jueves, 16 de octubre de 2025

Un río de amistad

 

Alberto Castillo

 


            Salvo algunos pasajes no quedaba nada por empedrar.

El tranvía se había extinguido hacía unos años.

El barrio matero y chismoso se estaba apagando.

En ese paisaje deambulábamos esa tarde de sábado en esa primavera tempranamente calurosa.

Nuestro refugio era la costa del río de ese Paraná majestuoso.

Llegábamos sorteando la guardia de Prefectura entre los laberintos de la vieja Refinería y los silos en que almacenaban el cereal.

Aún estaba en plenitud la Junta Nacional de Granos, por lo que era habitual que en los muelles se encontraran amarrados barcos de los diversos países a la espera de llenar sus bodegas con los frutos del granero del mundo.

Ya cerca de los setenta se asomaba la decadencia de ese organismo, que fue determinante en la vida laboral y comercial de Rosario y en particular de Refinería.

Ya acechaban las empresas privadas de exportación de cereales.

Era un día espléndido, atardecía. El sol caía sobre las Islas.

Nosotros mojarreábamos
desde la costa para darle sentido a la tarde.

No picaban ni los mosquitos y recogimos todo para irnos.

Estábamos en eso, cuando de repente Adolfo y el mono Bibi gritaron: “¡Aguanten! Vamos hasta el barco y volvemos”.

Se arrojaron al río marrón desde un poste de amarre, que se erguía a unos metros de la costa.

Los dos eran buenos nadadores y hábiles esquivando espineles.

En el desgastado muelle de madera se encontraba amarrado un viejo barco de carga, enorme, despintado y oxidado en su proa de donde colgaba una cadena con el ancla.

No tendría que haber sido riesgoso para ellos.

Les jugaba en contra su osadía, que no mide consecuencias y ese deseo de alardear delante de nosotros.

Nadaron hasta el barco y los perdimos de vista detrás de esa mole.

Pasaron unos minutos y de repente apareció el Mono gritando y braceando con desesperación: “¡El gringo se fue abajo! ¡Lo empujó la correntada!”

Quedamos petrificados, pasaban los minutos; mirábamos hacia el barco y el Gringo no aparecía...

El primero que reaccionó fue el Flaco Daniel. Corrió hacia la costa y comenzó a empujar hacia el agua la canoa del viejo Pascutti, el Turco lo siguió, remaron como locos; mover ese engendro con forma de canoa no era fácil...

Los minutos pasaban, llegaron hasta el barco, los dejamos de ver.

Los marineros de a bordo se asomaban por la baranda de la cubierta, alertados por el griterío.

Yo atiné a comenzar a subir la escalera de madera para buscar ayuda. Por la mitad me detuvieron unos gritos, miré hacia el barco y observé como Daniel desde el borde de la canoa sujetaba al Gringo de un brazo.

Bajé corriendo y lo vi. Los ojos perdidos, casi no respiraba y su palidez asustaba.

Quedé inmóvil mirándolo. Ese rubio, de una pinta envidiable yacía encogido sobre el barro de la orilla.

Una camioneta de prefectura lo llevó hasta el Hospital Freyre. El más cercano...

A pesar del terror que me invadía lo acompañe.

Lo tomé de la mano durante el trayecto.

Llegó inconsciente

Camilla, médicos....

Quedé en el pasillo; rápidamente fueron llegando todos los muchachos.

Dos días internado. El lunes le dieron de alta.

Dejó de venir al bar y al club.

Pasaron unos días y lo fui a visitar. Lo noté muy cambiado.

Se esforzaba para no darle importancia a lo ocurrido.

Lo seguí visitando. De tanto en tanto caía por el bar de Martínez.

Pasó el tiempo, pasaron los años.

Él se dedicó a estudiar una carrera de economía y administrar un pequeño negocio familiar de papelería.

Tuvo éxito.

A mí me ganó la militancia.

Transcurrió el tiempo.

Una noche en una despedida de soltero de un amigo en común nos volvimos a encontrar.

Los dos habíamos cambiado. Éramos Padres; yo, docente, él un mediano empresario.

Le tendí la mano y él me abrazó fuerte.

Durante la cena, entre risas y recuerdos, surgió nuevamente su “anécdota”. Lo observé incómodo.

Cuando la charla derivó en otros temas, se levantó, pasó detrás de mí y me tocó el hombro.

Tomé los cigarrillos y lo seguí. Intenté prender un cigarro cuando se acercó y comenzó a sollozar.

Me contó con detalles lo que sucedió esa tarde.

Cómo una ola lo arrastró debajo del barco. Cómo intentó subir y se golpeó con el casco. La oscuridad, el terror. La falta de aire. Sentir acercarse la muerte.

Como en un intento final nadó con todas sus fuerzas. Cuando ya se entregaba sintió el brazo del Flaco Daniel que lo arrastraba hacia arriba.

Me volvió a mirar y me dijo: “vos no me salvaste, pero me acompañaste hasta que me salvé”.

“No me diste discursos, te quedaste al lado mío, aún recuerdo tu mano tomando la mía en la camioneta de Prefectura”.

“Hoy que estoy mejor, que vuelvo a reír, que vuelvo a soñar, sé que fue gracias a mí, pero fundamentalmente gracias a ustedes. Sé que le debo la vida a Daniel, que me rescató; pero sobre todo a vos, porque te quedaste a mi lado en medio de la oscuridad y no me soltaste.

Y entonces yo también entendí

La verdadera amistad no se basa en lo que das; sino en resistir juntos cuando el otro no puede dar nada.

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