Carmen Gastaldi
“No te des por vencido ni aun vencido”
Pedro Bonifacio Palacios (Almafuerte)
Voy tomada de su
mano. Su mano, que le transmite alegría a la mía; y esta a mi cuerpo, que se
expresa a través de mis pies con pequeños saltitos, que acompañan su paso joven
y ágil.
Hace rato que
caminamos buscando la sombra de los frondosos árboles que acordonan las veredas
de la calle ¿Catamarca? Hum… sí, creo que era Catamarca. Ella alta, yo
pequeñita, las dos con el mismo objetivo. Al llegar a Alvear, en la esquina,
una mimbrería. Cruzamos presurosas, entramos y ¡allí estaba! Allí estaba la
canastita de mimbre, ovalada, con tapa y un botón y con dos manijitas para
llevarla. La tomé y ya no quise dejarla.
Salimos y por el camino
de regreso a casa la fuimos llenando de cosas que mamá tenía anotadas en un
papel: un platito con su taza, un vasito plegable, lápices de colores, hojas
blancas, tijeritas, goma de pegar… Las cartulinas y la tela a cuadritos rosa y
blanco ya no entraron.
A la tela, las
hacendosas manos de mamá la convirtieron en un mantelito y su servilleta,
amorosos, adornados con una puntilla blanca que ella misma tejió. El resto pasó
a ser los fruncidos voladitos que, una vez pintada de rosa por papá,
adornarían, en varias vueltas, mi canastita de preescolar.
Del primer día de
clases no recuerdo nada, supongo que habrá sido tan grande mi emoción que se
escondió en algún rinconcito de mi memoria y no lo encuentro. Sí recuerdo
perfectamente mi estancia en la escuela y a la escuela misma, con su entrada
con varios escalones de mármol blanco, una puerta cancel y más allá el inmenso
hall, con su piso de brillantes mosaicos blancos y negros, semejando a un
damero. Estaba separado del patio, bello patio, por una mampara con vidrios de
colores, que a la tarde, al enfrentarse al sol, vestían la escena de
maravillosos reflejos.
Para la izquierda, la
dirección, la biblioteca, puertas al patio, una escalera y un pasillo demasiado
oscuro. A la derecha, un aula, luego la salita de preescolar y nuevamente otro
pasillo demasiado oscuro. Las veces que he soñado con la escuela, esos pasillos
siempre estuvieron presentes, causándome una sensación tenebrosa, creo que era
lo único que nunca me agradó.
Como para entonces no
era obligatorio el preescolar, la salita se había improvisado donde se
guardaban los mapas, y pequeños animales e insectos dentro de grandes frascos
con un líquido especial en su interior para preservarlos. ¡Nada que ver con las
salitas actuales! Sí tenía varias mesitas redondas con sus sillitas pintadas de
colores, algunos pocos juguetes; y estaban los compañeritos y la señorita Norma,
a quien yo prestaba suma atención.
Por esos años, la graduación de la primaria era: 1ro.
Inferior, 1ro. Superior, segundo, tercero, cuarto, quinto y sexto grado. Al año
siguiente, pues, pasé a 1ro. Inferior, pero lo transité solo por dos semanas,
porque según la señorita Lidia (nada de seño)
yo estaba preparada para el superior. No sé cómo me evaluó, pero con el
consentimiento de mamá, la tercera semana cambié de grado y terminé ahorrándome
un año de primaria.
A la mañana concurrían los varones y por la tarde sólo
niñas. En los días de frío los recreos eran en el hall. “Prohibido correr”, decía
un cartel. Así que paseábamos saboreando nuestra merienda. Allí, instalados al
resguardo de las lluvias y del sol, estaban el busto del General San Martín y,
un poco más allá, otro en honor a las madres.
Los días lindos lo
eran aún más, porque el patio era nuestro. ¡Bello patio!, inmenso, de mosaicos
grandes color arena, con guardas en un azul desteñido.
En el medio, justo en el medio, totalmente a la intemperie,
un pedestal cremita donde se apoyaba, todo de mármol blanco, el busto de un
señor que durante mis primeros años me intrigó. No era Belgrano ni Sarmiento ni
Moreno. Su nombre, que apenas leía: Pedro Bonifacio Palacios.
Equidistante de esta
estatua, hacia los cuatro vértices del patio, nos alegraban el alma cuatro
bellos ejemplares de jacarandá que, aparte de ofrecernos su sombra, en
primavera, sus flores lilas nos inundaban con su color y su dulce aroma; y,
como dice Ma. Elena, “al este y al oeste llueve y lloverá una flor y otra flor
celeste de jacarandá”. El patio, para disgusto de las porteras, se alfombraba
con sus flores, que contribuían a más de un porrazo nuestro y, por qué no, de
alguna que otra maestra desprevenida.
Siempre amé ir a la
escuela. Tal vez, porque me inquietaba la idea de aprender o, tal vez, porque
ya soñaba con enseñar; o porque era casi el único lugar que compartía con otras
niñas.
Los días “feos” no me
mandaban. Recuerdo que, tanto a la hora de entrada como a la de salida, me
instalaba en el balcón de mi casa y, mientras miraba los globitos que la lluvia
hacía al chocar sus gotas con el piso o como corría el agua por los cordones,
acompañada, a veces, por un barquito de papel, o las chicas que con sus
guardapolvos blancos, debajo de las capitas de lluvia, iban o ya regresaban de
clase; sí, recuerdo mi llanto, callado y sumiso por haberme perdido ese día.
¡En esa época de mi vida los años eran larguísimos!, pero
igual fueron pasando. La señorita Olga y después la señorita María del Carmen
que nos acompañó hasta el final.
Estaría en tercero o
cuarto, caminando por el patio, siempre intrigada por “Pedro Bonifacio” y su
gesto pensante plasmado en el mármol blanco. Ese día me detuve y leí toda la
placa. Debajo del nombre, entre paréntesis decía: “Almafuerte”. ¡Así se llamaba
mi escuela! De regreso a casa, mi padre me contó su historia que jamás olvidé. Era
escritor, maestro (sin título), periodista contestatario, que aun viviendo en
la pobreza más pobre no se dejó corromper y mantuvo sus ideales hasta el fin de
sus días. Me enternece su recuerdo.
Fui muy buena alumna. La “libretita de estímulo” venía muy
seguido a casa. A pesar de eso, de mis muy buenas notas, del concepto de mis
maestras, jamás llevé la bandera, nunca integré un “Organismo Interno” como
tampoco participé de ningún acto escolar. Solo una vez arrié la bandera.
¿Discriminación? Tal vez, no con esa palabra, pero sí, claramente de eso se
trataba. A la distancia lo veo con más claridad. Éramos pobres, mamá no “vivía
todo el día en la escuela”; yo llevaba, muy pocas veces, algunas flores del
jardín de casa, a la maestra, pero jamás fui “la ganchuda”.
Dolió, pero todo me
dejó una enseñanza en mi paso por la escuela. Esto me enseñó que las personas
valen por sí mismas. Que a los niños hay que inculcarle los valores, con el
propio ejemplo. Que no hay “patitos feos” y que justamente hay que integrar a
los que más necesitan.
A pesar de que yo no hice "Jardín" (creo que no existía por entonces) me acuerdo de la canastita, del vasito plegable, del primer día de clase, de la mano de mamá que tan gráficamente describís... del lento paso de los días cuando uno es joven. Hermoso texto, me trae montones de recuerdos.
ResponderEliminarSusana Olivera
Carmen qué lindo todo lo que has escrito y qué vívidos están tus recuerdos de esos días. Hermoso!
ResponderEliminarCarmen muy lindo el relato ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarQué lindo recuerdo !! Qué bueno que esa discriminación tuvo una consecuencia positiva, que te enseñó que no hay patitos feos. Hermosa reflexión !! Felicitaciones Carmen.
ResponderEliminarQue lindo!!! Vi esos vasos cuando estuve de viaje y no me pude resistir y traje para mis nietas
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