miércoles, 15 de octubre de 2025

Gualeguaychú: tierra de gauchos

 Luis Zandri

 

Desde abril de 2002 hasta agosto de 2007 estuve en Campana )Buenos Aires) como encargado de una carnicería de mi primo Antonio, pero al mismo tiempo teníamos una sociedad de hecho.

En octubre de 2005 le compré el fondo de comercio y pasé a ser el titular del negocio.

En agosto de 2007, Antonio ya había instalado hacía un tiempo dos negocios en Gualeguaychú y estaba haciendo las gestiones administrativas y preparando el salón alquilado para abrir un tercero. Un par de veces me estuvo comentando que, según sus cálculos, no le daban los números de esas carnicerías. Por eso, Antonio puso a un carnicero de su confianza en mi negocio, le dije que se hiciera cargo, que trabajara solo y que nosotros nos íbamos para Gualeguaychú.

De manera que el 27 de agosto estábamos los dos en esa ciudad. Alquilamos una habitación en un hotel, Antonio habló con las dos personas que había dejado encargadas de administrar los dos negocios y luego decidió despedir al cajero del primer negocio abierto, que era el más importante, y yo lo reemplacé. Al correr de los días comprobamos que había buenas ventas y se trabajaba muy bien.

Allá tienen el parque Unzué, que tiene una superficie muy grande, al estilo de nuestro parque Independencia, pero con otras características. Hay un circuito de un kilómetro para correr y hacer gimnasia en varias estaciones en su recorrido. Hay un lago con patos y cisnes, calles pavimentadas y otras de tierra, y está bordeado por un costado por el río Gualeguaychú. Hay también una cancha de fútbol y en un terreno apropiado en el que a veces organizan domas de caballos. En la cercanía de una de las entradas al parque, un gaucho llamado Orellano alquilaba caballos mansos para dar un paseo.

A todo esto, en marzo de 2008, alquilé un local y mi carnicería de Campana, que la había cerrado en enero, decidí trasladarla a Gualeguaychú y, en consecuencia, a fines de abril hice la inauguración del nuevo negocio, con una renovada esperanza de progreso.

Un día fui a una imprenta que nos hacía la papelería de todos los negocios y conocí al dueño llamado Luis Piñeyro. En la charla salió el tema de los caballos y… ¡oh casualidad!, este hombre tenía una chacra en las afueras de la ciudad, saliendo por calle Urquiza, a un kilómetro del regimiento militar y cerca de la ruta 14. Allí, tenía diez caballos. Su familia eran su esposa y cuatro hijos varones mayores.

Me invitó para que fuera los domingos al mediodía, después de cerrar la carnicería, de modo que todos los domingos allá iba yo muy alegre y satisfecho de haber conocido a esta familia, de gente tan buena, sencilla y generosa. Él se instalaba con su esposa el sábado en la chacra, hasta el lunes. El domingo almorzábamos, a veces yo llevaba el asado, y sino la esposa cocinaba pastas, o cualquier otra comida que ella decidía hacer. Después, descansábamos un par de horas y luego salíamos a cabalgar.

A veces, venían algunos amigos de ellos, de manera que se formaban grupos de cuatro a seis jinetes. Eran lugares muy lindos para pasear a campo abierto.

Cuando regresábamos se armaba la infaltable mateada, acompañada con lo que había para hacerlo y después jugábamos al truco y al fútbol tenis con los hijos de Luis.

Yo siempre montaba el mismo caballo, un bayo hermoso, enorme y pesado, pero que tenía un andar cómodo. Solo tenía una maña, que seguramente le quedó cuando lo domaron y nunca se la corrigieron. A menudo, cabeceaba para arriba, lo cual era peligroso para mí, porque en un descuido, si yo me agachaba hacia su pescuezo, podía golpearme la cabeza con serias consecuencias.

Finalmente, llegó el mes de mayo y Luis me propuso que desfilara con una agrupación gaucha. Me dijo que él iba a hablar con el jefe de la misma para que yo pudiera hacerlo. Por supuesto que acepté en el acto su propuesta y después comencé a pensar en la vestimenta y el calzado adecuados para el desfile.

Comencé por comprar una bombacha gaucha entablada de color negro, alpargatas negras y además tenía una camisa blanca muy linda. Luis me facilitó el caballo bayo, ensillado con el recado completo, un poncho rojo y negro y un pañuelo para el cuello también de color negro. Un hombre, que era inspector del Senasa y también un gaucho muy conocido porque participaba en la organización de las domas de caballos, me prestó un sombrero negro y la rastra, que es el cinturón ancho de cuero, con adornos de metal; y Luis completó mi atuendo con un chaleco negro, para parecer realmente un auténtico gaucho.

Y, por fin, llegó el día tan ansiado por mí: el domingo 25 de mayo. Tenía que ir a las diez de la mañana a la casa del jefe de la agrupación llamado Néstor y apodado “Pajarito”. Era un hombre muy alto y delgado, con bigotes, de unos 50 años. Me llevó hasta allí Eloy, uno de los hijos de Luis, en una furgoneta. El caballo bayo me lo llevó al tiro de su caballo, el hijo de una vecina de la chacra de Luis que, a su vez, ellos también desfilaban. La madre, con una yegua tordilla blanca y el hijo con un hermoso caballo overo.

Cuando monté al bayo, todos los integrantes de la agrupación, unas quince a veinte personas, me miraban como pensando: “¿Y este de donde salió, sabrá montar?”. Estaba claro, no me conocían, y yo caí como sapo de otro pozo.

Más o menos a las 11.30 salimos, algunos tramos al paso de los caballos y otros al trotecito lento hacia el corsódromo, que estaba bastante retirado de allí. Cuando llegamos nos ubicamos en una cola, a unos 200 metros de la entrada, ya que adelante estaban las agrupaciones que fueron llegando anteriormente.

Comenzó el desfile cerca de las 14. Primero, lo hicieron los alumnos de las escuelas; después, los soldados del destacamento militar de la ciudad y, por último, las agrupaciones gauchas.

En nuestra agrupación, adelante, iban algunos sulkis y otros carruajes manejados por las mujeres, y después los jinetes, que marchábamos de a dos caballos a la par. A mí me acompañaba un gauchito joven con un caballo zaino.

Salió todo muy bien, no hubo ningún inconveniente. Cuando terminamos y me apeé del caballo me dolía todo el cuerpo, habíamos estado montados de cuatro a cinco horas. Pero eso no me importó. Para mí, ese acontecimiento lo consideré como el “broche de oro” a mi trayecto de jinete, a mis 64 años.

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