miércoles, 15 de octubre de 2025

Un viaje al pasado

Alberto Castillo

 

Una mañana de esta semana de septiembre, me encontraba atendiendo la vinoteca de mi hijo.

Eran cerca de las once de la mañana cuando ingresó una joven señora.

Pensé que era una clienta. Me dispuse a preguntar qué necesitaba y me acerqué. Casi no reparó en mí. Comenzó a mirar toda la sala, las paredes, el techo, todo... en silencio.

En un momento alcancé a escuchar como quien habla para sí mismo: “¡Esta era la habitación de mis abuelos, el baño, la escalera!”.

Caminó de prisa hacia el fondo, entró a la cocina, tapó sus ojos con sus manos y levantó su cabeza como reconociendo olores y sonidos. Fue allí donde reparó por primera vez en mí. Comenzó a contarme que allí habían vivido sus abuelos y ella casi toda su infancia.

Que ahora vivía en Capital Federal y que tenía 53 años

Le dije: “¡Sos la hija de Aron, la nieta de don Marcos y doña Berta!”.

Me miró fijamente por primera vez, recostó su cuerpo en la pared y de sus ojos asomaron lágrimas.

¿Usted los conoció?

Le contesté que sí, que su padre Aron era amigo de mis hermanos, sobre todo del mayor, que los dos eran amantes de las motos y que en más de una oportunidad fueron de vacaciones juntos a Córdoba, en motoneta.

Que su abuelo Marcos jugaba a las bochas en el club Faustino con mi padre.

Su abuela Berta, cocinaba comida judía y vendía ropa. Mi madre era clienta en los dos rubros.

Que tenía una tía llamada Clarita, casada con Chiche, compañero de trabajo de mi tío en “Boglione y Covelli”.

Cada cosa, cada detalle, cada recuerdo que le relataba su cara se iluminaba y reía, sonreía, lloraba.

Describí la casa como la recordaba, el frente, el jardín, el limonero, el color de las paredes.

Ella agregó detalles y reía.

En un instante corrió hacia la puerta, miró el número y me preguntó: “¿Es Gorriti 415?”. “Sí”, le respondí .

 

Desde la puerta llamó a su madre.

¡Mamá, conoció a papá, a la Bobbe, al Zeide!

Le dije que tenía fotos de su padre, y mi hermano seguro que muchas.

Me dio su teléfono con la promesa de que se las envíe.

Contó que hace más de treinta años que vive en Capital y que había venido a Rosario al cumpleaños de una prima.

Volvió a la puerta y miró la vereda de enfrente y me preguntó sobre una granja hace mucho tiempo ya cerrada. Y sobre el hijo de los dueños del cual estuvo desde siempre enamorada.

Prometió volver.

Ya en la vereda me abrazó fuerte y volvieron las lágrimas; pero distintas...

 

Hace tiempo que pienso mucho en el recuerdo.

En la obligación de la memoria a perpetuarse en la de otros, más allá del tiempo transcurrido.

Que existe una manera de permanecer, de resistir lo que inevitablemente se llevará lo que somos. No tiene vencimiento. Vive en el gesto, en las sonrisas, en los momentos compartidos.

Persiste en las historias que contaron los que se fueron.

Que por instantes los invade una sonrisa cada vez que recuerden lo que fuimos.

 

Y eso pasó esa mañana. Por un instante, ella pudo imaginar ver a sus abuelos sentados, esperando que se acercaran para darles un beso.

Y creo que esa sensación para ella fue maravillosa. 

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