Teresita Giuliano
Los 1° y 2 de noviembre se conmemora en nuestro país el Día de los
Santos y de los Muertos.
Recuerdo que cuando era niña para esa ocasión, ya unas semanas antes,
se limpiaban y pintaban los nichos y panteones que guardaban los restos de los
seres queridos. Había que adecentarlos para recibir a las visitas, que en esos
dos días se dedicarían a recorrer los cementerios de la zona.
Las familias organizaban con antelación los días y horarios en los que
acompañarían a los muertos, ya que algunos se encontraban enterrados en
distintos pueblos.
La ocasión ameritaba ropa nueva (los vestidos veraniegos se estrenaban
allí), también zapatos; sacos y corbatas en los hombres, por supuesto.
En la mayoría de los pueblos del interior, el cementerio se encuentra
alejado unos cuantos kilómetros del mismo, razón por la cual la gente, una vez
llegada, se instalaba dispuesta a pasar unas cuantas horas. Las familias más
pudientes y tradicionales contaban con amplios panteones equipados con bancos y
a resguardo del sol, donde se originaban verdaderas tertulias. Se recibían
parientes que venían únicamente esa vez en el año, generándose un clima
festivo, no exento de lágrimas y emociones. También los chicos disfrutábamos y
jugábamos a las escondidas entre los nichos y las tumbas. Toda esa algarabía
era permitida y aceptada con normalidad.
Afuera del cementerio, los protagonistas eran los vendedores que
aprovechaban el momento para hacerse de unos pesos.
Se colocaban unos tablones para la venta de golosinas y bebidas. Estas se
enfriaban en grandes tachos con hielo. Y para felicidad de los chicos… ¡los
primeros helados del verano!
Esos días eran feriados, a nadie se le hubiera ocurrido ir a trabajar.
Al día siguiente, cuando volvíamos a la escuela, la pregunta obligada
era: “¿Fuiste al cementerio ayer?”.
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