miércoles, 15 de octubre de 2025

Mi primera peregrinación

 Raquel Arroyo

 

En julio del 96 mi hijo, de diecinueve años, enfermó gravemente. Fueron muchos días de angustia y de incertidumbre. Días de salas, terapia intensiva, cirugías, pronósticos desalentadores... Nada me acercó más a Dios que esa situación, nada me hizo más creyente y acrecentó mi fe que aquellos momentos vividos. Y me aferraba a todo lo que me hacían llegar quienes nos conocían. Una medalla de la Virgen de San Nicolás, un rosario traído de El Vaticano, un lugar en la misa del Padre Ignacio, una cadena de oración y hasta la visita de un señor que decían que tenía ciertos poderes. A todo me aferraba, con mi alma y mi vida. Los días pasaban y no había mejoría. Ya había llegado el mes de agosto y seguíamos en una montaña rusa de sentimientos, alternando esperanza con decepciones.

Uno de esos días aciagos, una enfermera de terapia se me acercó mientras yo esperaba que ocurriera el milagro y me dijo: “Vi que tu hijo tiene una medalla de la Virgen del Rosario de San Nicolás. Si tenés fe en ella, pedile que lo sane y prometele que vas a ir caminando a su santuario. Todos los años se hace una peregrinación, prometele que la vas a hacer”.

Y eso hice, sin siquiera saber de qué se trataba. Lo único que yo podía hacer era mantener mi fe. Y pasados los días, y entre la ciencia y la fe, mi hijo se curó. Y como era joven y fuerte, un mes después estaba recuperado totalmente y volvía a ser el de antes, el de siempre.

Por supuesto que no me olvidé de la promesa que había hecho, pero en un tiempo en que las comunicaciones no eran como ahora, poco sabía de cuándo era esa peregrinación. Hasta que un día de mediados de septiembre, escuché por la radio que el sábado siguiente sería aquella caminata de la que yo iba a ser parte. Le comenté a mi mamá que había llegado la hora de cumplir lo prometido.

—Estás segura -me dijo mi madre con gran preocupación- mirá que San Nicolás es muy lejos para ir caminando.

—Tengo que ir, mami- dije con seguridad aparente, pero llena de dudas.

No conocía experiencias de alguien que hubiera ido, y en aquellos tiempos no existía la posibilidad de buscar antecedentes, ni imágenes, ni consejos.

El sábado siguiente, a las dos de la tarde, la peregrinación comenzó su marcha desde la esquina de Ayacucho y Arijón con destino al Santuario. Ahí mismo me enteré que teníamos caminar setenta y dos kilómetros, y que llegaríamos al día siguiente aproximadamente a las ocho de la mañana. Por lo tanto, teníamos por delante dieciocho horas de caminata continua, con cuatro paradas intermedias en las que no estaríamos más de diez minutos en cada una. Mi mente trataba de internalizar todo lo que escuchaba, pero era difícil.

Todos mis pertrechos se resumían en una mochila con dos bananas (fuente de potasio aconsejada por mi madre), un sándwich de queso, una botella de agua, una campera y la pequeña radio a transistores, Pero el cargamento más importante era la fe y la seguridad que me acompañaban.

Y de pronto me encontré caminando con un montón de gente, bajo un cielo inmensamente azul. Me sumé a cantar alabanzas y también canciones folklóricas. Íbamos desde “El Señor de Galilea” hasta “Luna tucumana” sin solución de continuidad. Me sumé a los rezos del rosario. Hablé con personas que no conocía y que perdí luego en el trayecto. Algunas me contaban la razón por la que estaban ahí y yo les contaba las mías. Y a veces llorábamos y a veces nos reíamos. Y no supe cómo se llamaba esa mujer que me contó sus tristezas, ni ese joven que me habló de sus sueños. Nunca me voy a olvidar de sus caras. En ese momento y en ese lugar nos unía la fe y la esperanza.

A las cinco de la tarde hicimos la primera parada. Creí que no iba a ser tan difícil. A las ocho de la noche fue la segunda parada. Apenas llevábamos caminando seis horas, faltaban doce y el cansancio ya se sentía.

A las once de la noche, en la tercera parada, en Pavón, el agotamiento hizo que muchas personas abandonaran la marcha. Traté de no sentarme a descansar porque sabía que iba a ser más difícil. Seguimos la marcha en la oscuridad total de la ruta, ya no había cantos alegres, el único sonido que se escuchaba era el de los bastones golpeando el pavimento y el de alguna letanía lejana. Hubiera necesitado un bastón, pero no lo tenía. Conseguí una rama al costado de la ruta, no me servía de bastón, pero tenerla en mi mano me sirvió para sentir que me agarraba de algo; porque en ese momento, aun rodeada de gente, me sentía irremediablemente sola.

Seguíamos caminando, mis piernas estaban agarrotadas, como si no tuviera rodillas. Temblaba de frío. Alguien se me acercó y me dijo que trate de elongar. Apoyada en un árbol intenté hacerlo. Y de paso lloré, lloré mucho. Era mejor llorar parada que caminando. Miré la hora y era la una de la mañana, quedaban siete horas. En otras circunstancias nadie puede considerar posible que en las condiciones en las que estaba pudiera caminar siete horas más.

Mis piernas habían salido un poco del agarrotamiento, pero el dolor que tenía en los pies era indescriptible, era como si estuviera caminando sobre brasas. A las dos y media de la mañana, llegué a la última parada en Villa Constitución. Entré en una carpa sanitaria, era una imagen patética , era como estar en un sitio asolado por la guerra

Allí, me curaron las ampollas, primero las pincharon y después de ponerle algún desinfectante me vendaron los pies. La persona que me curó me pidió un par de medias limpias para ponérmelas. Pero yo no tenía, ni medias ni bastón, no estaba preparada en absoluto. Me puso las medias sucias de sangre y me miró con tanto cariño, que se sentí que me miraba mi madre.

Regresé al camino, estaba mucho más aliviada, pero el cansancio era extremo. A esa altura, para el lado que mirara, veía entre las sombras gente encorvada, caminando despacio, algunos tirados en la banquina vencidos por el agotamiento. Era una imagen apocalíptica. Pero de repente empezabas a escuchar alguien que comenzaba a cantar. Al pasar por la zona urbana la gente salía de sus casas y alentaba.

A eso de las cuatro de la mañana vi un cartel que decía: “San Nicolás – 12 km”. ¿Era verdad? ¿Faltaban doce kilómetros? ¿Faltaban ciento veinte cuadras? ¿Cómo imaginar que podría hacerlas en las condiciones que estaba? La gente se me adelantaba como si yo estuviera parada. Se me habían endurecido otra vez las piernas, me dolían las ampollas, tenía sueño, tenía frío, me dolían las caderas. A pesar de todo seguía caminando. Hablaba sola, lloraba, me replanteaba actitudes, me proponía cambios. En un momento vi un perro durmiendo en la banquina, tan negro como la noche. Me paré a su lado y le pregunté: “¿Estás bien, negrito? ¿O estás peor que yo?”. El perro se levantó y se puso a caminar a la par de mí. Después de un rato no lo vi más. Creo que no era un perro...

Las primeras luces del amanecer me devolvieron la esperanza. Pero también me permitieron ver que no había nadie a mi lado. Miré para atrás y solo vi una o dos personas como a una cuadra. Ya había entrado en San Nicolás, la mayor parte de la peregrinación ya estaba en el Santuario, yo sería una de las últimas en llegar. Se acercó una camioneta que pertenecía a la organización y me pidieron que subiera, porque ya habían abierto la ruta y era peligroso caminar por ahí. Les agradecí, pero mi decisión era seguir caminando. Un señor se bajó y caminó un rato a mi lado. Se sabe que a esa altura ya no se puede parar bajo ninguna circunstancia, porque cuando uno para no puede seguir. Él lo sabía y por eso caminó a mi lado, mientras me daba ánimo. Delante de mí y a una distancia de unos cien metros iban dos chicas, que también se negaron a subir a la camioneta. Ya estábamos ahí, había que llegar.

 A esa altura lo único que tenía en mi cabeza era la imagen de mi hijo enfermo, acariciando su medallita e inmediatamente veía la imagen de mi hijo recuperado y feliz. Me dije que, si la Virgen había hecho eso por él y por mí, lo que yo estaba haciendo no era demasiado. ¿Qué fue lo que hice? Solo caminar. Y así llegué al santuario. Con el cuerpo maltrecho y la fe intacta. Con la paz interior de haber cumplido la promesa.

Y ésta fue la primera, pero no la última. Hubo diez peregrinaciones más. Con mis hijos, con mi amiga, en grupo y sola en varias ocasiones. Cada una diferente, pero en todas he vivido una experiencia extraordinaria. Fueron los momentos en que más cerca de Dios me sentí, momentos en que me volví tan espiritual que sentí que ni mi cuerpo importaba. Supe que podía hacerlo, no por un desafío físico, sino por un desafío espiritual. 

El camino de la peregrinación es como la vida misma; pruebas constantes, senderos difíciles, oscuridad, nuevos amaneceres, dolores del alma y del cuerpo. Alguien a tu lado que te ayuda, otro que te pone trabas, otro a quien darle una mano. Muchas veces en soledad y otras veces mal acompañado. Pero hay que seguir el camino. Y la idea es no tomar por los atajos, hacerle frente a lo que se presente con fe, con perseverancia y con esperanza.

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