Ana María Miquel
Ya estaba anunciada la fecha de casamiento
y enviadas las participaciones. En pocos días, pasaría a ser “la señora de”; aunque
nunca tuve en cuenta ese requisito y seguí usando solo mi apellido.
La cuestión fue que una mañana tocaron el
timbre de casa y cuando atendimos era lo que en aquella época se llamaba “una
camionera”, que me traía un baúl desde Buenos Aires.
¡No lo podía creer, un baúl! Sí, era un
baúl gigante, más un colchón de una plaza enrollado y atado con una soga. Ese
regalo no podía ser de otra persona más que de la tía Elena. Efectivamente, era
de ella. En medio de la excitación de toda la familia, mirábamos ese baúl que
en sí mismo era una reliquia. Rectangular, gigante, con precintos en una
hermosa madera, todo de madera maciza, pero forrado en tela con unas grandes
iniciales que decían AP, “Alejandro Piaseski”. Era un baúl que su marido había
traído de Polonia cuando vino a radicarse a la Argentina; y, ahora, fallecido
el marido, ella me lo enviaba a mí.
Siempre fui su sobrina preferida, aunque
mis dos hermanos también eran de la partida. Ella siempre estuvo cerca de
nosotros y nos quiso como si fuéramos sus hijos, los que ella no pudo tener por
un defecto físico que merece otro capítulo aparte.
Volvamos al baúl. Nos dispusimos a abrirlo
para saber lo que me enviaba, cuando estuviera toda la familia presente. Así lo
hicimos y no lo podíamos creer. Se ve que durante días o semanas, estuvo
armando las cosas que irían adentro del baúl y las fue colocando con todo
esmero, sin dejar un solo resquicio vacío. Fue así como empezaron a aparecer:
gamuza para limpiar muebles, broches de la ropa, platos de diario, repasadores,
manteles, trapos de piso, jabones, cubiertos, fuentes, sábanas, frazadas,
vasos, tazas, cacerolas, jarritos, pomada para lustrar zapatos. La lista sería
interminable; pero, así, con toda ternura íbamos desempaquetando cosa por cosa
y ante cada objeto había exclamaciones. No se había olvidado de nada que fuera
necesario para el movimiento diario de una casa. Hasta envió un pesado palo de
amasar, que conservo y uso todavía, no con mi marido, por supuesto.
Todas esas cosas fueron puestas en
funcionamiento, pero muchas las guardé, porque eran demasiadas para una pareja
que recién empieza. Por ejemplo, una cantidad de cuchillos de alpaca marca “Solinger”,
que venían directamente de Alemania y estaban hechos en una sola hoja, tanto la
vaina como el mango.
A medida que fueron pasando los años, yo
necesitaba siempre tener algo de ella cerca o usar sus cosas en la casa, como
así también darles a mis hijos, cuando comenzaron a formar sus nuevos hogares, o
a las personas más queridas algo de “la tía Elena” para que los protegiera y
les trajera suerte, ya que no muchas personas quieren a otras de la manera que
ella nos quiso. Y por ende si me quería a mí y a mis hermanos, igual quería a
mis hijos y sobrinos. Así es como cada vez que voy a la casa de los más
allegados, me encuentro con objetos de ella que se siguen usando. Me quedo
tranquila pensando: “Ella los está cuidando y están bien”. La cábala funciona.
Cuando llegó el día del casamiento, tía
Elena ya estaba instalada en mi casa de Mendoza y esperó a verme vestida de
novia (traje confeccionado por mi mamá) para entregarme más regalos que me
traía y que debía usar esa noche: un rosario de cristal de roca, que desde mi
mano llegaba al dobladillo del vestido, junto al ramo de novia y para las manos
un anillo antiquísimo de brillantes con una forma muy extraña –según ella, era
florentino– y otro que era un ópalo que me cubría la falange entera del dedo
mayor, engarzado en oro; y en el mismo estuche, otro ópalo igual, pero sin
engarzar. Mi mamá no quería que me pusiera el anillo de ópalo, porque, según
ella, esa piedra traía mala suerte. No me lo puse. Ya eran demasiadas joyas
para alguien que nunca usaba ninguna.
La noche del casamiento, en el medio de la
fiesta y mientras se sacaban fotos y se bailaba el vals, mi mamá lloraba como
una marrana. Se arrimó la tía Elena a consolarla:
—¿Estás llorando de
felicidad?
—¡No, estoy llorando
por el mal casamiento que hace mi hija!
Antes de los tres años, ya estaba divorciada y con
un hijo. Volviendo arrepentida a la casita de mis viejos.
Me gusto el final con letra de tango. Nadie está exento de equivocarse.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias Luis, no podía esperar otro comentario por parte tuya, que no fuera el que hiciste. Te extrañamos en el curso. Cariños. Ana María.
ResponderEliminarAna a pesar de no haber usado el anillo de ópalo, la cosa no fue bién... Hermoso relato!
ResponderEliminarSoy Carmen
ResponderEliminarLas madres muchas veces no nos equivocamos, ¿verdad? Pero ... "el amor es más fuerte". Uno, joven, crédulo, se deja llevar por los sentimientos. Seguramente la culpa la tuvo el anillo de ópalo que no usaste!!!
ResponderEliminarCariños
Muy lindo!!!
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