Alberto Nicolorich
Todo comenzaba con los preparativos y la ansiedad de
compartir una aventura que empezaba la noche anterior. Recuerdo que teníamos un
Ford 39 al que papá le había colocado un portaequipaje que cubría todo el techo.
Luego, venia la lona para cubrir las valijas que era de una tela impermeable, por
si nos llovía, cosa que casi siempre ocurría. A todo esto mamá tenía toda la
ropa preparada en sus respectivas valijas, bolsos y sándwiches de mortadela y
queso de un pan francés, del cual todavía siento el olorcito. Cargábamos el
auto muy temprano a la mañana, pues el viaje a Córdoba nos llevaba casi un día.
Salíamos por la ruta 9 y no habíamos hecho muchos kilómetros cuando empezábamos
a reclamar la correspondiente comida y agua fresca.
La velocidad de viaje era 80 kilómetros por hora, por lo que
teníamos tiempo de recrearnos con el paisaje siempre cambiante del viaje. Todo
se ponía más lindo cuando entrabamos en el cruce de las sierras grandes, por
Pampa de Achával, en un típico camino de montaña y precipicios , ruta angosta y
de tierra con puentes de madera que había que pasar despacio. Dos por tres, nos
encontrábamos de frente con el colectivo que hacia el viaje de Mina Clavero a Córdoba
por Carlos paz y que cuando aparecía en una curva –siempre había que tocar
bocina para que el que venía de frente se corriera o bien contra la montaña o
hacia el precipicio, pues el camino era muy angosto–, teníamos que frenar y
ceder el paso.
El cruce de la pampa siempre era emocionante. Los cóndores
nos pasaban volando cerca como para que podamos disfrutar de su majestuosidad o
algún atrevido zorro se pavoneaba al paso del auto. Llegábamos a Mina Clavero y
de allí a Cura Brochero, donde parábamos en el hotel de don Busto –típico
hombre de sierra, con su sombrero negro de ala ancha, bombachas color caqui y
alpargatas negras–, que era el único del pueblo, frente a la plaza, al costado
de la iglesia y la comisaría, de la que tengo una experiencia graciosa para
nosotros en su momento. Tendría unos diez años y nos vino a visitar un primo un
poco más grande, a la tarde. Cuando mis padres y mis tíos se sentaban en la
vereda del hotel a tomar algo, vimos que en la otra esquina había un surtidor
de nafta de los que eran verde con dos botellones arriba cubiertos con un
enrejado, que se cargaban con una manija. Como no tenía el candado en la manija,
hicimos una apuesta que consistía en ver quién llenaba antes un botellón. Todo
bien, mi primo comenzó y llenó uno a lo cual comencé a llenar el otro. Hasta
allí, todo diversión, pero cuando se llenó el otro comenzó a descargarse todo
por la calle, que por suerte era de tierra. Allí, se terminó nuestra diversión
y salimos corriendo a subirnos a un árbol de la plaza, porque se empezó a
reunir gente para saber qué había pasado y también vino la Policía y nuestros
padres, que creo que conociéndonos sabían que por allí habíamos estado.
Mientras tanto, nosotros estábamos lo más quietos posible en
lo más alto de un árbol y desde allí veíamos el panorama, hasta que todo se
calmó, tuvieron que pagar el combustible y recién cuando se calmó todo volvimos
al hotel y tuvimos una buena reprimenda, que nos duró algún día.
Así, terminaron para nosotros esas inolvidables vacaciones,
que a través de los años nos traen hermosos recuerdos.
Que bueno, me traes el recuerdo de aquellos años cincuenta donde cada año Córdoba era nuestro destino para vicitar a la familia de mi madre.
ResponderEliminarGracias por el recuerdo. Un abrazo.
En mi infancia no habían vacaciones, pero sí algunos viajes y la comida era lo más importante. Ja..ja... Muy lindo el relato. Cariños. Ana María.
ResponderEliminarÉramos incansables con nuestras picardías. Cómo nos divertíamos... Me hizo recordar montones de anécdotas tu viaje a Córdoba.
ResponderEliminarcariños
Las diabluras a veces se convertían e "lindos problemas". Ésto se debía, un poco tal vez, a nuestra propia inocencia. Me encanta lo que les duró la reprimenda "algún día". ¡Muy Bueno!
ResponderEliminarMuy lindos recuerdos!
ResponderEliminar