jueves, 22 de mayo de 2025

¿Por qué me llamo como me llamo?

 Raquel Arroyo

 

Nací ocho años después que mi hermana. Mi padre deseaba fervientemente tener un hijo varón. Todos sus hermanos habían tenido varones y él pensaba que teniendo dos mujeres el apellido no iba a tener continuidad de su lado o quizás era porque quería llevarlo los sábados a la cancha del Charrúa. Creo que la segunda opción es la más probable. Veía como sus hermanos llevaban a mis primos a la cancha y él no querría ser menos. Con el tiempo pudo reivindicarse llevando a mis hijos a ver a su querido Central Córdoba. Eso era lo importante, porque al fin y al cabo el apellido se perdió. Todos mis primos tuvieron hijas mujeres...

Dicen que mi padre estaba sentado en un banco de madera, al lado de la puerta de la sala de partos de la maternidad del Hospital Ferroviario. Dicen también que cuando la partera salió y anunció que era una nena, mi padre se quedó sentado, mirando a la nada. Eso dicen... pero yo no lo creo, ya que fui la preferida de ese hombre inigualable. La partera dijo también que había un problema, la niña había nacido con pie bot, no era grave, pero requería una cirugía a la brevedad para que no dejara secuelas. Dicen que papá olvidó que deseaba un varón en ese mismo momento. Tan frágil y tenía que ser intervenida.

Todo fue bien, aunque siguieron otras cirugías, la de la primera semana de vida fue la más complicada. Ya en la casa había que ir al Registro Civil para anotarme. Los nombres ya estaban elegidos. O al menos uno de ellos estaba elegido. El otro parece que fue una imposición encubierta. Mi abuela paterna, era una española que no pasaba el metro y cincuenta de estatura. Menuda, con su larga trenza enroscada en varias vueltas formando un rodete sujetado con dos peinetas de carey. La abuela Irene tenía un carácter con el cual se imponía sin tener que dar órdenes. Bastaba una mirada para que todos obedecieran, sus hijos, sus nietos, su marido que pasaba cómodamente el metro noventa de altura.

Bueno, estábamos hablando de mis nombres. Y la abuela Irene tiene un papel fundamental en el tema. Parece ser que la gallega había prometido regalar su codiciado juego de té de porcelana con filetes dorados a quien le diera la primera nieta mujer. Todo decía que mis padres debieron ser merecedores de esa vajilla tan preciada ante el nacimiento de mi hermana. Pero no fue así... Dijo que se había olvidado de aclarar que además le tenían que poner su nombre, y mi hermana ya había sido bautizada. Por lo tanto, había perdido el derecho. Parece que la abuela en realidad no quería desprenderse de su juego de té, que no era valioso seguramente; pero para ella tendría algún significado especial. Y buscó excusas para no regalarlo. Y después nací yo; entonces, mi mamá decidió ponerme como segundo nombre el de su suegra. Todavía no sé si fue por el regalo prometido o por darle el gusto a la abuela. Pero solo le dio el gusto, porque el juego de té nunca fue entregado. Parece que la gallega era un poco extorsionadora... Primero, presionaba para que tengan una hija mujer (como si eso fuera posible decidirlo) y luego para que esa niña lleve su nombre; y seguramente ya había decidido que las tacitas de porcelana con filetes dorados iban a quedar en su casa para siempre. Mirá la abuela... Andá a saber qué extraño poder sentía manipulando, ¿no? ¿Quizás secuelas de la guerra?

Como decía, el segundo nombre ya estaba decidido. El primero lo había elegido mi madre. En realidad, mi madre decidía todo. Hablame de patriarcado... Con mi madre y mi abuela, mi familia practicó el feminismo antes de que el mundo siquiera conociera el término.

Volvamos al día de anotarme en el Registro Civil y convertirme oficialmente en ciudadana. Los nombres elegidos e impuestos por mamá y abuela fueron Mabel Irene. Y allá fue papá, con las órdenes de su madre y su esposa. Dicen que papá volvió a la casa ostentando la partida de nacimiento. Dicen también que cuando mi madre la leyó estuvo a punto de desmayarse, de que se le retire la leche y no poder amamantarme nunca más. Mi padre no había seguido sus órdenes y me puso Raquel... Mamá lloraba, decía que era nombre judío y que ella no quería a los judíos. Nunca sé por qué habrá dicho eso, porque ella era buena con todos y nunca la escuché hablar mal de los judíos. Cuando le pidió explicaciones a mi padre, él le dijo que en realidad se había olvidado del nombre que ella había decidido ponerme y sólo recordaba que terminaba con la sílaba “el”. Y que fue lo primero que se le ocurrió. La “historia oficial” fue esa, pero creo que el problema fue otro... Y así quedó, y fui Raquel Irene para siempre. Pero algunas tías dicen que mamá sabía que mi padre en su juventud había tenido una novia llamada Raquel y que en realidad lo del olvido fue puro cuento. Parece que el viejo ya fue decidido a ponerme el nombre de su antigua novia. Me gustaría saber la verdad de por qué me llamo como me llamo, pero ya no hay a quien preguntar...

Jorge y la luna

 

Mónica Mancini

 

Lo conocí en la escuela especial, en mil novecientos ochenta y tres siendo muy niño. Lo traía su madre, tomado de la mano; se lo observaba feliz cuando caminaba con ella por las calles pobladas de sonidos urbanos de la ciudad. Hablaba alegremente y se notaba encantado solo por estar asido a su mano. A medida que se iba acercando al lugar donde debían separarse su gesto mutaba, los ojos adquirían un brillo espejado y se forzaban por no arrojar las lágrimas que se acumulaban inquietas por escapar. No se quejaba, se quedaba tieso, inerte y la observaba hasta que se confundía en la multitud.

Percibiendo el sentimiento de desamparo que lo envolvía cada vez que su madre se alejaba, yo pasaba mi mano por su hombro, lo pegaba a mi costado, le hablaba procurando “hacer dulce y alegre mi acento”(1) e intentaba por todos los medios construir un vínculo que le permita conectarse con el ambiente escolar.

Pasado unos meses comenzó a expresarse, solo palabras-frase, enunciadas con esfuerzo, no porque le costaba hablar, sino por la gran inhibición que tenía para mirar a los ojos y decir un deseo. Con el tiempo aprendí a leer su mirada. negra, negrísima. ¿qué mensaje ancestral expresaba? ¿cuántas historias de amor y odio se acumulaban en ella?¿cuántas injusticias vieron a lo largo de todas las generaciones que lo precedieron? ¿eran solo sus ojos, o también los de los” tobas” que fueron alienados a lo largo de la historia?

Jorge vivía en el barrio de los tobas, mal llamados así por los guaraníes que los despreciaban y los denominaban de esa manera por su hábito de despejar la frente: “Tová” significa “frente” en el idioma de ellos y, desde el siglo XVI, cuando ambos pueblos luchaban por el territorio comenzaron a nombrarlos de esa forma, que también adoptaron los españoles cuando se apropiaron de sus tierras.

Jorge en realidad pertenecía a la etnia “qom” , que simplemente quiere decir “hombre”. Él guardaba en su mirada toda la historia de su pueblo, solo había que saber leerla.

Llegado el mes de septiembre organizamos un campamento a Tanti, provincia de Córdoba. Todos los chicos estaban felices por la experiencia. Él también, aunque nunca lo decía, escuchaba con atención los proyectos y contribuía trabajando para los preparativos. Fuimos en tren, él se sentó a mi lado y durante todo el trayecto no abandonó su postura erguida, concentrada. Solo reaccionaba si alguien lo molestaba, no devolviendo la agresión, sino rechazándola con entereza. Entre sus manos sostenía una valijita de cartón donde llevaba sus cosas, la asía con dignidad, como custodiando un tesoro ¿guardaba en ella la tibieza de las manos de su madre acomodando su ropa? Mostraba mucha disciplina en todos sus actos, mirándome cada vez que alguien hacía una propuesta para decidir si la obedecía o no.

Llegamos a la casa que nos habían prestado para pasar unos días. Éramos muchos y la vivienda pequeña; no obstante, eso, nos organizamos como para que la mayor parte del tiempo estuviésemos en los alrededores, para disfrutar del paisaje, ir a bañarnos a los arroyitos, gozar de unos días diferentes, que pocas veces nuestros niños tenían oportunidad de compartir con amigos.

Al arribar la primera noche era necesario desarrollar los hábitos de higiene , después de tantas horas de viaje y de pasear por los caminos de piedras. Habilitamos el baño y de a uno fueron pasando rápido para no agotar el agua del tanque. Cuando llegó su turno se negó terminantemente a meterse en la ducha, reaccionó casi con violencia cuando lo increpamos por su falta de aseo. Fue entonces cuando comprendí que el otro, no siempre es “el otro”, que el parámetro no somos “nosotros” y cuando me empecé a preguntar quienes somos “nosotros” y quienes son “los otros”. ¿Por qué pensamos que lo que hacemos de una forma igual es lo que “debe ser” para todos?

Jorge nos miró, por primera vez, con desprecio. Tomó un balde, lo llenó de agua fría y salió a la noche, mirando con devoción la luna llena que iluminaba el jardín, sacó un pequeño trapito de su valija , lo humedeció en el agua y, cual si estuviera cumpliendo con un rito ancestral , comenzó a limpiar su cuerpo, lentamente, detalladamente… en soledad.

La imagen de Jorge resplandecía bajo la luna. Desde la ventana me quedé extasiada observando como este niño, desplazándose como un artista se movía suavemente conservando lo transmitido por su madre, representando un pasado que no podía ser borrado. Comprendí que no existe la subordinación, que nadie por más armado y fuerte que sea, puede evitar el vínculo cerrado de amor que se hereda después de muchas generaciones.

Desde entonces ya no llamo “toba” al pueblo de Jorge e intento enseñar que se le diga, con el mayor respeto, “qom”, hombre , humano digno y adorador de la naturaleza.

 

P.D Pasados muchos años, más de quince, hice una visita con mis alumnos de la Escuela Especial a la escuela Laboral del barrio de Acindar, con la intención de incorporar a los mayores que ya egresaban al aprendizaje de algún oficio.

Los profes, amablemente, nos guiaban por los distintos talleres explicando los objetivos y tareas específicas. Todo el tiempo yo sentía una mirada permanente hacia mi persona, el portador era un muchacho alto, de unos veinte años, morocho y sigiloso. A distancia no dejaba de observarme. Tenía la vaga sensación de conocer esa mirada, no demoré mucho en reconocer a Jorge, lo que confirmé averiguando su nombre. Él me había reconocido inmediatamente y esperaba que yo lo hiciera. Tremendo fue el abrazo en que nos fundimos sellado por el afecto que habíamos cosechado mutuamente en su paso por la Escuela.

Al recordarlo siempre vuelvo a sentir la misma emoción y respeto por esa persona, que supo ayudarme en mi formación docente.

 

(1) Tomado de “La higuera”, poema de Juana de Ibarbourou.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Sara y Ramón

 Alberto Castillo

 

Llegaron a Rosario a principios de los 50 desde Santa Fe. Él, jubilado ferroviario; ella, siempre acompañando. Alquilaban una pieza al lado de mi casa, inquilinato típico en el corazón de barrio Refinería. Mi barrio, paraíso e infierno de inmigrantes. Su origen, africano, más precisamente descendientes de inmigrantes de Cabo Verde.

A diferencia de la mayoría de los inmigrantes de esa zona del mundo, los caboverdianos llegaron al país voluntariamente.

Cabo Verde es una isla de la costa occidental de África, que fue colonia portuguesa.

Llegaron a Argentina durante el Siglo XIX, y su número aumentó desde 1920 hasta principios de la Segunda Guerra Mundial.

Muchos se dedicaron a trabajar como peones de campo o en la incipiente construcción del ferrocarril.

Don Ramón Gomes era jubilado ferroviario.

Lo que los distinguía de los italianos, gallegos, polacos, judíos, turcos y otros tantos que habitaban el barrio, era su piel oscura.

El límite entre mí casa y las de ellos era un alambrado bajo, oxidado y con agujeros que me permitía sortearlo cuantas veces quisiera.

Quizas su soledad, solo alterada por la esporadica llegada de algún sobrino, hizo qué forjaran un entrañable afecto hacia ese pequeño vecino, que los visitaba diariamente con los más insólitos pedidos.

Doña Sara, experta cocinera, se desvivía por darle los gustos a aquel niño; galletas, budines, postres eran esmeradamente preparados con un ingrediente inigualable: el amor de Sara.

Un buen día, Sara le pide a mí madre llevarme al centro de la ciudad, más precisamente al Banco Nación, de San Martín y Córdoba.

Ramón tenía que cobrar su jubilación.

Mí madre, con cierto recelo y atendiendo mis ruegos, accedió.

Seguramente algo en recompensa por la compañía me esperaba.

En la esquina de Gorriti y Monteagudo tomamos el tranvía 25. Para mí, viajar en tranvía ya era un regalo.

Llegamos al banco, don Ramón se acercó a una caja y, luego de que cambiara unas palabras con el empleado, noté que su rostro se transformó y escuché un breve rezongo ante el cajero que solo respondió con un “¡que pase el que sigue!”.

¡Don Ramón no cobraba ese dia, sino el siguiente!

Salimos en silencio, comenzamos a caminar por calle Córdoba.

Yo algo sospechaba, que rápidamente confirmé.

Doña Sara se acerca, en voz baja y con mucha angustia me dice: “El dinero solo alcanzaba para llegar hasta el banco, habrá que caminar”.

Siempre de la mano de Sara comenzamos el lento retorno. Sara, yo y Ramón tomados de la mano.

A poco de andar alguien me toca el hombro y me acerca unas monedas, y así, en un corto trayecto se sumaron otros. En pocas cuadras lo recaudado excedía el valor de los boletos para volver al barrio. 

Hoy el tiempo me devuelve, intacta pero enorme la visión de esos personajes entrañables, caminando por calle Córdoba aferrados de la mano de un niño.

miércoles, 14 de mayo de 2025

Diarios de viajes. Roma y El Vaticano





María Cristina Piñol



Muchos de nosotros, y me incluyo porque así lo hice cuando fui por primera vez, leemos previamente “algo” de lo que vamos a ver, y el resto se lo dejamos para que, en este caso, “Roma nos sorprenda”. Aunque lo parezca, no está muy bueno. Lo ideal es previamente ver un mapa, marcar lo que nos interesa y armar un itinerario, de este modo optimizas tiempo y ahorras dinero. Roma es una ciudad grande y tiene muchísimo para mostrar. Tampoco es lo mejor ir “corriendo” de un punto a otro; todo lo contrario, “el camino hacia Coliseo, foros, etcétera, etcétera, se incluye en el ‘paseo’”. Vale preguntarse: ¿Cuántas veces o cuántas ciudades nos permiten pisar, ver y tocar la Edad Antigua, Media, el Renacimiento, la Edad Moderna, Contemporánea y el Siglo XXI todo en un mismo espacio de tiempo y de lugar? Roma es para caminarla y descubrirla a cada paso, para enamorarse de sus calles estrechas, empedradas e intrincadas, para tomar un “ristretto” en la barra de un bar por la mañana codo a codo con un romano que hace una pausa antes de ir a su trabajo, o para compartir la “hora del aperitivo” en las escalinatas de una fuente cuando terminaron el día de “lavoro” y se juntan a charlar vivamente antes de volver a sus casas. También para comer sus “pastas” en un pequeño restaurante típico de alguna callecita perdida, para caminar sin tiempo por el Rioni Monti, el barrio más antiguo de la Roma moderna, o perderse en el animado y bohemio Trastevere asombrándonos con las verdes enredaderas que cuelgan por sus paredes coloridas. Recorrer la ciudad de noche y ver cómo esas luces “amarillas” que encienden el romanticismo, nos van marcando el camino hacia la Plaza Navona con sus esplendidas fuentes que por efecto de la luz resaltan sus esculturas y tiñen de turquesas sus aguas, y ver la Fantástica Fontana di Trevi aparecer de repente detrás de una esquina. Sí, Roma enamora…

Y, como si todo esto no bastara, también se da el lujo de albergar un Estado independiente dentro de sus murallas, El Vaticano.

En uno de los viajes nos hospedamos en un departamento dentro de las murallas del Vaticano, en una calle llamada Alla Fontana dei Borgo Pío, que desembocaba directamente en las Galerías que rodean a la Plaza San Pedro. En esa oportunidad nos asombró ver a muchísimos aspirantes a monjas y a sacerdotes africanos muy jóvenes.

Cuando te encontrás dentro de la imponente Piazza San Pietro, uno se queda pensando… cuánto poder existe en tan poco espacio. El Vaticano es el estado más pequeño del mundo y su forma de gobierno es la Monarquía Absoluta; o sea, que el Papa ejerce absolutamente todo el poder del Estado y esto no se discute. Pero, además, es el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica; o sea, que también ostenta el título y el poder que esto conlleva, al ser el único conductor y referente de toda la grey católica esparcida por el mundo entero. La Iglesia Católica Apostólica y Romana, a todo lo largo de su historia, ha librado muchas batallas en pos de cobijar feligreses en su seno, algunas literalmente guerras armadas como Las Cruzadas, y otras con el nombre de “Misiones Evangelizadoras” en África, Asia, todo el territorio de América e incluso la mayor parte de la que hoy es Europa Occidental. Paralelamente a su gran poder político, también es innegable su poderío económico. Al ser un Estado independiente, reconocido y soberano, casi todos los países tienen una embajada en el Vaticano, por ejemplo. La fortuna que posee, según el dicho popular, bastaría para terminar con el hambre del mundo, y algo de cierto debe haber en esto. Con solo entrar a los Museos Vaticanos, que es lo que “se deja ver” en cuanto a valores económicos, podemos darnos una vaga idea, si a eso le sumamos los tesoros también visibles en la Basílica, y la Capilla Sixtina, más los secretos bien guardados durante siglos, que han desatado miles de novelas, películas y cientos de libros de diferentes historiadores, investigadores y arqueólogos, tendríamos que concluir que el Papa es más poderoso que los gobiernos de los Estados Unidos, China y la ex Unión Soviética juntas. Las bibliotecas de este pequeño gran Estado, guardan un sinfín de manuscritos antiquísimos que según dicen, resumen la historia universal, y son los secretos más preciados de la Iglesia. Pero, a pesar de toda su historia de poder y también dominación, a pesar de no ser profesante de esta ni de ninguna otra religión, básicamente siendo agnóstica, creo que es un lugar imperdible, admirable por su arquitectura, su arte, y también por esa mística pura y real que sienten sus fieles. Eso sí, no tiene ejército (al menos no de manera tradicional), el estado solo es custodiado por la Guardia Suiza.

La Plaza vista desde la Cúpula de la Basílica es toda una alegoría.

Al inicio de la Vía de la Conciliacion, a la izquierda, se ve el Castel Sant’Angelo, el cual se une a los aposentos papales a través de un puente/túnel, y a la derecha cruzando el Tíber se divisa la Cúpula del Panteón. En el centro de la Plaza se encuentra el obelisco egipcio, uno de los tantos robados y llevados a Roma. A ambos lados de la plaza las fuentes gemelas, por encima de la basilica las estatuas de los doce Apostoles, y sobre el techo de las columnatas las figuras de ciento veinte santos. La Plaza fue diseñada por Gian Lorenzo Bernini, y la idea central de su disposicion fue pensándola como una figura humana, donde la Cúpula es la cabeza, y el columnado los brazos abiertos para acoger a los feligreses de todo el mundo y en si, a la humanidad toda. Cada galeria esta compuesta de cuatro filas de columnas enormes, las que forman tres pasillos en su interior, pero, parandose en medio de la plaza junto al obelisco, y mirando ambas galerias, se verá una sola fila por cada una, ya que las otras tres se ocultan perfectamente sobre la primera, según los estudios arquitectónicos, esto es una obra magnificente que solo un genio pudo haber hecho.

Toda Italia es un derroche de historia, arquitectura, naturaleza, costumbres, arte, sabores y colores, volvería cien veces.

Leí en un blog de viajes esta frase que “viajar a Italia es ir en busca de pedazos de uno mismo que no sabías que te faltaban” y es exactamente lo que yo siento.

jueves, 8 de mayo de 2025

Manjares de los parques



Daniel O. Jobbel



Después de haber leído “La continuidad de los parques”, esa ficción de Cortázar, creí que todo estaba contado. Pero me equivoco. Siempre aparece algo.

Una especie de ventana se anima en mi memoria con la calidad de fotografía que entonces se coloreaban. Miro una y otra vez esas cuadraturas pequeñas donde hay rostros escondidos. Unas fotos gastadas en blanco y negro, otras sepias, de momentos deseables e inolvidables de un pibito de entonces.

Veo un hombre, por ejemplo, tumbado ahí en el césped, que no se ha movido desde que llegué con mis parientes. Tiene el rostro hundido en ese frescor vegetal. No duerme. Respira el olor de la tierra, se alimenta de él mismo, y quizás sin saberlo.

Y aquella madre, sentada en el suelo, junto a ese carrito donde su hijo empieza a vivir, está quieta, una rareza, silenciosa, con los ojos vagos y luminosos, con la serenidad en sus ojos como ese lago de enfrente, bajo la luz del sol. Los bancos están llenos de gente reposada, y los niños corren y se llaman, como una costumbre intacta, pero los gritos no hieren, vienen como acolchados por la densidad tibia del aire.

Si queremos decir algo del parque, simboliza un homenaje a la imaginación y a la creación. Un paseo para todas las edades con estallidos de colores verdes especialmente, pero hay otros que juegan en la mente, espacios de belleza y juegos que desafían los sentidos, donde no se separan cuerpo, mente, y pensamiento en acción pura.

A comienzos de siglo XX, en este sector del Parque Independencia funcionó el Jardín de Niños “Juana Elena Blanco”, luego el Jardín Zoológico y a ello quiero llegar.

Atrevidos, singulares, extravagantes vendedores de golosinas y otras cosas vocean su mercadería frente a ese dichoso lugar, por aquellos años sesenta... Como insectos del lugar, alguaciles, mosquitos, bichos colorados; los hay de todas las edades y sexo. Quizás no tan molestos como los insectos. El territorio ese es para ellos un lecho donde constantemente se consumen sus actitudes.

En bandejas precariamente dispuestas sobres tablones de madera que hacían de mesa improvisada, se despliegan desde esos molinetes de colores en un palito diminuto, que se dejaban girar al viento, globos colgados del cielo con un finito hilo, hasta chocolatines, caramelos, bolas de fraile, churros, tortas con delicioso dulce de leche, y galletitas azucaradas y codiciadas expresamente fabricadas, siluetas de animales bañadas con fondant blanco, rosado y amarillo.

Todo para vender en la antigua entrada frente al hipódromo, donde algunos tíos se jugaban un boleto a la potranca de turno y la espiaban por el alambrado por la calle de Las Palmeras y Leopoldo Lugones.

También al borde Laguito, por la angosta calle, donde enfrente hubo una gran confitería decorando la montañita encantada del parque con su mirador, para saborear un té algunas tardes, aquellas audaces mujeres de aquel pasado; y unas cervezas de turno los muchachos pasados de tragos.

Algo que vino del África y del Oriente, no se sabe bien, es digno de esos guardianes de los dioses en la Grecia antigua, cuidando ese fruto dorado. No les hablo de una naranja, frutilla u otro fruto natural; a ellas se las ve como a un mito de oro, tienen su categoría en el color acaramelado; son auténticas manzanitas.

Según la mitología griega, el Jardín de las Hespérides era un huerto mágico propiedad de la diosa Hera, donde los árboles daban manzanas doradas que otorgaban la inmortalidad a quienes las comían.

Chorreantes de caramelo fundido que las viste con esplendor imperial, con el brillo de una sustancia translúcida, de color ámbar, una aureola dorada que convierte a ese fruto en joyas cuidadosamente preservadas en la vitrina, esos armarios transparentes encaramados sobre ruedas.

Un caldero de cobre contiene el ropaje líquido hirviente que, al endurecerse, otorga a la manzana, clavada en un palillo, la categoría de obra de arte. Su vendedor a risa plena nos ofrece la entrega con gesto airoso de su servidor, el sujeto está seguro de que nosotros vamos apreciar el manjar. Y no son oficios al azar, hay esmero, voluntad, trabajo. Por eso mismo, no se le ha recurrido todavía aún al plebeyo maíz “pororó” para recargar la decoración y hacer, solo en teoría, la más tentadora fruta del Paraíso.

Seguimos la ruta del lago con mis tías y nos encontramos con esa engañifa de los sentidos: el azúcar hilado a colores. Engaño suntuoso a los ojos de los mocosos de entonces, al contemplar ese torbellino vertiginoso, como hilos de seda, que brota de las máquinas y se enreda en el palillo y mueve a imaginar un sabor delicioso, inédito, pero es solo aire, nada más, que deja en la boca un poco satisfacción y misterio de gusto dulzón, apenas.
Era un verano húmedo pero de temperatura envidiable y aparecían ya los maniseros con sus maravillosas locomotoras de lata, hecha manualmente, (quizás merezcan un museo por sus invenciones) con su caliente maní con cáscara. Además, estaban los heladeros en verano, las garrapiñadas o maní praliné también calentito al toque para a ver si alguna muela lo aguantara.

Todos se regocijaba en un paseo de parque con nuestras tías, a las cuales alguna gitana pródiga en pollerones multicolores, imaginaba en profecías invariablemente venturosas leyendas, en la palma de alguna mano, y la suerte está echada. Luego, los fotógrafos ya nombrados en algún relato en el Rosedal o el Palomar, con sus cámaras de trípode, algunos de guardapolvos gris perfeccionan el muestrario costumbrista desplegado en ese sitio en los años mil novecientos sesenta.

Dejo caer los brazos en aquel momento, dejo que entren en mí los efluvios, el aroma, los sonidos, la riqueza misma de la tarde. Y respiro lentamente como si respirase la inmortalidad, y sigo pensando en ese sujeto solitario que continúa su dialogo silencioso con las verdes hojas.

Despedidas de soltera

 

Susana Dal Pastro

 


Las despedidas de soltera que organicé fueron siempre un gran éxito.

Cuando mi hermana anunció su casamiento, fue tanta la euforia que hasta la casa parecía otra; la familia, los amigos, el barrio empezaron a prepararse para la gran ocasión. Y, por supuesto, yo me encargaría de la despedida. ¡Era mi hermana la que se casaba! El lugar ideal, la cantina Stromboli de la galería Córdoba. Lindo ambiente, buena comida, músicos. Esta despedida sería mi consagración como organizadora de eventos.

Llegada la fecha mi futura suegra me llama para decirme que ella también quería ir. Era tanto su entusiasmo que no pude o no supe decirle que no. Todas, incluso la novia, se quedaron boquiabiertas. Y así fue que, a la mesa de amigas, salvo yo, ninguna quería ubicarse al lado de ella. Chau bromas, sorpresas, secretos. Chau intimidades que las casadas venían reservando para ilustrar a las solteras.

La situación se fue calmando a medida que empezaba el ir y venir de los mozos con los platos. En seguida los músicos se acercaron a preguntar quién era la agasajada y qué canción quería que le dedicaran y, la verdad, todas pasamos un hermoso momento.

Tres años después me casaba yo. Consultamos presupuestos para una reunión familiar, ropa, viaje. De mi vestido solamente tenía que preocuparme por el modelo y la tela porque, aunque suene increíble, la mamá de una amiga que era una conocida modista, tenía por costumbre regalar la hechura de los vestidos de novia, algo que hoy es inimaginable.

 Mi hermana y Chiche, la amiga joven de la familia, se encargarían de mi despedida de soltera.

 Yo las veía cuchichear contentas, risueñas, entusiasmadas y eso que las dos tenían hijos chiquitos que atender.

Finalizando los preparativos, salí con mi futuro esposo a cerrar el contrato de alquiler del salón y del fotógrafo. Después, recorrimos zapaterías y compramos lo que nos faltaba para nuestro viaje. Mi hermana y Chiche me habían dicho que al terminar la tarde me esperarían en el bar “Cachito” de avenida Pellegrini y Maipú. Querían que compartiéramos un rato tranquilo solamente nosotras tres.

Mi novio me acompañó hasta el bar, se despidió y yo empecé a buscar la mesa donde estarían mi hermana y Chiche. Un mozo me indicó dirigirme al espacio más apartado del salón y, a medida que avanzaba, vi a mi mamá, a mi abuela, a mis tías, a las amigas de todas ellas, a mi suegra. Y vi también desconocidas caras curiosas observando el espectáculo.

“¡Llegó la novia!”, decían y aplaudían. Me saludaban eufóricas, se reían y yo, helada, trataba de entender qué significaba esa multitud. No faltó ni el fotógrafo. Desde un rinconcito, muy contento, mi novio, cómplice de la sorpresa, se despidió tirándome besos.

Mi hermana se acercó y me dijo al oído: “¡Esta es mi venganza! ¡Trajiste una vieja a mi despedida de soltera y yo te devuelvo la atención con muchas viejas todas juntas!”.

Inolvidable el regalo que me hicieron: una plancha a carbón blanca con mango bermellón conteniendo lindas plantitas. “A una despedida con viejas, corresponde un regalo viejo”, me dijeron y, otra vez, risas y aplausos.