Raquel Arroyo
Nací ocho años después que mi hermana. Mi padre
deseaba fervientemente tener un hijo varón. Todos sus hermanos habían tenido
varones y él pensaba que teniendo dos mujeres el apellido no iba a tener
continuidad de su lado o quizás era porque quería llevarlo los sábados a la
cancha del Charrúa. Creo que la segunda opción es la más probable. Veía
como sus hermanos llevaban a mis primos a la cancha y él no querría ser menos.
Con el tiempo pudo reivindicarse llevando a mis hijos a ver a su querido Central
Córdoba. Eso era lo importante, porque al fin y al cabo el apellido se perdió.
Todos mis primos tuvieron hijas mujeres...
Dicen que mi padre estaba sentado en un banco de
madera, al lado de la puerta de la sala de partos de la maternidad del Hospital
Ferroviario. Dicen también que cuando la partera salió y anunció que era una
nena, mi padre se quedó sentado, mirando a la nada. Eso dicen... pero yo no lo
creo, ya que fui la preferida de ese hombre inigualable. La partera dijo
también que había un problema, la niña había nacido con pie bot, no era grave,
pero requería una cirugía a la brevedad para que no dejara secuelas. Dicen que
papá olvidó que deseaba un varón en ese mismo momento. Tan frágil y tenía que
ser intervenida.
Todo fue bien, aunque siguieron otras cirugías, la
de la primera semana de vida fue la más complicada. Ya en la casa había que ir
al Registro Civil para anotarme. Los nombres ya estaban elegidos. O al menos
uno de ellos estaba elegido. El otro parece que fue una imposición encubierta.
Mi abuela paterna, era una española que no pasaba el metro y cincuenta de
estatura. Menuda, con su larga trenza enroscada en varias vueltas formando un
rodete sujetado con dos peinetas de carey. La abuela Irene tenía un carácter
con el cual se imponía sin tener que dar órdenes. Bastaba una mirada para que
todos obedecieran, sus hijos, sus nietos, su marido que pasaba cómodamente el
metro noventa de altura.
Bueno, estábamos hablando de mis nombres. Y la
abuela Irene tiene un papel fundamental en el tema. Parece ser que la gallega
había prometido regalar su codiciado juego de té de porcelana con filetes
dorados a quien le diera la primera nieta mujer. Todo decía que mis padres
debieron ser merecedores de esa vajilla tan preciada ante el nacimiento de mi
hermana. Pero no fue así... Dijo que se había olvidado de aclarar que además le
tenían que poner su nombre, y mi hermana ya había sido bautizada. Por lo tanto,
había perdido el derecho. Parece que la abuela en realidad no quería
desprenderse de su juego de té, que no era valioso seguramente; pero para ella
tendría algún significado especial. Y buscó excusas para no regalarlo. Y
después nací yo; entonces, mi mamá decidió ponerme como segundo nombre el de su
suegra. Todavía no sé si fue por el regalo prometido o por darle el gusto a la
abuela. Pero solo le dio el gusto, porque el juego de té nunca fue entregado.
Parece que la gallega era un poco extorsionadora... Primero, presionaba para
que tengan una hija mujer (como si eso fuera posible decidirlo) y luego para
que esa niña lleve su nombre; y seguramente ya había decidido que las tacitas
de porcelana con filetes dorados iban a quedar en su casa para siempre. Mirá la
abuela... Andá a saber qué extraño poder sentía manipulando, ¿no? ¿Quizás
secuelas de la guerra?
Como decía, el segundo nombre ya estaba decidido. El primero lo había elegido mi madre. En realidad, mi madre decidía todo. Hablame de patriarcado... Con mi madre y mi abuela, mi familia practicó el feminismo antes de que el mundo siquiera conociera el término.
Volvamos al día de anotarme en el Registro Civil y convertirme oficialmente en ciudadana. Los nombres elegidos e impuestos por mamá y abuela fueron Mabel Irene. Y allá fue papá, con las órdenes de su madre y su esposa. Dicen que papá volvió a la casa ostentando la partida de nacimiento. Dicen también que cuando mi madre la leyó estuvo a punto de desmayarse, de que se le retire la leche y no poder amamantarme nunca más. Mi padre no había seguido sus órdenes y me puso Raquel... Mamá lloraba, decía que era nombre judío y que ella no quería a los judíos. Nunca sé por qué habrá dicho eso, porque ella era buena con todos y nunca la escuché hablar mal de los judíos. Cuando le pidió explicaciones a mi padre, él le dijo que en realidad se había olvidado del nombre que ella había decidido ponerme y sólo recordaba que terminaba con la sílaba “el”. Y que fue lo primero que se le ocurrió. La “historia oficial” fue esa, pero creo que el problema fue otro... Y así quedó, y fui Raquel Irene para siempre. Pero algunas tías dicen que mamá sabía que mi padre en su juventud había tenido una novia llamada Raquel y que en realidad lo del olvido fue puro cuento. Parece que el viejo ya fue decidido a ponerme el nombre de su antigua novia. Me gustaría saber la verdad de por qué me llamo como me llamo, pero ya no hay a quien preguntar...