domingo, 9 de noviembre de 2025

Presente

Alberto Castillo

 

Cuando relato mis recuerdos de personajes para mi inolvidables, estoy seguro de que para ustedes son seres desconocidos, anónimos. Y es lógico que así sea.

Los traigo al presente, porque para mí fueron importantes en lo que hoy soy.

En lo virtuoso y en lo no tanto...

Son aquellos que me enseñaron a amar; los amigos que escucharon, los que cuando me equivoqué me lo hicieron notar. Esos seres que con pequeños gestos me hicieron transitar por un mundo más humano y compasivo...

Sin proponérselo, dejaron una huella imborrable en los corazones de quienes los rodearon.

Los invisibles desde el anonimato hacen desde lo cotidiano algo extraordinario.

Nos vamos nutriendo de sus palabras, de sus gestos, nos apropiamos de parte de su vida y vamos construyendo nuestro Yo.

Agradezco mucho a mis amigos que ya no están, los que ya no quiero, a los que hace mucho tiempo no veo. Compañeros de colegio, de trabajo, de militancia.

Mi familia; mi hermano; ese que me inició casi de manera clandestina en la lectura, astucia que entendí pasado el tiempo.

La memoria es tramposa. Es probable que haya romantizado hechos que no fueron tan épicos, pero no me arrepiento de haberlo hecho.

Creo que nadie quiere pasar tontamente por la vida. Y me hace sentir bien que todo es como lo recuerdo.

Todo lo que pasa por la nostalgia es al mismo tiempo maravilloso y triste.

Contar estas historias nos pueden ayudar a sanar.

A cerrar heridas.

Escucharlas o leerlas, también.

Nos hace sentir que somos semejantes. Que nos ayuda a superar el aislamiento, sobre todo en tiempos de pérdidas y desencuentros.

Y cuando nos detenemos a mirar a nuestro alrededor, comenzamos a reconocernos en el otro.

Nos ayuda también a reconocer quiénes somos, de dónde venimos, adónde vamos. ¿Qué es lo que nos distingue de otros, como nos vinculamos y algo para mí determinante e inadmisible? ¿Cuál es el sentido de la vida?

 

Porque estar aquí, ocupar un lugar no es gratuito. Cuando el solo hecho de nacer es casi milagroso, tenemos que justificar nuestra presencia.

 

Y como creo que todo es “colectivo” una de las formas de pagar este peaje es poder transitar juntos las alegrías y los sufrimientos. Y esto solo para empezar…

Una vez escuché que la vida es como un viaje en colectivo; algunos comienzan junto a vos, otros se suben a mitad de camino, muchos se bajan antes de llegar y pocos permanecen con vos hasta el final.

Pero cada uno de ellos dejan algo en tu corazón.

Baja la persiana y disfruta del viaje.

 

“Todo concluye al fin, nada puede escapar

Todo tiene un final, todo termina

Tengo que comprender, no es eterna la vida

El llanto en la risa, allí termina”.

Presente, Vox Dei.

jueves, 6 de noviembre de 2025

Papa p’al loro

 Beatriz Prince

 

En 1987 ocurrieron tres sucesos que me generaron distintas emociones. El Papa Juan Pablo II visita argentina en el mes de abril y en su paso por Rosario un compañero de estudio de Rubén (mi marido) nos invita a tomar mate a su departamento, ubicado en Santa Fe e Italia, para ver pasar al papa móvil y su comitiva. ¡Todo un acontecimiento!

Rubén y su amigo (Juan Manuel) estaban estudiando Veterinaria e iban todos los días a Casilda a cursar.

En esa época Rubén trabajaba como tipógrafo por la mañana en la Municipalidad de Rosario y luego viajaba a Casilda, ¡todo un esfuerzo! Un día decide renunciar pues no estaba de acuerdo con varias cuestiones y con la ética del lugar. Yo lo consideré una valentía, ¡no fue fácil!

Ya vivíamos juntos y decide mudarse a Casilda y ponen con un amigo una veterinaria con venta de plantas y pájaros. Yo, en mis clases de dibujo, lo dibujaba trabajando en el local con las puertas de las jaulas abiertas y los pájaros sueltos volando por la casa.

En la veterinaria tenían un loro viejo, queridísimo por todos: estudiantes, amigos, vecinos y clientes. Imitaba todas las marchas: La Internacional, la Peronista, la Radical y de acuerdo a quien llegaba cantaba la correspondiente y, si una chica entraba o pasaba por la puerta, silbaba el típico silbido de piropo (fui fuiuu).

Cuando por las noches había guitarreada, cosa que sucedía muy a menudo, al otro día Harry, el loro, intentaba dormir cubriéndose la cara con las alas, por la luz.

Una mañana llega mi marido a casa con el loro dentro de su jaula y me dice: “Harry se enfermó, está triste, no quiere comer hace unos días, no habla, no silba”. ¡Tremenda noticia, que me entristeció! Una mañana, estando sola con el loro, mientras preparaba mis clases de Hatha Yoga y Técnicas corporales, porque soy instructora, se me ocurre una idea. “Una idea es como un beso”, dice mi amiga Flor Balestra y pienso: “¡Si el nació en el litoral, como yo, es probable que su música de cuna sea el chamamé!”. La misma que me acunó, pues mi mamá escuchaba radio Goya, que estaba enfrente de Reconquista, ciudad donde nací.

Sin dudar busco un casete, lo pongo, y suena un “chamamé maceta”, vibrante y colorido. Al rato, en cámara lenta, Harry corre el ala de sus ojos, se incorpora y yo lo aliento diciéndole: “¡Vamos Harry, vamos, tenés que vivir!”. De repente, gira en su trapecio y comienza a emitir sonidos, y al final algo así como un débil sapucai.

¡Yo no entraba en mí!, el loro reaccionó. Corro a buscar comida, preparo un plato con frutas, semillas, nueces y el alimento que considere aceptara. Y así, lentamente, comenzó a comer.

Nuestro living se convirtió en una “bailanta” y yo, exultante y feliz, comencé a bailar también. Así nos encontró Rubén al mediodía, meta baile y sapucai.

Días después vuelve a Casilda y yo sigo visitándolo.

Un día uno de los estudiantes lo asusto, Harry trepó por los techos y no volvió. En mi fantasía, voló tras los acordes de un acordeón que le alegro el corazón.

Rebelión en Arrecifes

 Mirta Prince

 

El verano era insoportable en ese enero de 1955. Las altas temperaturas y falta de agua y energía eléctrica hicieron que el carácter sumiso, responsable, negociador que caracterizaba a su población hizo que se agrupara y organizara para marchar a la Municipalidad, en busca de una respuesta inmediata a las carencias sufridas y complicadas por el sofocante calor.

Lo acordado era marchar a fin de lograr ser recibidos por el Intendente.

Se determinó reunirse a las 18 en Ricardo Gutiérrez y Necochea, esquina del Banco Provincia.

Marchaban sigilosamente familias completas, por supuestos mi hermano Lucho, Pelusa y Abel primos, iban en el grupo.

La Policía tenía definida su actuación. Una parte montada y otras de pie impedirían que llegaran a la plaza Mitre.

La violencia era terrible, tratando de dispersar a la gente, disparando con su arma reglamentaria.

Es así como Carlos Félix y Eugenio Camarasa, jóvenes de dieciséis años, fueron asesinados por la Policía en el marco de la represión en la esquina de Lamadrid y Ricardo Gutiérrez, precisamente frente a la Farmacia Chacar.

Desde nuestra casa, mi mamá y yo pudimos ver la desesperación de la gente, corrida por la Policía.

Don Juan, vecino de toda la vida, iba entre la multitud saludando a su familia que quería detenerlo y continúo corriendo sin saber adónde iba.

Al día siguiente, comentó no recordar que vivía allí.

Cuando todo se calmó, llegó la tía Cata en busca de Abel, pensando que estaba en casa.

Es ahí donde ven que ninguno de los tres estaba.

Mi padre va a la plaza, encuentra conocidos que le dicen que los habían visto, pero… no aparecían.

Entonces, va a la casa de los abuelos, cercana a la plaza, y allí estaban escondidos por el abuelo, ya que la policía montada seguía recorriendo Alberdi y Rivadavia.

A esta jornada trágica siempre se la consideró fatídica por luchar para tener una vida digna como merece el ser humano.

jueves, 16 de octubre de 2025

De parto

 

Mónica Mancini*

 

Era junio de mil novecientos cincuenta y seis, una joven de unos veintisiete años, con un embarazo avanzado, comenzó a sentir que había llegado la hora de recibir a su hijo; sus manos, trémulas jugaban con su vientre, yendo y viniendo, tratando de adivinar que donde el piecito, o la cabecita…Cuando se precipito el momento preciso, con su bolso de cuero gastado, cargado de ropa y de ilusiones, fue a la casa de la partera del barrio.

Mi madre me contó esta historia montones de veces, tal como la imagino lo repito y lo comparto. No se por qué motivos estaban solo ella y la partera, quien tenía un evento próximo y en el momento en que las contracciones se hicieron más frecuentes, se fue a la panadería a comprar masas finas. Ella solita y con dolores la pasó realmente muy mal. Y así fue que cuando al fin llegó y la ayudó a que naciera, mi aspecto era bastante patético, muy morada y más feíta que lo que acostumbran a ser los recién nacidos. ¡Y encima de todo… era nena, rompiéndole el sueño a mi padre que soñaba con el varoncito que lo replique!


En casa me esperaba una cuna de madera, pintada de amarillo, con figuritas infantiles, pañales de tela, bombacha de goma y la presencia de mi hermana, la mayor desilusionada con mi aspecto y con mi pasividad. Ella había escuchado muchas veces que tendría una hermanita o hermanito para jugar y eso que veía en la cuna no reaccionaba a su presencia. Tuvo que armarse de paciencia para que podamos convertirnos en las dos compinches que íbamos a ser en un futuro cercano.

“Se le hinchan los pies.

El cuarto mes

le pesa en el vientre

a esa muchacha en flor

por la que anduvo el amor

regalando simiente”.

Llega octubre de mil novecientos setenta y seis, en esta instancia soy yo la embarazada. Ya los bebes no se tenían en la casa de la partera, se acudía a instituciones sanitarias, donde la atención era más completa y se trabajaba mucho con la prevención y la preparación de las madres, especialmente de las primerizas.

Al séptimo mes se comenzaba a hacer una gimnasia preparto, en la que enseñaban a respirar, a jadear, también te daban charlas profilácticas sobre los cuidados que debías tener. Visitaba al medico todos los meses y te exigía una dieta bastante dura, para el hambre y los antojos de la situación.

La preparación también consistía en comprar una caja forrada, muy paqueta y una canastita, para poner la ropa y los cosméticos del bebe respectivamente, todo con puntillas y bordados. Los pañales eran de tela, chiripa, bombacha de látex.

Llegado el momento, acudí al sanatorio, con mucho miedo y todos los enseres necesarios, sosteniéndome del brazo del futuro padre, más nervioso que yo. Muy rápido me llevaron a la sala de partos y fue la primera y mas extraordinaria experiencia que transite, con mucha excitación y ya sin una pizca de temor.

Los que estaban afuera esperando, vieron con ansiedad que se encendió la luz rosa, esa era la manera inmediata de anunciar el género del bebe.

Una vez en la sala y en casa las visitas eran frecuentes y todos la alzaban y besaban sin reparo, compartía espacios comunes y creció sanita y bella.

Y a su manera

volvió al caballo y al carro,

al muñeco de cartón

y los pucheros de barro”.

Junio de dos mil cinco, mi niña cursa los últimos días de embarazo. La emoción de ser abuela no se compara con la de la de ser madre, son dos los corazones que laten en un mismo cuerpo, que se suman al tuyo, que vibra por ellos.

A los tres meses ya sabíamos que era varón, a los seis lo vimos, nadando en el vientre de su madre, descubriendo sus incipientes extremidades, observando su rostro y hasta pudimos tener un CD, para repetir la experiencia todas las veces que se nos ocurra.

Llegado el momento, los preparativos eran más específicos. bolso alegórico con diseños de bebe, bolsas de pañales descartables, ropita de colores variados. Y muchos limites en las visitas y en el cuidado de que el bebe no este en contacto en lugares con muchas personas.

“Si la viese usted

frente al café

jugando rayuela

al atardecer,

es que, a las cinco, su ayer

vuelve de la escuela”.

Todas estas ideas entrelazan mis pensamientos cuando pienso en la línea de la vida, como se transmite generación a generación el cambio y la continuidad. Cambian las circunstancias, pero esta firme la emoción, el prodigio que otro ser aparezca en tu vida para llenarla de una manera casi absoluta. Nos vamos repitiendo, abuela, madre, hija, en un remolino vertiginoso, que nos hace entender que todo no empieza y termina en uno.


             En suma, el milagro de la vida.

“Corre Lagarto...

Pon otra cama en el cuarto.

A empapelarlo de azul

y en agosto de parto”.


* Con ayuda de Joan Manuel Serrat.

Cartas inesperadas

 

Carmen Ramallo

 

Un día, un día cualquiera del año 2017, no recuerdo en qué momento fue porque en realidad sucedió como ese granizo que cae repentinamente sin ser anunciado y te deja helada, así fue cuando sonó el teléfono y del otro lado una voz de hombre no muy grande, más bien joven, preguntó por María del Carmen Ramallo, hija de Santos Hilario. “¿A quién la busca?, pregunté y más o menos así comienza su relato: “Soy Carlos H.... hijo de Florencio, mi papá fue muy amigo del tuyo, vivíamos en Arroyito, mi viejo falleció y al desocupar su departamento encontré unas cartas que seguro te van a importar, ya que tu viejo le escribía al mío, cuando estaba preso en Azul”.

Mientras él me hablaba mi cabeza era un trompo, mil cosas giraban por ella, ya había pasado esa etapa, cada vez que alguien mencionaba a mi papá yo sentía como que me lo iban a traer vivo, pero nunca fue así...

Obviamente, demostré urgente mi interés y acordamos para encontrarnos; él vino a Roldán; primero, pensé en el bar de la esquina de mi casa y nuevamente el fantasma se cruzó (el de la dictadura, el que te perseguía, el que te desaparecía) y pensé, pero no sé quién es y sobre la marcha dije la estación de servicio, donde está el semáforo, a las 16.

Más tarde cuando estuve con mis hijos me decían: “Pero, mamá, ¿cómo sabes que es cierto quien es? Ellos estaban tan intranquilos como yo, pero yo recordaba a esa familia, eran tíos y abuelos postizos, vivían a la vuelta de mi tío Juan (hermano de mi papá).

Esa noche traje a mi mente todo el cariño de esa familia, me veo desde muy pequeña yendo a su casa, por calle French y Cortada Estrada, era la casa de la abuela Celina, muchos domingos familieros, con tío Florencio eran como hermanos con mi papá, los abrazos y la algarabía cuando llegaba mi padre con su familia. Carlos, el joven de las cartas, era un bebé en ese tiempo, recuerdo hacerlo upa y jugar mucho con ese pequeñito; yo debería haber tenido 14 o 15 años aproximadamente, la última vez que lo vi, porque luego nos mudamos a Buenos Aires.

Se me hizo interminable la espera; dormí poco esa noche; ¿qué dirían esas cartas?, ¿cuánto cariño se han tenido para que esta persona sin conocerme sintiera que debían estar en mis manos esas líneas escritas desde lo más íntimo?.

Llegó la hora. Con pasos de incertidumbre, de desconfío, pero con un deseo inmenso de dar ese paso, poro sería como tener un poquito de mi padre, aunque ya sabía que lo habían matado un mes posterior a su secuestro. poco a poco nos fuimos acercando hasta que nos presentamos y entramos al bar.

Retomó su relato de cómo se había encontrado con lo que él consideraba un tesoro cuando vio esos sobres perfectamente guardados conservados en el tiempo y con el amarillo correspondiente; las tomó con mucho cuidado y las leyó una a una, colmado de emoción; y pensó: “Las deben tener sus hijas”. Pero, a la vez, quería conservarlas porque correspondían a su padre; así que transcribió las misivas y me las envió al mail. También las escaneó para entregármelas.

Para encontrarnos buscó en Facebook, datos sobre sus hijas mencionadas en las mismas y yo no solo vivía más cerca, si no que era una persona activa políticamente.

No me alcanzaban las palabras para agradecerle el hermoso gesto que había tenido. En ellas mi papá le cuenta a Florencio, que estaba preso en Azul que lo acusaban de terrorista. Eso fue en abril de 1959, durante el plan ConIntEs (Conmoción Interna de Estado, durante la presidencia de Arturo Frondizi). También cuenta cómo se defendió ante el tribunal militar. En otras cartas, que habla de su primera hija, del nacimiento de su segunda hija, o sea yo. Cada vez que leo estas cartas me inunda el llanto y la emoción; imagino a mi madre sin el amor de su vida acompañándola a parir, pienso en el llanto de mi padre por no poder estar, la impotencia por estar preso solo por defender su país, su gente, la Navidad sin su familia. Todo ha sido muy injusto.

Fue tomado de la vía pública con otros compañeros, estaba buscando trabajo en un pueblito llamado Barker a 230 kilómetros de Mar del Plata, cuando lo tomaron y lo llevaron a la cárcel de Azul.

Sé por la última carta que comenzó el año 1961 en la cárcel. No sé cuánto tiempo estuvo. Calculo que hasta después de marzo o máximo agosto de ese año, cuando se dio por finalizado el Plan.

Con Carlos acordamos un encuentro en casa, ya que su hermana quería conocernos y ver a mamá; y así lo concretamos el siguiente fin de semana. Fue un momento muy cálido y ameno.

Muchas de las personas que estuvieron presas durante este tiempo (Plan ConIntEs) fueron secuestradas, torturadas y asesinadas durante la aberrante dictadura de 1976 y mi padre fue una de ellas.

Gracias, Carlos, por tu sensibilidad, tu decisión. Gracias, porque ese día lograste que nuestros viejos pudieran volver a encontrarse en nosotros.

¿Cambiaron mi vida las cartas? Sí, todo lo que aportara para conocer más sobre el militante me daban más seguridad y orgullo de ser su hija.

Y permítanme terminar este relato de esta manera en que concibo la vida más llevadera: ¡30.000 compañeros desaparecido presente, ahora y siempre!

Un río de amistad

 

Alberto Castillo

 


            Salvo algunos pasajes no quedaba nada por empedrar.

El tranvía se había extinguido hacía unos años.

El barrio matero y chismoso se estaba apagando.

En ese paisaje deambulábamos esa tarde de sábado en esa primavera tempranamente calurosa.

Nuestro refugio era la costa del río de ese Paraná majestuoso.

Llegábamos sorteando la guardia de Prefectura entre los laberintos de la vieja Refinería y los silos en que almacenaban el cereal.

Aún estaba en plenitud la Junta Nacional de Granos, por lo que era habitual que en los muelles se encontraran amarrados barcos de los diversos países a la espera de llenar sus bodegas con los frutos del granero del mundo.

Ya cerca de los setenta se asomaba la decadencia de ese organismo, que fue determinante en la vida laboral y comercial de Rosario y en particular de Refinería.

Ya acechaban las empresas privadas de exportación de cereales.

Era un día espléndido, atardecía. El sol caía sobre las Islas.

Nosotros mojarreábamos
desde la costa para darle sentido a la tarde.

No picaban ni los mosquitos y recogimos todo para irnos.

Estábamos en eso, cuando de repente Adolfo y el mono Bibi gritaron: “¡Aguanten! Vamos hasta el barco y volvemos”.

Se arrojaron al río marrón desde un poste de amarre, que se erguía a unos metros de la costa.

Los dos eran buenos nadadores y hábiles esquivando espineles.

En el desgastado muelle de madera se encontraba amarrado un viejo barco de carga, enorme, despintado y oxidado en su proa de donde colgaba una cadena con el ancla.

No tendría que haber sido riesgoso para ellos.

Les jugaba en contra su osadía, que no mide consecuencias y ese deseo de alardear delante de nosotros.

Nadaron hasta el barco y los perdimos de vista detrás de esa mole.

Pasaron unos minutos y de repente apareció el Mono gritando y braceando con desesperación: “¡El gringo se fue abajo! ¡Lo empujó la correntada!”

Quedamos petrificados, pasaban los minutos; mirábamos hacia el barco y el Gringo no aparecía...

El primero que reaccionó fue el Flaco Daniel. Corrió hacia la costa y comenzó a empujar hacia el agua la canoa del viejo Pascutti, el Turco lo siguió, remaron como locos; mover ese engendro con forma de canoa no era fácil...

Los minutos pasaban, llegaron hasta el barco, los dejamos de ver.

Los marineros de a bordo se asomaban por la baranda de la cubierta, alertados por el griterío.

Yo atiné a comenzar a subir la escalera de madera para buscar ayuda. Por la mitad me detuvieron unos gritos, miré hacia el barco y observé como Daniel desde el borde de la canoa sujetaba al Gringo de un brazo.

Bajé corriendo y lo vi. Los ojos perdidos, casi no respiraba y su palidez asustaba.

Quedé inmóvil mirándolo. Ese rubio, de una pinta envidiable yacía encogido sobre el barro de la orilla.

Una camioneta de prefectura lo llevó hasta el Hospital Freyre. El más cercano...

A pesar del terror que me invadía lo acompañe.

Lo tomé de la mano durante el trayecto.

Llegó inconsciente

Camilla, médicos....

Quedé en el pasillo; rápidamente fueron llegando todos los muchachos.

Dos días internado. El lunes le dieron de alta.

Dejó de venir al bar y al club.

Pasaron unos días y lo fui a visitar. Lo noté muy cambiado.

Se esforzaba para no darle importancia a lo ocurrido.

Lo seguí visitando. De tanto en tanto caía por el bar de Martínez.

Pasó el tiempo, pasaron los años.

Él se dedicó a estudiar una carrera de economía y administrar un pequeño negocio familiar de papelería.

Tuvo éxito.

A mí me ganó la militancia.

Transcurrió el tiempo.

Una noche en una despedida de soltero de un amigo en común nos volvimos a encontrar.

Los dos habíamos cambiado. Éramos Padres; yo, docente, él un mediano empresario.

Le tendí la mano y él me abrazó fuerte.

Durante la cena, entre risas y recuerdos, surgió nuevamente su “anécdota”. Lo observé incómodo.

Cuando la charla derivó en otros temas, se levantó, pasó detrás de mí y me tocó el hombro.

Tomé los cigarrillos y lo seguí. Intenté prender un cigarro cuando se acercó y comenzó a sollozar.

Me contó con detalles lo que sucedió esa tarde.

Cómo una ola lo arrastró debajo del barco. Cómo intentó subir y se golpeó con el casco. La oscuridad, el terror. La falta de aire. Sentir acercarse la muerte.

Como en un intento final nadó con todas sus fuerzas. Cuando ya se entregaba sintió el brazo del Flaco Daniel que lo arrastraba hacia arriba.

Me volvió a mirar y me dijo: “vos no me salvaste, pero me acompañaste hasta que me salvé”.

“No me diste discursos, te quedaste al lado mío, aún recuerdo tu mano tomando la mía en la camioneta de Prefectura”.

“Hoy que estoy mejor, que vuelvo a reír, que vuelvo a soñar, sé que fue gracias a mí, pero fundamentalmente gracias a ustedes. Sé que le debo la vida a Daniel, que me rescató; pero sobre todo a vos, porque te quedaste a mi lado en medio de la oscuridad y no me soltaste.

Y entonces yo también entendí

La verdadera amistad no se basa en lo que das; sino en resistir juntos cuando el otro no puede dar nada.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Mariposa pecosa

María Alejandra Furiasse

 

Hacer teatro, entrar en ese mundo mágico donde nuestro yo queda desplazado para dar lugar y luz a otros personajes a representar según el libreto.

¡Cuánto encanto! ¡Qué placer! Instantáneamente se me dibuja una sonrisa en mi cara y mis ojos se achinan .

Atesoro en mi corazón cuando salí de “mariposa pecosa” junto a un grupo de mamis en el escenario del Colegio Latinoamericano durante la fiesta de finalización del año lectivo. Una malla enteriza con corazones de colores y alas de tul color turquesa y lentejuelas. Los ensayos en la casa de Blanca, la mamá de Josefina, los cafecitos, las charlas, las risas compartidas. Aún conservo la canastita con forma de cilindro elíptico de metal con tapa decorada con motivos navideños que nos regalaron los directivos de la institución por nuestra participación. Aún hoy, cuando nos encontramos con Betty, me sigue llamando Mariposa pecosa. 

En la Escuela “Gabriela Mistral”, cuando representamos un cuento infantil y salí de “gallina” en una obra donde todas éramos animales de granja y recuerdo que me hice el traje de papel crepé. Una pollera corta anaranjada con calzas amarillas y una remera de mangas largas blanca y en la cabeza una cresta sujetada con invisibles, y un pico hecho de cartón pintado de amarillo con un elástico finito para anudarlo detrás de las orejas.

Pensar en una gallina, en el gallinero inevitablemente me llevó a mi niñez y a sus cacareos coc coc. Cuántas veces habré ido a juntar los huevos, silenciosamente, en puntitas de pie y sorprendiéndome cuando en lugar de blancos encontraba de color.

Los diferentes colores de sus plumas, sus ojos, esas miradas atravesadas por todos los rayos del sol. 

En otro acto la temática fue los trabajos y los trabajadores. Mi papel era de “enfermera” en mi querida Escuela 1080, usando el guardapolvo blanco de una alumna que me lo prestó para esta representación escolar. Y una cofia blanca con una cruz roja por delante hecha con papel glasé . 

En el Teatro “El Círculo”, también con un grupo de madres y padres del Jardín “Mi mundo”, donde concurría mi hijo Gianluca, salí de Superpoderosa Bombón. Tuve que pedir ayuda a una costurera para la realización del vestido de tafeta sin mangas, escote redondo pequeño, color fucsia bordado con lentejuelas; y, para la cabeza, utilicé una peluca anaranjada larga con moño rosado.

Cuántos momentos de deleite pensando cómo iban a disfrutar los peques cuando lo vieran. Entre esos peques también estaban mis hijos.

Hacer teatro antroposófico en el subsuelo de la librería que estaba en la calle Entre Ríos una vez por semana, los días jueves. Y ahí conocí a hermosas personas. La peque, una chica veinteañera con quién también compartimos un taller de teatro, risas y naturaleza en Funes un día sábado. Y la consigna era jugar como niños .

Los niños toman el juego muy seriamente y se divierten y disfrutan. Vivir con el cuerpo, la mente y el alma. Todo unido. Improvisaciones movilizadoras hasta lograr emocionarnos. Picnic, mates y rayitos de sol entre los troncos enormes de los árboles.

Uno de los juegos que hicimos fue saltar a la soga con la particularidad que iban sumándose personas a la par mientras saltábamos. Juegos de disociación con pelotas. Hermoso.

La señora venezolana tan alegre.

 El joven traductor de idioma chino, entre otros. 

Para la apertura del ciclo escolar del año pasado del jardín de infantes organizamos una obrita sencilla con un duende y un hada muy especial, Amparo, hija de Carolina, amante de la danza desde sus siete años. Bella. Personajes que no necesitaban hablar para comunicarse. Miradas. Gestos. Bailes. Estrellitas diminutas y purpurina mágica danzando en el aire para dar comienzo a un nuevo año lectivo. Feliz de haber sido duende por un día con traje prestado verde brillante con un lazo a la cintura y una boina al tono con una flor, porque los peques y las familias lo recordaron durante todo el año.

Y en este momento, estoy ensayando para hacer la obrita de teatro junto a algunas mamis y papás del jardín para el día de las infancias. 

Costureras sin dedal cosen poco y cosen mal

 

Susana Dal Pastro

 

Verano. El patio rojo brillante de mosaicos, matizado de macetas con helechos, begonias, santateresitas, enamorada del muro y, asentada en el suelo, la parra de uva chinche. Rodeada por sillas y sillones, la mesita de hierro y granito se adorna con carpeta bordada y flores en su centro. Desde temprano, cubierto por el toldo, este patio se engalana para albergar a las costureras.

Por ahora somos nada más que seis; perdón, siete con Juanita que, inquieta como siempre, rezonga porque la despertamos de su siesta.

Ya todas con sus labores y dedales en mano. El dedal de Tere es de plata y tiene un punto dorado del que sobresale una Virgencita. Sobre la tabla y por turno, la plancha va y viene soplando sonoro y tibio vapor.

Cuando la altura de las paredes y la parra alcanzan para evitar el sol, mamá recoge el toldo para que haya más luz y aire fresco . Y empieza la desesperación de mi negrita Janny, que llegó a la familia cuando yo era bastante chica todavía; el nombre vino con ella y le sienta muy bien, pero cuando el patio queda huérfano de toldo, Janny se desespera y corre de aquí para allá ladrando a los gatos que la miran desde el alto borde de los techos con inalterable indiferencia.

La profesora de corte y confección es mi hermana. Ella sabe; fue a cursos de costura durante varios años. Me hizo lindos vestidos y tableó rigurosamente con tiza, centímetro e hilvanes la pollera blanca que está terminando para mí. Es la pollera de tablas perfectas y bien marcadas que voy a usar durante toda la temporada. Mientras tanto me toca pasar el punto flojo al elegante chemisier que Tere va a estrenar el día de su cumpleaños. Ojo, tengo que enhebrar la aguja con el hilo blanco muy largo para no quedarme sin hebra enseguida. Cada puntada es un rulito que sigue el molde marcado con tiza y alfileres.

Chiche empezó a engordar así que el jumper de lanilla tiene que ser amplio para que le dure hasta el nacimiento del bebé en junio, pleno invierno.

Ya fui a comprar las facturas. Empieza la ronda del mate. Mamá aparece con la bandeja. Aplausos. Hoy hay un bocado más: ravioles fritos con azúcar. Ricos, distintos y nutritivos. Más aplausos.

Juanita no aguanta más. Grita: “Rica la papa, rica la papa. Pedrito rico. Rica la papa”. Le alcanzo un pedacito de medialuna; la toma con una patita y empieza a comerla.

Mi pollera blanca tiene que tener el ruedo perfecto. Me subo a la mesa grande y mi hermana me pide que gire muy despacio, mientras ella marca el contorno con un marcador. ¡Cuidado! Que no se manche. Desocupen, por favor. Me canso, porque tengo que estar bien derecha y eso me cuesta. ¡Al fin lista la tarea! Ahora, solo queda coser el ruedo a mano en punto cruz.

Las confidencias, los comentarios, los insistentes sorbos al mate, las corridas agitadas de Janny y los rezongos de Juanita que ya se comió su papa, se acompasan con la música de la máquina de coser. El ritmo de las puntadas combina armoniosamente los sonidos y los silencios. Mientras el pedal oscilante de la Necchi va cambiando de zapatos, las tijeras rumorean sobre la madera de la mesa. Todo es un dulce concierto de voces, de telas, de hilos de colores.

Las costureras siguen trabajando.

Para mí llegó la hora de ir a catecismo. Estoy lista: bañada, perfumada y con ropa de salir. Después de rezar, del examen de conciencia y de la acostumbrada confesión, vienen los juegos en el gran patio anterior a la iglesia que es lo más lindo de la tarde del sábado: jugar con las amigas y, a veces, también con las chicas del Hogar*.

Me despido de las costureras.

“Rezá por todas”, me dicen. Janny me mira y mueve la cola; la acaricio.

 Desde la jaula Juanita me saluda con su más grave y ronca voz: “Chau puta”.

 Risas.

¡Algún día te voy a matar! pienso mostrando una falsa sonrisa.

 

* Hogar del Huérfano, Rosario.

Yo escucho blues

María Elena Molina

 

Tendría que empezar a contarles, casi un secreto.

Con mis amigos, frecuentábamos los bares, donde se escuchaba blues, hace más de 20 años.

Estàbamos unidos por la fascinación de los acordes de la armónica, del bajo, la guitarra, el saxo, el piano… por las voces.

 La música nos convocaba.

El blues siempre vuelve, viene de lejos, nos unía, era un afecto, una pertenencia.

El Blues, una música tan sencilla, desde los algodonales, se fue al mundo y se hizo universal. .

Para nosotros, la ceremonia era en los bares.

Alguien dijo, que el blues vendió su alma al diablo, en un cruce de caminos donde conviven la vida y la muerte. Esos maestros fueron irreverentes, sin preceptos de la iglesia, de la religión, sin miedo al alcohol.

Mis amigos me dicen que ahora tenemos poco tiempo.  

Como los bluseros, quizá también dejamos el alma en un cruce. Y no es cierto, que no tengamos tiempo, sólo tenemos escondidos otros secretos. 

Un ruido a lápiz*

Daniel O. Jobbel

      

Desde hace tiempo llevo mi libreta de anotaciones y un lápiz. “Quien escribe, teje. Al fin y al cabo, con hilos de palabras vamos diciendo, con hilos de tiempo vamos viviendo: los textos son, como nosotros, tejidos que andan”, dijo Eduardo Galeano.

¡Oh viejo loco que quieres desafiar el alambique de la tecnología!, me dijo alguien con cara rara, intransigente. 

¡Jamás! Lo simple y necesario para mí, es tener un lápiz o birome y realizar el viaje, respondí.

Tejo historias, relatos. En un tiempo no muy lejos, cuando escribes hay en el papel un ruido del lápiz o la birome. Un suave roce, apenas imperceptible. Un equilibrio raro entre el codo, ese brazo izquierdo, la mano y el lápiz que en un teclado no se conoce. Me gustaba disfrutar del tacto de las hojas con las yemas de los dedos; y la sintaxis es un juego. Allí, las letras maduran como frutas.

¿Qué hace un futuro jubilado en pos pandemia, septiembre 2021?, mirando hacia la ventana del tiempo, en ese barrio Domingo Matheu... Obvio, cuidarse, vacunas, barbijos de todos los colores y cuál es el mejor, finalizado el aislamiento. Ese exilio interno.

¿Qué significa madurar, eso que parece ir hacia el final?, se diría que, en secreto, se envejece con tanta lentitud, ¿y en realidad marcha hacia su esplendor? Creo que sí. Amar es siempre el te amo, verbo presente y no el te aman..., es amor por la escritura.

Quise probar qué pasaría conmigo, me atreví, y conjugué el verbo amar en todos sus tiempos y pretéritos, y así, en la impronta supe exhalar un suspiro escribiendo. 

En el amor, “Puedes dispararme con tus palabras, puedes herirme con tus ojos, puedes matarme con tu odio, y, aun así, como el aire, me levanto”, escribía Maya Angelou, una poeta norteamericana desconocida para nosotros. Y es darse ánimo, una especie de pulsión. Como el ruidito, esa pulsión es como aprietas el lápiz mismo sobre el papel y como dibujas las letras y el sentido de las mismas.

Hace mucho que no me miraba al espejo y en verdad, esta vez él fue tierno conmigo. Usted lector, ¿nunca se vio al espejo?

A todo esto, sigo disfrazado de mí mismo, ignoro qué significa en realidad porque no soy lo que soy, ¿a qué se parece el disfraz de mí mismo?, no encuentro figura alguna en el mirarme. Suelo ser dos en uno. El escribiente, el que piensa y el otro que dice lo que no hace. Entonces, ¿usted qué piensa? Miradas. Se sabe. Solo miradas. Escribiendo, garabateando, dibujando, haciendo.

Agarro una foto cualquiera. La de ella, quizás mi madre. La mía. Otras. Las de mis parientes, aquellas fotos sepias de algún viaje, ese mocoso con la pelota de trapo, o esa de mi padre en la colimba. Son marcas del disfraz en el espejo. Escribo deshilachadas letras. Tengo mal trazo. Poco importa. Y hago que mires o escuche lo que dice la memoria. Miro, digo, pienso. Observo esa mirada. ¿Qué querrás? ¿Quién es ese tipo? ¿Qué piden aquellos ojos? De seguro sé, que son historias por contar. Así consumo en espera la respuesta, como un cigarrillo que se apoya en el cenicero y se acaba sin haber sido pitado. Luego abro más de un libro por día, Artaud, Pizarnick, Cortázar, algunos que se me viene en mente; busco frases que tengan la llave maestra; o una melodía justa y esa letra a medida, esa de Aute quizás, que me diga por dónde carajo, por dónde. Una posible salida.

¿Y dónde pongo lo hallado? Mi lápiz, la goma de borrar, esas trinchetas, el sacapuntas, las fotos, y mi escritura; lo reescrito o eso por escribir. Lo suyo y lo mío, el de ellos, esos personajes que ya quizás existen en algún relato. Nunca juego bien esta historia del buen escribiente. ¿Qué explicación merece? ¿Nada, ni una musa? Demasiadas comas, punto y coma, tal vez, alguna incoherencia. Sí, es satisfacción por lo vivido.

Entonces. ¿Qué haríamos con un posible jubilado, barbudo y sucio, en la mitad de la calle, haciendo cola en un banco, recitando poemas a la carta, o silbando una loca canción? O quizás, ¿qué pasará si suponemos a ese personaje con una bata y barba larga fuera Gandalf? Ese de Ian McKellen que interpreta al ilusionista más famoso de la trilogía de Peter Jackson basada en la obra de Tolkien. "El Señor de los Anillos". Como buen mago que se precie, confiere ese aire imponente, tan palpable en su poderoso personaje. ¿Sería propenso a risas o penas de un audaz jubilado escribiente? Lo digo así a boca de jarro. No lo tomes tan a la ligera, porque yo río como si tuviera minas de oro en una cloaca.

No es rechazo tampoco. El caracol no rechaza el dedo que le roza, se encoge, y es su manera de defenderse de algo. A simple vista, aunque no seas un caracol; sin embargo, pienso que nos parecemos. Mi coraza es escribir.

Así que, por lo tanto, voy a rezongar menos por lo bajo y digo con solo respirar satisfecho, cansado, tozudo, divertido, he vivido a mi modo, sigo escribiendo algo a mano con mi lápiz e ir sacándole punta como si fuera una flecha 'comanche' y mi apuntes ajados, emparchados, tachados, dispersos, pero lleno de honor para mí.

A lo capaz de ser cumplido no apuro las agujas del reloj; me aferro a lo real; escribo y transcribo. Mal o bien. Todavía hay luz para alumbrar ese encuentro. Y sobre todo tiempo.   

Mientras tanto. Envejeces, paseas por los alrededores de los parques, contemplas el ombligo y algo más de las mocosas de la ciudad, que a veces te fue hostil. A cuenta del 'haber', tengo mi lápiz y mi cuaderno de bitácora, digo, soy inmensamente dichoso de ver el sol y guardar una media luna en mis bolsillos. De una cosa convencido: ¡La felicidad existe, pero no es mi culpa! Es debido a ese ruido a lápiz sobre la hoja.

 

*(A mi otro yo). 

Gualeguaychú: tierra de gauchos

 Luis Zandri

 

Desde abril de 2002 hasta agosto de 2007 estuve en Campana )Buenos Aires) como encargado de una carnicería de mi primo Antonio, pero al mismo tiempo teníamos una sociedad de hecho.

En octubre de 2005 le compré el fondo de comercio y pasé a ser el titular del negocio.

En agosto de 2007, Antonio ya había instalado hacía un tiempo dos negocios en Gualeguaychú y estaba haciendo las gestiones administrativas y preparando el salón alquilado para abrir un tercero. Un par de veces me estuvo comentando que, según sus cálculos, no le daban los números de esas carnicerías. Por eso, Antonio puso a un carnicero de su confianza en mi negocio, le dije que se hiciera cargo, que trabajara solo y que nosotros nos íbamos para Gualeguaychú.

De manera que el 27 de agosto estábamos los dos en esa ciudad. Alquilamos una habitación en un hotel, Antonio habló con las dos personas que había dejado encargadas de administrar los dos negocios y luego decidió despedir al cajero del primer negocio abierto, que era el más importante, y yo lo reemplacé. Al correr de los días comprobamos que había buenas ventas y se trabajaba muy bien.

Allá tienen el parque Unzué, que tiene una superficie muy grande, al estilo de nuestro parque Independencia, pero con otras características. Hay un circuito de un kilómetro para correr y hacer gimnasia en varias estaciones en su recorrido. Hay un lago con patos y cisnes, calles pavimentadas y otras de tierra, y está bordeado por un costado por el río Gualeguaychú. Hay también una cancha de fútbol y en un terreno apropiado en el que a veces organizan domas de caballos. En la cercanía de una de las entradas al parque, un gaucho llamado Orellano alquilaba caballos mansos para dar un paseo.

A todo esto, en marzo de 2008, alquilé un local y mi carnicería de Campana, que la había cerrado en enero, decidí trasladarla a Gualeguaychú y, en consecuencia, a fines de abril hice la inauguración del nuevo negocio, con una renovada esperanza de progreso.

Un día fui a una imprenta que nos hacía la papelería de todos los negocios y conocí al dueño llamado Luis Piñeyro. En la charla salió el tema de los caballos y… ¡oh casualidad!, este hombre tenía una chacra en las afueras de la ciudad, saliendo por calle Urquiza, a un kilómetro del regimiento militar y cerca de la ruta 14. Allí, tenía diez caballos. Su familia eran su esposa y cuatro hijos varones mayores.

Me invitó para que fuera los domingos al mediodía, después de cerrar la carnicería, de modo que todos los domingos allá iba yo muy alegre y satisfecho de haber conocido a esta familia, de gente tan buena, sencilla y generosa. Él se instalaba con su esposa el sábado en la chacra, hasta el lunes. El domingo almorzábamos, a veces yo llevaba el asado, y sino la esposa cocinaba pastas, o cualquier otra comida que ella decidía hacer. Después, descansábamos un par de horas y luego salíamos a cabalgar.

A veces, venían algunos amigos de ellos, de manera que se formaban grupos de cuatro a seis jinetes. Eran lugares muy lindos para pasear a campo abierto.

Cuando regresábamos se armaba la infaltable mateada, acompañada con lo que había para hacerlo y después jugábamos al truco y al fútbol tenis con los hijos de Luis.

Yo siempre montaba el mismo caballo, un bayo hermoso, enorme y pesado, pero que tenía un andar cómodo. Solo tenía una maña, que seguramente le quedó cuando lo domaron y nunca se la corrigieron. A menudo, cabeceaba para arriba, lo cual era peligroso para mí, porque en un descuido, si yo me agachaba hacia su pescuezo, podía golpearme la cabeza con serias consecuencias.

Finalmente, llegó el mes de mayo y Luis me propuso que desfilara con una agrupación gaucha. Me dijo que él iba a hablar con el jefe de la misma para que yo pudiera hacerlo. Por supuesto que acepté en el acto su propuesta y después comencé a pensar en la vestimenta y el calzado adecuados para el desfile.

Comencé por comprar una bombacha gaucha entablada de color negro, alpargatas negras y además tenía una camisa blanca muy linda. Luis me facilitó el caballo bayo, ensillado con el recado completo, un poncho rojo y negro y un pañuelo para el cuello también de color negro. Un hombre, que era inspector del Senasa y también un gaucho muy conocido porque participaba en la organización de las domas de caballos, me prestó un sombrero negro y la rastra, que es el cinturón ancho de cuero, con adornos de metal; y Luis completó mi atuendo con un chaleco negro, para parecer realmente un auténtico gaucho.

Y, por fin, llegó el día tan ansiado por mí: el domingo 25 de mayo. Tenía que ir a las diez de la mañana a la casa del jefe de la agrupación llamado Néstor y apodado “Pajarito”. Era un hombre muy alto y delgado, con bigotes, de unos 50 años. Me llevó hasta allí Eloy, uno de los hijos de Luis, en una furgoneta. El caballo bayo me lo llevó al tiro de su caballo, el hijo de una vecina de la chacra de Luis que, a su vez, ellos también desfilaban. La madre, con una yegua tordilla blanca y el hijo con un hermoso caballo overo.

Cuando monté al bayo, todos los integrantes de la agrupación, unas quince a veinte personas, me miraban como pensando: “¿Y este de donde salió, sabrá montar?”. Estaba claro, no me conocían, y yo caí como sapo de otro pozo.

Más o menos a las 11.30 salimos, algunos tramos al paso de los caballos y otros al trotecito lento hacia el corsódromo, que estaba bastante retirado de allí. Cuando llegamos nos ubicamos en una cola, a unos 200 metros de la entrada, ya que adelante estaban las agrupaciones que fueron llegando anteriormente.

Comenzó el desfile cerca de las 14. Primero, lo hicieron los alumnos de las escuelas; después, los soldados del destacamento militar de la ciudad y, por último, las agrupaciones gauchas.

En nuestra agrupación, adelante, iban algunos sulkis y otros carruajes manejados por las mujeres, y después los jinetes, que marchábamos de a dos caballos a la par. A mí me acompañaba un gauchito joven con un caballo zaino.

Salió todo muy bien, no hubo ningún inconveniente. Cuando terminamos y me apeé del caballo me dolía todo el cuerpo, habíamos estado montados de cuatro a cinco horas. Pero eso no me importó. Para mí, ese acontecimiento lo consideré como el “broche de oro” a mi trayecto de jinete, a mis 64 años.

Ronda de mate



Daniel Jobbel



Todo objeto tiene su historia, su mensaje y es mi debilidad.

El mate me hace acordar los tiempos de la abuela, en esa humilde casa de barrio Parque, o en las chacras de Murphy donde el gusto era diferente.

Allí, se encontraba ese objeto con calma, gratitud y algo simple que nos devuelva al eje de los recuerdos. Respirábamos hondo. Mi abuelo bajaba un cambio con el trabajo del Quiosco, para agarrar con la intención de hacer lo que le toca, pero con cariño. Que el mate sea el puente, la conversación, el abrigo y la esperanza el motor. Vamos juntos, paso a paso, que lo bueno se construye así: con constancia, escucha los pequeños gestos de un placer cotidiano.

La pava empieza a murmurar antes que el barrio. No grita, avisa. Humeante y con paciencia, nos alerta. Ya esperan en la mesa, el mate, la yerba y esa bombilla que vio mañanas peores y mejores, pero sigue firme como gato viejo. El agua no hierve; se queda en ese punto justo donde el vapor no asusta. Calor de mate, no de sopa, ni de guiso.
La yerba cae como llovizna. Se inclina el mate, se sacude suave, se forma una lomita verde y, del otro lado, un hueco. La bombilla entra ahí, donde hay sombra. No se la mueve más: la bombilla, cuando encuentra su lugar, es como un buen consejo mejor no tocarlo.
Primera cebada, tímida. Se deja que la yerba despierte. Se humedece el borde. Después sí, se carga bien, sin exagerar, y el primer mate es del cebador. No por ego: por responsabilidad. Si está lavado, que sea problema de uno; si está rico, que circule. Así empezaba el círculo, en la casa, en esas playas de vacaciones con el termo comiendo arena, o en esos fogones de los picnics de los setenta.

La ronda arranca y el tiempo afloja. El mate ordena la charla: cada sorbo habilita una historia, cada vuelta baja un cambio. Nadie sopla, nadie revuelve, nadie apura. El que no quiere más dice “gracias” y listo; no hace falta editorial de excusa.

A veces el agua se pasa de temperatura y uno aprende a esperar. A veces la yerba no acompaña y se salva con un chorrito de agua fría. El mate enseña paciencia, administración de recursos y una ética mínima: cebar parejo, escuchar cuando otra habla, no tragarse la última palabra ni la última gota.

Un dato: la bombilla se remonta a los pueblos guaraníes, quienes utilizaban cañas de bambú o pajas perforadas para filtrar las hojas molidas de la yerba mate, evitando que le pasaran trozos a la boca. Con la llegada de los jesuitas y la expansión de su consumo, se adoptaron filtros con fibras y luego se desarrolló el metal, culminando en las bombillas de acero inoxidable, alpaca y plata que conocemos.

Prosigo. Hay mates de silencio y mates ruidosos. Existen mates de calabaza, tradicionales y que aportan un sabor único; mates de madera, que ofrecen un toque rústico, diferente sabor; aquellos inoxidables con cuero y todos los que se le pueda ocurrir a algún ignoto. Mates suntuosos. Mates prohibidos. Aquí hago un paréntesis.

En una oportunidad –aporta Daniel Balmaceda, historiador– el gobernador Hernandarias le escribió al rey de España contándole que el mate era un vicio. Que cebar mate demandaba mucho tiempo, entonces la gente trabajaba menos. Así, tomar mate se volvió una conducta perjudicial. Luego, en 1610, el gobernador Negrón se refirió al mate como un vicio abominable y sucio, que era necesario prohibir y otros datos que omito.

Sigo con el ayer contemporáneo. Hay mates amargos, dulces. Mates con bizcochos, mates con tortas fritas y mates a dieta líquida. Mates de obra, de escritorio, de taller y de sobremesa. Todos comparten ese pequeño pacto: una mano que ofrece, otra que recibe, una pausa que se defiende del apuro. El mate auspicia a la amistad.

Cuando la espuma se apaga y la ronda termina, queda un resto de calor en la palma. No es sólo cafeína: es la certeza humilde de haber estado, de haber compartido algo que no necesita explicación. Mañana se repite porque hay rituales que no se negocian y este, por suerte, es uno de ellos.

Llovía en esa ciudad de pobres corazones en la oscura noche de facto, o eso creo, tal vez la memoria juega una mala pasada. Llueve y el aire trae ese olor a calle mojada, a humedad pesada, que invita a bajar el ritmo. Entre ventanas empañadas de esa casa con techos de zinc, una música de Sui Generis quizás; o esa radio despacito que devuelven las noticias. De seguro con el mate bien caliente, se arma una escena perfecta para la charla y la compañía. Nos preguntamos en algún momento: “¿Dónde va la gente cuando llueve?”. Diría aquella canción de Pedro y Pablo.

Éramos los pibes de quedarnos en casa leyendo alguna revista: Skorpio, Intervalo, Humor Registrado; con una manta como abrigo, mirando pasar los paraguas, de subirse gente al colectivo, o de caminar bajo la lluvia con abrigo y alguna capucha. Contar con un lugar preferido para esos momentos era consigna: un rincón cómodo, esa mesa junto a la ventana, esas imágenes breves que te ordena el día luego del mate. Escuchabas los consejos de nuestra madre o abuela: "no se vayan muy lejos que llueve”, y así armamos entre todos, un mapa de refugios y costumbres para las tardes lluviosas.

Si el día estaba gris, no es un problema: el color lo ponemos nosotros. Mate en mano, abrimos la mañana con cosas simples que sí dependen de uno: una charla corta, una canción que nos guste, un gesto amable. No hace falta que todo esté perfecto para estar bien; pero ese objeto el mate con bombilla, alcanza con elegir dónde poner la atención.

Hoy llueve en este septiembre 2025, como ese recuerdo de aquellos tiempos líquidos y fotos sepias que se esparce en mi memoria. Pintamos con nuestros propios lápices: un rato para nosotros, otro para los demás, y cada sorbo de mate como un pequeño “sí” a la vida.

Las fotos parecen poca cosa, pero son objetos que cuentan historia hasta que el tiempo borra lo demás. Igual el mate. El mate viene de nuestros ancestros. Entonces ellos revelan su verdadero peso: se vuelven tesoros, pequeñas anclas que nos sostienen cuando todo lo otro se desdibuja. Cada imagen guarda una voz, un perfume, una risa: fragmentos de vida que nos recuerdan quiénes fuimos y por qué seguimos.