Alberto Castillo
Eran cerca de las
once de la mañana cuando ingresó una joven señora.
Pensé que era una
clienta. Me dispuse a preguntar qué necesitaba y me acerqué. Casi no reparó en mí.
Comenzó a mirar toda la sala, las paredes, el techo, todo... en silencio.
En un momento
alcancé a escuchar como quien habla para sí mismo: “¡Esta era la habitación de
mis abuelos, el baño, la escalera!”.
Caminó de prisa
hacia el fondo, entró a la cocina, tapó sus ojos con sus manos y levantó su
cabeza como reconociendo olores y sonidos. Fue allí donde reparó por primera
vez en mí. Comenzó a contarme que allí habían vivido sus abuelos y ella casi
toda su infancia.
Que ahora vivía en
Capital Federal y que tenía 53 años
Le dije: “¡Sos la
hija de Aron, la nieta de don Marcos y doña Berta!”.
Me miró fijamente
por primera vez, recostó su cuerpo en la pared y de sus ojos asomaron lágrimas.
¿Usted los
conoció?
Le contesté que
sí, que su padre Aron era amigo de mis hermanos, sobre todo del mayor, que los
dos eran amantes de las motos y que en más de una oportunidad fueron de
vacaciones juntos a Córdoba, en motoneta.
Que su abuelo
Marcos jugaba a las bochas en el club Faustino con mi padre.
Su abuela Berta,
cocinaba comida judía y vendía ropa. Mi madre era clienta en los dos rubros.
Que tenía una tía
llamada Clarita, casada con Chiche, compañero de trabajo de mi tío en “Boglione
y Covelli”.
Cada cosa, cada
detalle, cada recuerdo que le relataba su cara se iluminaba y reía, sonreía,
lloraba.
Describí la casa
como la recordaba, el frente, el jardín, el limonero, el color de las paredes.
Ella agregó
detalles y reía.
En un instante
corrió hacia la puerta, miró el número y me preguntó: “¿Es Gorriti 415?”. “Sí”,
le respondí .
Desde la puerta
llamó a su madre.
¡Mamá, conoció a papá,
a la Bobbe, al Zeide!
Le dije que tenía
fotos de su padre, y mi hermano seguro que muchas.
Me dio su teléfono
con la promesa de que se las envíe.
Contó que hace más
de treinta años que vive en Capital y que había venido a Rosario al cumpleaños
de una prima.
Volvió a la puerta
y miró la vereda de enfrente y me preguntó sobre una granja hace mucho tiempo
ya cerrada. Y sobre el hijo de los dueños del cual estuvo desde siempre
enamorada.
Prometió volver.
Ya en la vereda me
abrazó fuerte y volvieron las lágrimas; pero distintas...
Hace tiempo que
pienso mucho en el recuerdo.
En la obligación
de la memoria a perpetuarse en la de otros, más allá del tiempo transcurrido.
Que existe una
manera de permanecer, de resistir lo que inevitablemente se llevará lo que
somos. No tiene vencimiento. Vive en el gesto, en las sonrisas, en los momentos
compartidos.
Persiste en las
historias que contaron los que se fueron.
Que por instantes
los invade una sonrisa cada vez que recuerden lo que fuimos.
Y eso pasó esa
mañana. Por un instante, ella pudo imaginar ver a sus abuelos sentados,
esperando que se acercaran para darles un beso.
Y creo que esa sensación para ella fue maravillosa.
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