jueves, 23 de abril de 2015

Recuerdos de la primaria

 Carmen Gastaldi

“No te des por vencido ni aun vencido”
Pedro Bonifacio Palacios (Almafuerte)


 Voy tomada de su mano. Su mano, que le transmite alegría a la mía; y esta a mi cuerpo, que se expresa a través de mis pies con pequeños saltitos, que acompañan su paso joven y ágil.
 Hace rato que caminamos buscando la sombra de los frondosos árboles que acordonan las veredas de la calle ¿Catamarca? Hum… sí, creo que era Catamarca. Ella alta, yo pequeñita, las dos con el mismo objetivo. Al llegar a Alvear, en la esquina, una mimbrería. Cruzamos presurosas, entramos y ¡allí estaba! Allí estaba la canastita de mimbre, ovalada, con tapa y un botón y con dos manijitas para llevarla. La tomé y ya no quise dejarla.
 Salimos y por el camino de regreso a casa la fuimos llenando de cosas que mamá tenía anotadas en un papel: un platito con su taza, un vasito plegable, lápices de colores, hojas blancas, tijeritas, goma de pegar… Las cartulinas y la tela a cuadritos rosa y blanco ya no entraron.
 A la tela, las hacendosas manos de mamá la convirtieron en un mantelito y su servilleta, amorosos, adornados con una puntilla blanca que ella misma tejió. El resto pasó a ser los fruncidos voladitos que, una vez pintada de rosa por papá, adornarían, en varias vueltas, mi canastita de preescolar.
 Del primer día de clases no recuerdo nada, supongo que habrá sido tan grande mi emoción que se escondió en algún rinconcito de mi memoria y no lo encuentro. Sí recuerdo perfectamente mi estancia en la escuela y a la escuela misma, con su entrada con varios escalones de mármol blanco, una puerta cancel y más allá el inmenso hall, con su piso de brillantes mosaicos blancos y negros, semejando a un damero. Estaba separado del patio, bello patio, por una mampara con vidrios de colores, que a la tarde, al enfrentarse al sol, vestían la escena de maravillosos reflejos.
 Para la izquierda, la dirección, la biblioteca, puertas al patio, una escalera y un pasillo demasiado oscuro. A la derecha, un aula, luego la salita de preescolar y nuevamente otro pasillo demasiado oscuro. Las veces que he soñado con la escuela, esos pasillos siempre estuvieron presentes, causándome una sensación tenebrosa, creo que era lo único que nunca me agradó.
 Como para entonces no era obligatorio el preescolar, la salita se había improvisado donde se guardaban los mapas, y pequeños animales e insectos dentro de grandes frascos con un líquido especial en su interior para preservarlos. ¡Nada que ver con las salitas actuales! Sí tenía varias mesitas redondas con sus sillitas pintadas de colores, algunos pocos juguetes; y estaban los compañeritos y la señorita Norma, a quien yo prestaba suma atención.
Por esos años, la graduación de la primaria era: 1ro. Inferior, 1ro. Superior, segundo, tercero, cuarto, quinto y sexto grado. Al año siguiente, pues, pasé a 1ro. Inferior, pero lo transité solo por dos semanas, porque según la señorita Lidia (nada de seño) yo estaba preparada para el superior. No sé cómo me evaluó, pero con el consentimiento de mamá, la tercera semana cambié de grado y terminé ahorrándome un año de primaria.
A la mañana concurrían los varones y por la tarde sólo niñas. En los días de frío los recreos eran en el hall. “Prohibido correr”, decía un cartel. Así que paseábamos saboreando nuestra merienda. Allí, instalados al resguardo de las lluvias y del sol, estaban el busto del General San Martín y, un poco más allá, otro en honor a las madres.
 Los días lindos lo eran aún más, porque el patio era nuestro. ¡Bello patio!, inmenso, de mosaicos grandes color arena, con guardas en un azul desteñido.
En el medio, justo en el medio, totalmente a la intemperie, un pedestal cremita donde se apoyaba, todo de mármol blanco, el busto de un señor que durante mis primeros años me intrigó. No era Belgrano ni Sarmiento ni Moreno. Su nombre, que apenas leía: Pedro Bonifacio Palacios.
 Equidistante de esta estatua, hacia los cuatro vértices del patio, nos alegraban el alma cuatro bellos ejemplares de jacarandá que, aparte de ofrecernos su sombra, en primavera, sus flores lilas nos inundaban con su color y su dulce aroma; y, como dice Ma. Elena, “al este y al oeste llueve y lloverá una flor y otra flor celeste de jacarandá”. El patio, para disgusto de las porteras, se alfombraba con sus flores, que contribuían a más de un porrazo nuestro y, por qué no, de alguna que otra maestra desprevenida.
 Siempre amé ir a la escuela. Tal vez, porque me inquietaba la idea de aprender o, tal vez, porque ya soñaba con enseñar; o porque era casi el único lugar que compartía con otras niñas.
 Los días “feos” no me mandaban. Recuerdo que, tanto a la hora de entrada como a la de salida, me instalaba en el balcón de mi casa y, mientras miraba los globitos que la lluvia hacía al chocar sus gotas con el piso o como corría el agua por los cordones, acompañada, a veces, por un barquito de papel, o las chicas que con sus guardapolvos blancos, debajo de las capitas de lluvia, iban o ya regresaban de clase; sí, recuerdo mi llanto, callado y sumiso por haberme perdido ese día.
¡En esa época de mi vida los años eran larguísimos!, pero igual fueron pasando. La señorita Olga y después la señorita María del Carmen que nos acompañó hasta el final.
 Estaría en tercero o cuarto, caminando por el patio, siempre intrigada por “Pedro Bonifacio” y su gesto pensante plasmado en el mármol blanco. Ese día me detuve y leí toda la placa. Debajo del nombre, entre paréntesis decía: “Almafuerte”. ¡Así se llamaba mi escuela! De regreso a casa, mi padre me contó su historia que jamás olvidé. Era escritor, maestro (sin título), periodista contestatario, que aun viviendo en la pobreza más pobre no se dejó corromper y mantuvo sus ideales hasta el fin de sus días. Me enternece su recuerdo.
Fui muy buena alumna. La “libretita de estímulo” venía muy seguido a casa. A pesar de eso, de mis muy buenas notas, del concepto de mis maestras, jamás llevé la bandera, nunca integré un “Organismo Interno” como tampoco participé de ningún acto escolar. Solo una vez arrié la bandera. ¿Discriminación? Tal vez, no con esa palabra, pero sí, claramente de eso se trataba. A la distancia lo veo con más claridad. Éramos pobres, mamá no “vivía todo el día en la escuela”; yo llevaba, muy pocas veces, algunas flores del jardín de casa, a la maestra, pero jamás fui “la ganchuda”.

 Dolió, pero todo me dejó una enseñanza en mi paso por la escuela. Esto me enseñó que las personas valen por sí mismas. Que a los niños hay que inculcarle los valores, con el propio ejemplo. Que no hay “patitos feos” y que justamente hay que integrar a los que más necesitan.

5 comentarios:

  1. A pesar de que yo no hice "Jardín" (creo que no existía por entonces) me acuerdo de la canastita, del vasito plegable, del primer día de clase, de la mano de mamá que tan gráficamente describís... del lento paso de los días cuando uno es joven. Hermoso texto, me trae montones de recuerdos.
    Susana Olivera

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  2. Carmen qué lindo todo lo que has escrito y qué vívidos están tus recuerdos de esos días. Hermoso!

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  3. Carmen muy lindo el relato ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡

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  4. Qué lindo recuerdo !! Qué bueno que esa discriminación tuvo una consecuencia positiva, que te enseñó que no hay patitos feos. Hermosa reflexión !! Felicitaciones Carmen.

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  5. Que lindo!!! Vi esos vasos cuando estuve de viaje y no me pude resistir y traje para mis nietas

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