Ofelia
Sosa
Reuní a mis hijos y les conté por qué tenían un
campo.
Primero pregunté: “¿Saben porqué tienen un
campo?
Lucas se rió y contestó: “¡Porque lo heredamos
mamá!”
“¿Y ustedes, qué piensan?”, les pregunte a sus
dos hermanos.
Juan Ignacio dijo sonriendo: “Porque el abuelo
era un gaucho”. Pablito festejando asintió.
“Está claro ninguno tiene noción”, dije con
decepción y, como en un cuento, comencé a contarles:
“Había una vez, en un pueblito llamado La Vanguardia , una señora
muy humilde, que trabajaba en la casa de un gran estanciero, limpiando y
cocinando.
Su patrón, Juan, originario de la provincia de
Buenos Aires, tenía grandes extensiones de campo donde desarrollaba su tarea
diaria. Casado y próximo a ser papá.
El esposo de la mucama, apuesto joven,
trabajaba haciendo changas (localismo
usual para los trabajos de todo tipo no fijos)
Este señor se llamaba Juan José y era el papá
del abuelo Juan. Tanto la patrona como la empleada estaban esperando un bebé.
Ambas embarazadas de su primer hijo.
Los matrimonios transitaban sus vidas dentro
del ámbito de la familia y el trabajo. Había que preparar el ajuar del bebé o
la beba, porque en esa época no había forma de saber el sexo del tan ansiado
primogénito. Ponerse de acuerdo con la elección de los padrinos y el nombre que
elegirían era el ritual que insumía gran parte de sus momentos de ocio.
Un día, Marta, la señora del estanciero,
amaneció descompuesta. Como medida de precaución el médico del pueblo, aconsejó
descanso.
‘Quédese tranquilo, esto es normal en una
señora en su estado. Que coma bien’, aconsejó.
Pasaban los días y el cuadro empeoraba. Cada
día más fatigada, sin fuerzas y demacrada.
Mientras tanto, la mamá del abuelo dio a luz a
Juan un hermoso y robusto bebé, el abuelo de ustedes.
No todo fue festejo, porque a la semana,
falleció Marta, en pleno parto.
Comenzó el luto, la tristeza invadió a las
familias, porque antes, salvando la distancia, también se compartían las
tristezas.
La bisabuela, amamantaba a los dos niños y se
ocupaba de todo. Su trabajo se acrecentó, ya que tuvo que encargarse de ambos
hogares.
Un día sus abuelos fueron llamados por Juan, el
viudo, que les dijo:
‘Quisiera que se ocuparan de mi hijo, hasta que
tenga edad suficiente para llevármelo a Buenos Aires a vivir conmigo. Cuando
esto suceda les dejaré unas hectáreas como agradecimiento’. Y con un apretón de
manos, sellaron el contrato.
Pasaron seis años y el padre y el hijo partieron.
Pero Juan, el estanciero, no olvidó su promesa”.
Qué hermosa historia... sorprende la generosidad con que se movía la gente. Primero la bisabuela y su doble trabajo, después el papá que comparte su riqueza. Felicitaciones!
ResponderEliminarRealmente una historia para una película, muy interesante! Felicitaciones!
ResponderEliminarOfelia, bella y agradecida historia. No sé si ahora sucedería de la misma manera, pero qué bueno se siente el agradecimiento, no por lo material, que es importante, sino por la palabra cumplida! Soy Carmen G.
ResponderEliminarGracias chicas. Me pareció una historia real, digna de compartir, porque demuestra la generosidad, el valor de la palabra y la humildad de esos tiempos.
ResponderEliminarBELLO RELATO QUERIDA ALICIA, UN DIA ME LO COMENTASTE Y ME EMOCIONÉ. ESTA HISTORIA QUEDARÁ PLASMADA PARA SIEMPRE EN ESTE BLOG. SIEMPRE TE RECORDARÉ AMIGA! Q.E.P.D
ResponderEliminarMaria Rosa !