miércoles, 15 de octubre de 2025

Un ruido a lápiz*

Daniel O. Jobbel

      

Desde hace tiempo llevo mi libreta de anotaciones y un lápiz. “Quien escribe, teje. Al fin y al cabo, con hilos de palabras vamos diciendo, con hilos de tiempo vamos viviendo: los textos son, como nosotros, tejidos que andan”, dijo Eduardo Galeano.

¡Oh viejo loco que quieres desafiar el alambique de la tecnología!, me dijo alguien con cara rara, intransigente. 

¡Jamás! Lo simple y necesario para mí, es tener un lápiz o birome y realizar el viaje, respondí.

Tejo historias, relatos. En un tiempo no muy lejos, cuando escribes hay en el papel un ruido del lápiz o la birome. Un suave roce, apenas imperceptible. Un equilibrio raro entre el codo, ese brazo izquierdo, la mano y el lápiz que en un teclado no se conoce. Me gustaba disfrutar del tacto de las hojas con las yemas de los dedos; y la sintaxis es un juego. Allí, las letras maduran como frutas.

¿Qué hace un futuro jubilado en pos pandemia, septiembre 2021?, mirando hacia la ventana del tiempo, en ese barrio Domingo Matheu... Obvio, cuidarse, vacunas, barbijos de todos los colores y cuál es el mejor, finalizado el aislamiento. Ese exilio interno.

¿Qué significa madurar, eso que parece ir hacia el final?, se diría que, en secreto, se envejece con tanta lentitud, ¿y en realidad marcha hacia su esplendor? Creo que sí. Amar es siempre el te amo, verbo presente y no el te aman..., es amor por la escritura.

Quise probar qué pasaría conmigo, me atreví, y conjugué el verbo amar en todos sus tiempos y pretéritos, y así, en la impronta supe exhalar un suspiro escribiendo. 

En el amor, “Puedes dispararme con tus palabras, puedes herirme con tus ojos, puedes matarme con tu odio, y, aun así, como el aire, me levanto”, escribía Maya Angelou, una poeta norteamericana desconocida para nosotros. Y es darse ánimo, una especie de pulsión. Como el ruidito, esa pulsión es como aprietas el lápiz mismo sobre el papel y como dibujas las letras y el sentido de las mismas.

Hace mucho que no me miraba al espejo y en verdad, esta vez él fue tierno conmigo. Usted lector, ¿nunca se vio al espejo?

A todo esto, sigo disfrazado de mí mismo, ignoro qué significa en realidad porque no soy lo que soy, ¿a qué se parece el disfraz de mí mismo?, no encuentro figura alguna en el mirarme. Suelo ser dos en uno. El escribiente, el que piensa y el otro que dice lo que no hace. Entonces, ¿usted qué piensa? Miradas. Se sabe. Solo miradas. Escribiendo, garabateando, dibujando, haciendo.

Agarro una foto cualquiera. La de ella, quizás mi madre. La mía. Otras. Las de mis parientes, aquellas fotos sepias de algún viaje, ese mocoso con la pelota de trapo, o esa de mi padre en la colimba. Son marcas del disfraz en el espejo. Escribo deshilachadas letras. Tengo mal trazo. Poco importa. Y hago que mires o escuche lo que dice la memoria. Miro, digo, pienso. Observo esa mirada. ¿Qué querrás? ¿Quién es ese tipo? ¿Qué piden aquellos ojos? De seguro sé, que son historias por contar. Así consumo en espera la respuesta, como un cigarrillo que se apoya en el cenicero y se acaba sin haber sido pitado. Luego abro más de un libro por día, Artaud, Pizarnick, Cortázar, algunos que se me viene en mente; busco frases que tengan la llave maestra; o una melodía justa y esa letra a medida, esa de Aute quizás, que me diga por dónde carajo, por dónde. Una posible salida.

¿Y dónde pongo lo hallado? Mi lápiz, la goma de borrar, esas trinchetas, el sacapuntas, las fotos, y mi escritura; lo reescrito o eso por escribir. Lo suyo y lo mío, el de ellos, esos personajes que ya quizás existen en algún relato. Nunca juego bien esta historia del buen escribiente. ¿Qué explicación merece? ¿Nada, ni una musa? Demasiadas comas, punto y coma, tal vez, alguna incoherencia. Sí, es satisfacción por lo vivido.

Entonces. ¿Qué haríamos con un posible jubilado, barbudo y sucio, en la mitad de la calle, haciendo cola en un banco, recitando poemas a la carta, o silbando una loca canción? O quizás, ¿qué pasará si suponemos a ese personaje con una bata y barba larga fuera Gandalf? Ese de Ian McKellen que interpreta al ilusionista más famoso de la trilogía de Peter Jackson basada en la obra de Tolkien. "El Señor de los Anillos". Como buen mago que se precie, confiere ese aire imponente, tan palpable en su poderoso personaje. ¿Sería propenso a risas o penas de un audaz jubilado escribiente? Lo digo así a boca de jarro. No lo tomes tan a la ligera, porque yo río como si tuviera minas de oro en una cloaca.

No es rechazo tampoco. El caracol no rechaza el dedo que le roza, se encoge, y es su manera de defenderse de algo. A simple vista, aunque no seas un caracol; sin embargo, pienso que nos parecemos. Mi coraza es escribir.

Así que, por lo tanto, voy a rezongar menos por lo bajo y digo con solo respirar satisfecho, cansado, tozudo, divertido, he vivido a mi modo, sigo escribiendo algo a mano con mi lápiz e ir sacándole punta como si fuera una flecha 'comanche' y mi apuntes ajados, emparchados, tachados, dispersos, pero lleno de honor para mí.

A lo capaz de ser cumplido no apuro las agujas del reloj; me aferro a lo real; escribo y transcribo. Mal o bien. Todavía hay luz para alumbrar ese encuentro. Y sobre todo tiempo.   

Mientras tanto. Envejeces, paseas por los alrededores de los parques, contemplas el ombligo y algo más de las mocosas de la ciudad, que a veces te fue hostil. A cuenta del 'haber', tengo mi lápiz y mi cuaderno de bitácora, digo, soy inmensamente dichoso de ver el sol y guardar una media luna en mis bolsillos. De una cosa convencido: ¡La felicidad existe, pero no es mi culpa! Es debido a ese ruido a lápiz sobre la hoja.

 

*(A mi otro yo). 

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