Susana Dal Pastro
Verano. El patio rojo brillante de mosaicos, matizado de macetas con
helechos, begonias, santateresitas, enamorada del muro y, asentada en el suelo,
la parra de uva chinche. Rodeada por sillas y sillones, la mesita de hierro y
granito se adorna con carpeta bordada y flores en su centro. Desde temprano,
cubierto por el toldo, este patio se engalana para albergar a las costureras.
Por ahora somos nada más que seis; perdón, siete con Juanita que, inquieta
como siempre, rezonga porque la despertamos de su siesta.
Ya todas con sus labores y dedales en mano. El dedal de Tere es de plata
y tiene un punto dorado del que sobresale una Virgencita. Sobre la tabla y por
turno, la plancha va y viene soplando sonoro y tibio vapor.
Cuando la altura de las paredes y la parra alcanzan para evitar el sol,
mamá recoge el toldo para que haya más luz y aire fresco . Y empieza la
desesperación de mi negrita Janny, que llegó a la familia cuando yo era
bastante chica todavía; el nombre vino con ella y le sienta muy bien, pero
cuando el patio queda huérfano de toldo, Janny se desespera y corre de aquí
para allá ladrando a los gatos que la miran desde el alto borde de los techos con
inalterable indiferencia.
La profesora de corte y confección es mi hermana. Ella sabe; fue a cursos
de costura durante varios años. Me hizo lindos vestidos y tableó rigurosamente
con tiza, centímetro e hilvanes la pollera blanca que está terminando para mí.
Es la pollera de tablas perfectas y bien marcadas que voy a usar durante toda
la temporada. Mientras tanto me toca pasar el punto flojo al elegante chemisier
que Tere va a estrenar el día de su cumpleaños. Ojo, tengo que enhebrar la
aguja con el hilo blanco muy largo para no quedarme sin hebra enseguida. Cada
puntada es un rulito que sigue el molde marcado con tiza y alfileres.
Chiche empezó a engordar así que el jumper de lanilla tiene que ser
amplio para que le dure hasta el nacimiento del bebé en junio, pleno invierno.
Ya fui a comprar las facturas. Empieza la ronda del mate. Mamá aparece
con la bandeja. Aplausos. Hoy hay un bocado más: ravioles fritos con azúcar.
Ricos, distintos y nutritivos. Más aplausos.
Juanita no aguanta más. Grita: “Rica la papa, rica la papa. Pedrito rico.
Rica la papa”. Le alcanzo un pedacito de medialuna; la toma con una patita y
empieza a comerla.
Mi pollera blanca tiene que tener el ruedo perfecto. Me subo a la mesa
grande y mi hermana me pide que gire muy despacio, mientras ella marca el
contorno con un marcador. ¡Cuidado! Que no se manche. Desocupen, por favor. Me
canso, porque tengo que estar bien derecha y eso me cuesta. ¡Al fin lista la
tarea! Ahora, solo queda coser el ruedo a mano en punto cruz.
Las confidencias, los comentarios, los insistentes sorbos al mate, las
corridas agitadas de Janny y los rezongos de Juanita que ya se comió su papa, se
acompasan con la música de la máquina de coser. El ritmo de las puntadas
combina armoniosamente los sonidos y los silencios. Mientras el pedal oscilante
de la Necchi va cambiando de zapatos, las tijeras rumorean sobre la madera de la
mesa. Todo es un dulce concierto de voces, de telas, de hilos de colores.
Las costureras siguen trabajando.
Para mí llegó la hora de ir a catecismo. Estoy lista: bañada, perfumada y
con ropa de salir. Después de rezar, del examen de conciencia y de la
acostumbrada confesión, vienen los juegos en el gran patio anterior a la
iglesia que es lo más lindo de la tarde del sábado: jugar con las amigas y, a
veces, también con las chicas del Hogar*.
Me despido de las costureras.
“Rezá por todas”, me dicen. Janny me mira y mueve la cola; la acaricio.
Desde la jaula Juanita me saluda
con su más grave y ronca voz: “Chau puta”.
Risas.
¡Algún día te voy a matar! pienso mostrando una falsa sonrisa.
* Hogar del Huérfano, Rosario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario