Alberto Castillo
El tranvía se había extinguido hacía unos años.
El barrio matero y chismoso se estaba apagando.
En ese paisaje deambulábamos esa tarde de sábado en
esa primavera tempranamente calurosa.
Nuestro refugio era la costa del río de ese Paraná
majestuoso.
Llegábamos sorteando la guardia de Prefectura entre
los laberintos de la vieja Refinería y los silos en que almacenaban el cereal.
Aún estaba en plenitud la Junta Nacional de Granos,
por lo que era habitual que en los muelles se encontraran amarrados barcos de
los diversos países a la espera de llenar sus bodegas con los frutos del
granero del mundo.
Ya cerca de los setenta se asomaba la decadencia de
ese organismo, que fue determinante en la vida laboral y comercial de Rosario y
en particular de Refinería.
Ya acechaban las empresas privadas de exportación de
cereales.
Era un día espléndido, atardecía. El sol caía sobre
las Islas.
Nosotros mojarreábamos
desde la costa para darle
sentido a la tarde.
No picaban ni los mosquitos y recogimos todo para
irnos.
Estábamos en eso, cuando de repente Adolfo y el mono
Bibi gritaron: “¡Aguanten! Vamos hasta el barco y volvemos”.
Se arrojaron al río marrón desde un poste de amarre,
que se erguía a unos metros de la costa.
Los dos eran buenos nadadores y hábiles esquivando
espineles.
En el desgastado muelle de madera se encontraba
amarrado un viejo barco de carga, enorme, despintado y oxidado en su proa de
donde colgaba una cadena con el ancla.
No tendría que haber sido riesgoso para ellos.
Les jugaba en contra su osadía, que no mide
consecuencias y ese deseo de alardear delante de nosotros.
Nadaron hasta el barco y los perdimos de vista detrás
de esa mole.
Pasaron unos minutos y de repente apareció el Mono
gritando y braceando con desesperación: “¡El gringo se fue abajo! ¡Lo empujó la
correntada!”
Quedamos petrificados, pasaban los minutos; mirábamos
hacia el barco y el Gringo no aparecía...
El primero que reaccionó fue el Flaco Daniel. Corrió
hacia la costa y comenzó a empujar hacia el agua la canoa del viejo Pascutti,
el Turco lo siguió, remaron como locos; mover ese engendro con forma de canoa
no era fácil...
Los minutos pasaban, llegaron hasta el barco, los
dejamos de ver.
Los marineros de a bordo se asomaban por la baranda
de la cubierta, alertados por el griterío.
Yo atiné a comenzar a subir la escalera de madera
para buscar ayuda. Por la mitad me detuvieron unos gritos, miré hacia el barco
y observé como Daniel desde el borde de la canoa sujetaba al Gringo de un
brazo.
Bajé corriendo y lo vi. Los ojos perdidos, casi no
respiraba y su palidez asustaba.
Quedé inmóvil mirándolo. Ese rubio, de una pinta
envidiable yacía encogido sobre el barro de la orilla.
Una camioneta de prefectura lo llevó hasta el
Hospital Freyre. El más cercano...
A pesar del terror que me invadía lo acompañe.
Lo tomé de la mano durante el trayecto.
Llegó inconsciente
Camilla, médicos....
Quedé en el pasillo; rápidamente fueron llegando
todos los muchachos.
Dos días internado. El lunes le dieron de alta.
Dejó de venir al bar y al club.
Pasaron unos días y lo fui a visitar. Lo noté muy
cambiado.
Se esforzaba para no darle importancia a lo ocurrido.
Lo seguí visitando. De tanto en tanto caía por el bar
de Martínez.
Pasó el tiempo, pasaron los años.
Él se dedicó a estudiar una carrera de economía y
administrar un pequeño negocio familiar de papelería.
Tuvo éxito.
A mí me ganó la militancia.
Transcurrió el tiempo.
Una noche en una despedida de soltero de un amigo en
común nos volvimos a encontrar.
Los dos habíamos cambiado. Éramos Padres; yo, docente,
él un mediano empresario.
Le tendí la mano y él me abrazó fuerte.
Durante la cena, entre risas y recuerdos, surgió
nuevamente su “anécdota”. Lo observé incómodo.
Cuando la charla derivó en otros temas, se levantó,
pasó detrás de mí y me tocó el hombro.
Tomé los cigarrillos y lo seguí. Intenté prender un
cigarro cuando se acercó y comenzó a sollozar.
Me contó con detalles lo que sucedió esa tarde.
Cómo una ola lo arrastró debajo del barco. Cómo
intentó subir y se golpeó con el casco. La oscuridad, el terror. La falta de
aire. Sentir acercarse la muerte.
Como en un intento final nadó con todas sus fuerzas.
Cuando ya se entregaba sintió el brazo del Flaco Daniel que lo arrastraba hacia
arriba.
Me volvió a mirar y me dijo: “vos no me salvaste,
pero me acompañaste hasta que me salvé”.
“No me diste discursos, te quedaste al lado mío, aún
recuerdo tu mano tomando la mía en la camioneta de Prefectura”.
“Hoy que estoy mejor, que vuelvo a reír, que vuelvo a
soñar, sé que fue gracias a mí, pero fundamentalmente gracias a ustedes. Sé que
le debo la vida a Daniel, que me rescató; pero sobre todo a vos, porque te
quedaste a mi lado en medio de la oscuridad y no me soltaste.
Y entonces yo también entendí
La verdadera amistad no se basa en lo que das; sino en resistir juntos cuando el otro no puede dar nada.
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