“Memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido”, dice Borges. De eso trata “Contame una historia", un curso de la Universidad Abierta para Adultos Mayores, de la Universidad Nacional de Rosario. Cada martes, vamos reconstruyendo un tiempo que las jóvenes generaciones desconocen y merecen conocer, a partir de recuerdos, anécdotas, semblanzas. Ponemos en valor la experiencia de vida de los adultos mayores, como un aporte a la comprensión y a la convivencia. (Lic. José O. Dalonso)
miércoles, 15 de octubre de 2025
Ronda de mate
Daniel Jobbel
Todo objeto tiene su historia, su mensaje y es mi debilidad.
El mate me hace acordar los tiempos de la abuela, en esa humilde casa de barrio Parque, o en las chacras de Murphy donde el gusto era diferente.
Allí, se encontraba ese objeto con calma, gratitud y algo simple que nos devuelva al eje de los recuerdos. Respirábamos hondo. Mi abuelo bajaba un cambio con el trabajo del Quiosco, para agarrar con la intención de hacer lo que le toca, pero con cariño. Que el mate sea el puente, la conversación, el abrigo y la esperanza el motor. Vamos juntos, paso a paso, que lo bueno se construye así: con constancia, escucha los pequeños gestos de un placer cotidiano.
La pava empieza a murmurar antes que el barrio. No grita, avisa. Humeante y con paciencia, nos alerta. Ya esperan en la mesa, el mate, la yerba y esa bombilla que vio mañanas peores y mejores, pero sigue firme como gato viejo. El agua no hierve; se queda en ese punto justo donde el vapor no asusta. Calor de mate, no de sopa, ni de guiso.
La yerba cae como llovizna. Se inclina el mate, se sacude suave, se forma una lomita verde y, del otro lado, un hueco. La bombilla entra ahí, donde hay sombra. No se la mueve más: la bombilla, cuando encuentra su lugar, es como un buen consejo mejor no tocarlo.
Primera cebada, tímida. Se deja que la yerba despierte. Se humedece el borde. Después sí, se carga bien, sin exagerar, y el primer mate es del cebador. No por ego: por responsabilidad. Si está lavado, que sea problema de uno; si está rico, que circule. Así empezaba el círculo, en la casa, en esas playas de vacaciones con el termo comiendo arena, o en esos fogones de los picnics de los setenta.
La ronda arranca y el tiempo afloja. El mate ordena la charla: cada sorbo habilita una historia, cada vuelta baja un cambio. Nadie sopla, nadie revuelve, nadie apura. El que no quiere más dice “gracias” y listo; no hace falta editorial de excusa.
A veces el agua se pasa de temperatura y uno aprende a esperar. A veces la yerba no acompaña y se salva con un chorrito de agua fría. El mate enseña paciencia, administración de recursos y una ética mínima: cebar parejo, escuchar cuando otra habla, no tragarse la última palabra ni la última gota.
Un dato: la bombilla se remonta a los pueblos guaraníes, quienes utilizaban cañas de bambú o pajas perforadas para filtrar las hojas molidas de la yerba mate, evitando que le pasaran trozos a la boca. Con la llegada de los jesuitas y la expansión de su consumo, se adoptaron filtros con fibras y luego se desarrolló el metal, culminando en las bombillas de acero inoxidable, alpaca y plata que conocemos.
Prosigo. Hay mates de silencio y mates ruidosos. Existen mates de calabaza, tradicionales y que aportan un sabor único; mates de madera, que ofrecen un toque rústico, diferente sabor; aquellos inoxidables con cuero y todos los que se le pueda ocurrir a algún ignoto. Mates suntuosos. Mates prohibidos. Aquí hago un paréntesis.
En una oportunidad –aporta Daniel Balmaceda, historiador– el gobernador Hernandarias le escribió al rey de España contándole que el mate era un vicio. Que cebar mate demandaba mucho tiempo, entonces la gente trabajaba menos. Así, tomar mate se volvió una conducta perjudicial. Luego, en 1610, el gobernador Negrón se refirió al mate como un vicio abominable y sucio, que era necesario prohibir y otros datos que omito.
Sigo con el ayer contemporáneo. Hay mates amargos, dulces. Mates con bizcochos, mates con tortas fritas y mates a dieta líquida. Mates de obra, de escritorio, de taller y de sobremesa. Todos comparten ese pequeño pacto: una mano que ofrece, otra que recibe, una pausa que se defiende del apuro. El mate auspicia a la amistad.
Cuando la espuma se apaga y la ronda termina, queda un resto de calor en la palma. No es sólo cafeína: es la certeza humilde de haber estado, de haber compartido algo que no necesita explicación. Mañana se repite porque hay rituales que no se negocian y este, por suerte, es uno de ellos.
Llovía en esa ciudad de pobres corazones en la oscura noche de facto, o eso creo, tal vez la memoria juega una mala pasada. Llueve y el aire trae ese olor a calle mojada, a humedad pesada, que invita a bajar el ritmo. Entre ventanas empañadas de esa casa con techos de zinc, una música de Sui Generis quizás; o esa radio despacito que devuelven las noticias. De seguro con el mate bien caliente, se arma una escena perfecta para la charla y la compañía. Nos preguntamos en algún momento: “¿Dónde va la gente cuando llueve?”. Diría aquella canción de Pedro y Pablo.
Éramos los pibes de quedarnos en casa leyendo alguna revista: Skorpio, Intervalo, Humor Registrado; con una manta como abrigo, mirando pasar los paraguas, de subirse gente al colectivo, o de caminar bajo la lluvia con abrigo y alguna capucha. Contar con un lugar preferido para esos momentos era consigna: un rincón cómodo, esa mesa junto a la ventana, esas imágenes breves que te ordena el día luego del mate. Escuchabas los consejos de nuestra madre o abuela: "no se vayan muy lejos que llueve”, y así armamos entre todos, un mapa de refugios y costumbres para las tardes lluviosas.
Si el día estaba gris, no es un problema: el color lo ponemos nosotros. Mate en mano, abrimos la mañana con cosas simples que sí dependen de uno: una charla corta, una canción que nos guste, un gesto amable. No hace falta que todo esté perfecto para estar bien; pero ese objeto el mate con bombilla, alcanza con elegir dónde poner la atención.
Hoy llueve en este septiembre 2025, como ese recuerdo de aquellos tiempos líquidos y fotos sepias que se esparce en mi memoria. Pintamos con nuestros propios lápices: un rato para nosotros, otro para los demás, y cada sorbo de mate como un pequeño “sí” a la vida.
Las fotos parecen poca cosa, pero son objetos que cuentan historia hasta que el tiempo borra lo demás. Igual el mate. El mate viene de nuestros ancestros. Entonces ellos revelan su verdadero peso: se vuelven tesoros, pequeñas anclas que nos sostienen cuando todo lo otro se desdibuja. Cada imagen guarda una voz, un perfume, una risa: fragmentos de vida que nos recuerdan quiénes fuimos y por qué seguimos.
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