos con mi socio a
recorrer diariamente las obras que teníamos en ejecución, porque considerábamos
que, sin nuestra presencia, seguro que se cometía algún error o aparecía algún
inconveniente o faltaba algún material para realizar los trabajos. En fin, nos
suponíamos indispensables y nuestra gente estaba habituada a nuestra infaltable
visita.
Una mañana llegué al Jardín y me
quedé observando desde cierta distancia el avance del nuevo cerco. El primer
patio, casi todo de arena, con el enorme árbol central que lo cubría totalmente
con su copa, los senderos de entrada, el patio posterior de baldosas de cemento
y las aulas laterales se conjugaban bastante bien con nuestro trabajo. Ya
habíamos completado la parte inferior del cerco y ahora estábamos haciendo los
pilares trabajando sobre andamios.
Sobre el andamio estaba Ángel.
Ángel era uno de nuestros mejores albañiles: callado, casi ensimismado, solo
interrumpía su trabajo para saludar o para escuchar alguna sugerencia. Si uno
lo observaba, su trabajo parecía lento, parsimonioso, pero lo ejecutado por
Ángel no tenía errores. Con el tiempo, comprendí que parte de su técnica era
esa lentitud y esa lentitud le daba certeza a su trabajo.
Mientras pensaba en esas cosas,
veía como desde el fondo del patio se acercaba muy decidida la señora directora…
Ángel siempre venía a su trabajo
en bicicleta, una tipo inglesa de cubiertas anchas, guardabarros, frenos a
varilla y un portaequipajes trasero donde traía la vianda, la cuchara de
albañil y el martillo de carpintero. Vivía en la zona sur, en uno de los tantos
asentamientos rosarinos donde viven miles que, como él, transitan diariamente el
camino hacia su labor. La mayoría son obreros: albañiles, carpinteros de obra,
pintores, ayudantes, etcétera, que toman sus bicicletas, colocan sus viandas en
el portaequipaje y se aseguran de que llevan consigo sus elementos de trabajo.
Son correntinos, entrerrianos, jujeños, santiagueños, tucumanos, también
paraguayos que saben de carpintería de obra y chilenos o bolivianos que conocen
el oficio de la yesería y que componen, en su mayoría, el plantel de obreros de
la construcción de la ciudad. Viven allí. Casi todos vinieron de otras tierras
y ya los más jóvenes, son nacidos en el lugar.
La decidida Señora Directora
llegó hasta mí y me saludó.
—Buen
día José, quería hablar unas palabritas contigo…
—Buen
día, Nancy.
Nancy me miró y dijo: “En
realidad quería referirme a uno de tus obreros”
¡No podía ser! ¿Qué habrían
hecho? Con ellos nunca se sabe. Me preparé para lo peor.
Continuó: “En realidad quería
comentarte algo con respecto a ese, ¿ves?... el que está ahí, arriba del tablón”.
Me esperaba cualquier cosa, pero justo con
Ángel, ¿Qué haría yo sin Ángel en este trabajo? Hacía el ladrillo visto como
nadie y si debía remplazarlo, me iba a costar mucho conseguir otro albañil
semejante.
Como yo no sabía que decir Nancy
continuó: “Tú sabes que al entrar, todas las mañanas, formamos a los chicos en
el patio, allá frente al mástil, izamos la bandera y los chicos cantan ‘Aurora’.
Bueno, resulta que vengo observando que todos los días, desde que está arriba
de ese tablón, mientras los chicos cantan, este hombre detiene su labor, se
descubre y se queda muy firme mirando la ceremonia. Cuando terminamos el acto,
vuelve a su trabajo. Silenciosamente vuelve a su trabajo”.
Y como yo continuaba sin poder
decir nada ella terminó: “Era por eso nada más. Para felicitarte”.
Se fue y me dejó solo.
Me acerqué, saludé a todos, le
alcancé un balde con mezcla a Ángel y me fui. Ese día no habría de faltar
ningún material ni era tiempo de andar corrigiendo errores.
Hola José Mario, tu relato me emocionó mucho, ya que es lo que en una época se le transmitía a todos los alumnos: el respeto por los símbolos patrios y todos los ciudadanos, desde el más humilde hasta el más encumbrado, lo hacían. Ruego para que se vuelva a esa costumbre. Cariños. Ana María.
ResponderEliminarEn cada escuela, desde la más encumbrada hasta la más humilde, hoy, quizá con otros modos u otras formas, todas la mañanas se sigue repitiendo la ceremonia. Yo creo que los que faltamos arriba del tablón muchas veces somos nosotros, tanto los papás como los abuelos. Un abrazo Ana María, gracias por el comentario.
ResponderEliminarEjemplo de laboriosidad, respeto y humildad. Hoy tendría que haber muchos Ängel.Me encantó tu texto, José-
ResponderEliminarsusana Olivera
LOS HAY SUSANA, LOS HAY...
EliminarJosé Mario, como vos y porque soy uno de esos ejemplares creo que los hay, tal vez no tantos, pero LOS HAY.
ResponderEliminarMuy bueno!!
ResponderEliminarNo había llegado a leer este relato, la gente del Interior como la llamamos muchas veces nos dan lección de respeto, algo que en las ciudades se fue perdiendo. Un correntino respetuosamente te llama: "Che Señor"
ResponderEliminarExcelente relato.