Por Carmen G.
Estoy atareada. Mientras trajino,
pienso. Jamás puedo dejar de pensar…. Mientras trajino, pienso que en apenas
unos pocos días voy a cumplir años. ¡Qué extraña sensación! Han pasado sobre
mí, yo he transitado junto a ellos y, como diría el poeta, “cómo se pasa la
vida, tan callando”. Ya son unos cuantos y siento que no me pesan, pero cuando
digo “han pasado sobre mí” es literal, lo denuncian las arruguitas, el físico
que ha cambiado, pero por dentro sigo sintiendo un corazón joven, siento fluir
la sangre por mis venas y, parafraseando a Víctor Heredia, todavía tengo mi
“sonrisa” urgente.
Soy docente, hace un tiempo que
estoy retirada, pero lo digo en presente porque quien lleva en su alma la
docencia, sabe que muere con ella. “Genio y figura hasta la sepultura”, decía
mi abuelo con toda razón ¡cómo me reconforta recordar sus dichos!
El teléfono suena insistente y
logra sacarme de mis pensamientos. ¿Aló? (me encanta romper con la rutina del
¿hola?), del otro lado, una voz pequeñita, media ronca, no muy decidida, me
dice: “Abuela, ¿cómo eran las fiestas patrias cuando vos eras chica?”.
Es Juan Ignacio, el mayor de mis
nietos. Está en segundo grado. Apurada, sin pensar le contesto: “Como son ahora”.
Y, como estoy “apurada”, sigo con
mis cosas. ¿Sigo? No, no sigo. Su pregunta frena mi apuro, me moviliza y me
ubica allí, en mis años de niña… en mi escuela. Me siento y, como una vorágine,
mi pensamiento recupera lugares, calles, personas, delantales, escarapelas,
banderas, algarabía, familias, ¿fantasmas? ¡Qué bella sensación. ¡Un viaje al
pasado con tan sólo una pregunta que pretendí evadir! Levanto el teléfono.
—¿Juan por qué me preguntaste
esto?
—Porque la seño nos dijo que charláramos este tema con nuestros abuelos.
—Juan ¿sabés que te amo?... en
casa, cuando yo tenía tus años, en mi mundo de niña, todo, absolutamente todo
era muy distinto. Por empezar, las familias eran más numerosas. Mis abuelos
maternos, Carmen y Antonio, andaluces los dos, tenían seis hijos, mis tíos:
Miguel, Juan, Manolo, “el Negro”, “el Tito” y María Julia que era mi mamá.
Cuatro de mis tíos estaban casados y, a su vez, tenían dos hijos cada uno (mis
primos). Entonces éramos: uno, dos, tres… veintiuno en total, a los que, en las
fiestas de “los Jiménez”, se sumaban siempre amigos y vecinos, porque, en
aquella época, las puertas de casa permanecían siempre abiertas.
La algarabía de las fiestas
patrias se vivía con anticipación. Eran días muy importantes que se esperaban
con mucho patriotismo. No había solapas ni pechos sin escarapelas. Tal vez, no
tantas banderas en las puertas y balcones, como para impresionar al vecino. No,
eso no importaba, era en el corazón donde queríamos lucir con orgullo nuestra
identidad argentina.
La escuela también se vestía de
celeste y blanco y en los pizarrones del vestíbulo y de los patios, las
maestras se encargaban de contarnos, con letra dibujada y textos breves, porqué
estábamos de fiesta y qué festejábamos.
En nuestras casas también se olía
ese aroma de festejo, de cumpleaños, de reunión…
El día antes de la fiesta, la Ita
(mi abuela) amasaba, como todas las semanas, el pan casero que, como siempre,
cocinaba en su horno de barro, hecho por mi abuelo, solo que para las fiestas
también nos hacía “pan con chicharrones”. El abuelo Salvador, mi papá, en la
noche de ese mismo día hacía la masa para las empanadas, que quedaban
preparadas, silenciosas y tapaditas en la mesa hasta la mañana siguiente. Si
nos dejaban, ayudábamos a armarlas. El repulgue ¡qué difícil!
Por la mañana del 25 de mayo, o
del 9 de Julio, o del…, todo era mágico y festivo. Temprano nos llevaban al
desfile, por supuesto bien abrigaditos y con la escarapela que lucía en nuestro
pecho, y con mucho más orgullo en el de esos dos andaluces (mis amados abuelos),
que se sentían muy argentinos y amaban a esta patria tanto como a su España
natal, solo por ser la patria de sus hijos.
Al mediodía, al regresar a casa
ya estábamos todos. De cortar las tapas de las empanadas, sobraban retacitos de
masa que, la Ita, para probar la temperatura de la grasa, los freía primero y
los espolvoreaba con azúcar después y, a la voz tan añorada de “niños a
acercarse, vamos que ya están los retacitos”, corríamos todos: los niños y los
no tan niños. Y en esa mesa larga y apretada, primero las empanadas… después el
asadito y, siempre, engalanando la mesa, siempre ese pan, el pan de la Ita…
—¡Abuela!!!!
—Sí hijo, ya sé que hablo mucho!
Carmen, me encantó tu relato por lo ameno y simpático. Cómo los nietos nos sacuden las neuronas, no? Y sin querer nos hacen volver el tiempo atrás. Felicitaciones. Ana María.
ResponderEliminar¿Como eran las fiestas Patrias? Vaya pregunta...
ResponderEliminarEran fiestas, ademas sabíamos que era patria, que nuestro héroes la habían forjado con sus luchas e ideales.
Pobres nuestros nietos que no imaginan siquiera que se festeja en esos días.
Hermosa semblanza de un tiempo no muy lejano pero por sobre todo familiar.
Gracias Carmen.
Un abrazo.
Nos han quitado las fiestas patrias.... Suerte que nuestra memoria como lo hace tu hermoso texto- nos hace revivir el pasado.
ResponderEliminarCariños
Susana olivera
Como cambiaron las fiestas patrias! me encanto tu relato y me motivo a escribir los mios.
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