miércoles, 6 de agosto de 2014

Fiestas del corazón

Por Carmen G.

Estoy atareada. Mientras trajino, pienso. Jamás puedo dejar de pensar…. Mientras trajino, pienso que en apenas unos pocos días voy a cumplir años. ¡Qué extraña sensación! Han pasado sobre mí, yo he transitado junto a ellos y, como diría el poeta, “cómo se pasa la vida, tan callando”. Ya son unos cuantos y siento que no me pesan, pero cuando digo “han pasado sobre mí” es literal, lo denuncian las arruguitas, el físico que ha cambiado, pero por dentro sigo sintiendo un corazón joven, siento fluir la sangre por mis venas y, parafraseando a Víctor Heredia, todavía tengo mi “sonrisa” urgente.
Soy docente, hace un tiempo que estoy retirada, pero lo digo en presente porque quien lleva en su alma la docencia, sabe que muere con ella. “Genio y figura hasta la sepultura”, decía mi abuelo con toda razón ¡cómo me reconforta recordar sus dichos!
El teléfono suena insistente y logra sacarme de mis pensamientos. ¿Aló? (me encanta romper con la rutina del ¿hola?), del otro lado, una voz pequeñita, media ronca, no muy decidida, me dice: “Abuela, ¿cómo eran las fiestas patrias cuando vos eras chica?”.
Es Juan Ignacio, el mayor de mis nietos. Está en segundo grado. Apurada, sin pensar le contesto: “Como son ahora”.
Y, como estoy “apurada”, sigo con mis cosas. ¿Sigo? No, no sigo. Su pregunta frena mi apuro, me moviliza y me ubica allí, en mis años de niña… en mi escuela. Me siento y, como una vorágine, mi pensamiento recupera lugares, calles, personas, delantales, escarapelas, banderas, algarabía, familias, ¿fantasmas? ¡Qué bella sensación. ¡Un viaje al pasado con tan sólo una pregunta que pretendí evadir! Levanto el teléfono.
—¿Juan por qué me preguntaste esto?
—Porque la seño nos dijo que charláramos este tema con nuestros abuelos.
—Juan ¿sabés que te amo?... en casa, cuando yo tenía tus años, en mi mundo de niña, todo, absolutamente todo era muy distinto. Por empezar, las familias eran más numerosas. Mis abuelos maternos, Carmen y Antonio, andaluces los dos, tenían seis hijos, mis tíos: Miguel, Juan, Manolo, “el Negro”, “el Tito” y María Julia que era mi mamá. Cuatro de mis tíos estaban casados y, a su vez, tenían dos hijos cada uno (mis primos). Entonces éramos: uno, dos, tres… veintiuno en total, a los que, en las fiestas de “los Jiménez”, se sumaban siempre amigos y vecinos, porque, en aquella época, las puertas de casa permanecían siempre abiertas.
La algarabía de las fiestas patrias se vivía con anticipación. Eran días muy importantes que se esperaban con mucho patriotismo. No había solapas ni pechos sin escarapelas. Tal vez, no tantas banderas en las puertas y balcones, como para impresionar al vecino. No, eso no importaba, era en el corazón donde queríamos lucir con orgullo nuestra identidad argentina.
La escuela también se vestía de celeste y blanco y en los pizarrones del vestíbulo y de los patios, las maestras se encargaban de contarnos, con letra dibujada y textos breves, porqué estábamos de fiesta y qué festejábamos.
En nuestras casas también se olía ese aroma de festejo, de cumpleaños, de reunión…
El día antes de la fiesta, la Ita (mi abuela) amasaba, como todas las semanas, el pan casero que, como siempre, cocinaba en su horno de barro, hecho por mi abuelo, solo que para las fiestas también nos hacía “pan con chicharrones”. El abuelo Salvador, mi papá, en la noche de ese mismo día hacía la masa para las empanadas, que quedaban preparadas, silenciosas y tapaditas en la mesa hasta la mañana siguiente. Si nos dejaban, ayudábamos a armarlas. El repulgue ¡qué difícil!
Por la mañana del 25 de mayo, o del 9 de Julio, o del…, todo era mágico y festivo. Temprano nos llevaban al desfile, por supuesto bien abrigaditos y con la escarapela que lucía en nuestro pecho, y con mucho más orgullo en el de esos dos andaluces (mis amados abuelos), que se sentían muy argentinos y amaban a esta patria tanto como a su España natal, solo por ser la patria de sus hijos.
Al mediodía, al regresar a casa ya estábamos todos. De cortar las tapas de las empanadas, sobraban retacitos de masa que, la Ita, para probar la temperatura de la grasa, los freía primero y los espolvoreaba con azúcar después y, a la voz tan añorada de “niños a acercarse, vamos que ya están los retacitos”, corríamos todos: los niños y los no tan niños. Y en esa mesa larga y apretada, primero las empanadas… después el asadito y, siempre, engalanando la mesa, siempre ese pan, el pan de la Ita…
—¡Abuela!!!!
—Sí hijo, ya sé que hablo mucho!


4 comentarios:

  1. Carmen, me encantó tu relato por lo ameno y simpático. Cómo los nietos nos sacuden las neuronas, no? Y sin querer nos hacen volver el tiempo atrás. Felicitaciones. Ana María.

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  2. ¿Como eran las fiestas Patrias? Vaya pregunta...
    Eran fiestas, ademas sabíamos que era patria, que nuestro héroes la habían forjado con sus luchas e ideales.
    Pobres nuestros nietos que no imaginan siquiera que se festeja en esos días.
    Hermosa semblanza de un tiempo no muy lejano pero por sobre todo familiar.
    Gracias Carmen.
    Un abrazo.

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  3. Nos han quitado las fiestas patrias.... Suerte que nuestra memoria como lo hace tu hermoso texto- nos hace revivir el pasado.
    Cariños
    Susana olivera

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  4. Como cambiaron las fiestas patrias! me encanto tu relato y me motivo a escribir los mios.

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