Por Carmen G.
“¡Cuántas cosas,…ciegas y
extremadamente sigilosas!
…durarán más allá de nuestro olvido,
No sabrán nunca que nos hemos ido.
Jorge Luis Borges
Una mañana de invierno casi nublada y muy fría fui por un
trámite a la vieja y remozada estación Rosario Norte. Dejé el auto por Callao.
Crucé la Avenida Aristóbulo Del Valle y entré.
Al salir, algo me detuvo. ¿Los rumores de “Pichincha”?, ¿el
murmullo de los andenes que adivinaba casi vacíos a mis espaldas?, ¿el aroma
del aire que se me hacía a vapor de locomotora y a río cercano?, ¿los recuerdos
de mi barrio de niña? No sé, pero algo me ancló y mi mente voló “allá lejos y
hace tiempo”.
Viví en ese barrio desde que nací y hasta los doce años por
Rodríguez, entre Jujuy y Brown, al lado de la casa de Rosalía, que tenía al
frente una media pared con una verja por donde se asomaban las rosas de su
jardín y, en las noches de verano, un flequillo de “madreselvas en flor” que
aromaban toda la cuadra.
“Rosario Norte”, así le decían al barrio, tal vez porque
Pichincha no era la Pichincha de hoy. Pichincha era oscura, nocturna, con
muchas fondas y bodegones, algunos hoteles y más… Con muchachas frágiles, que hablaban
otro idioma y de día solo podían verse detrás de alguna ventana con postigos
semiabiertos y rejas y a las que las señoras del barrio pasaban ignorándolas,
sin verlas, no mi mamá.
Por Jujuy, doblando la esquina hacia Pueyrredón, pasabas la
tienda de los turcos y, entre la peluquería de Galuppo y la panadería “La
Nieve”, había una de esas ventanas.
Yo acompañaba a mi madre a sus mandados y un día la vi
responder a un chistido que salió de allí. Nos detuvimos y ella se acercó y,
como pudieron, lograron entenderse con mi mamá tres muchachas que alcancé. Algo
pasaba que yo no lograba comprender, pero lo presentía. A partir de entonces,
algunas mañanas o a las nochecitas, ella les acercaba pequeños paquetes de la
panadería, del almacén, de la farmacia. Esto pasó a ser un “secreto” entre mamá
y yo, sin que ella me lo pidiera, solo porque percibía que era mejor no decir
nada.
Solo salía a la calle con permiso para sentarme en el
umbral de la puerta de casa. Podía ir a lo de Guegui o ella venir a casa, a
jugar o a comer. Su familia y la mía eran inmigrantes españoles y se
frecuentaban. Vivíamos a tres casas de distancia y hasta los doce fue la única
amiguita del barrio que pude tener; porque con Norma, no, porque su mamá
recibía amigos cuando el papá no estaba; con Olguita tampoco, porque su mamá
era una “buena persona” pero perdida por el alcohol (le decían doña Dora, la
borrachona, nunca Dora solamente). Y así…
En la esquina estaba el almacén de Don Pedro, con entrada
por la ochava, donde comprabas todo suelto y fraccionado, envueltos con
amorosos paquetitos de papel, con dos orejitas a los costados para cerrarlos.
Tenía de todo, hasta otra entrada por Jujuy con un interior totalmente
distinto, con mucha madera oscura y brillosa, igual al piso, al mostrador, a
las mesa, a las sillas y a las estanterías que acumulaban botellas de todo
tamaño y color. Por allí, no podías entrar, tampoco las mujeres solas. Era “El
despacho de bebidas”, al que concurrían generalmente hombres a tomarse un
aguardiente, una ginebra o una cañita, antes de entrar al trabajo y ¿por qué no
también al salir?, como los obreros de “Piccardo”, una fábrica de cigarrillos
de la otra cuadra, que partía el silencio de las madrugadas y de las siestas
con una sirena larga y potente avisándoles a sus trabajadores el horario de
entrada y de salida.
Mi escuela primaria fue la Nº 56, Almafuerte, seudónimo de
Pedro Bonifacio Palacio, maestro y escritor del que siempre recuerdo una frase
que no viene al cuento pero la cuento: “No te des por vencido ni aún vencido”.
Era la única escuela pública del barrio donde los nenes no se juntaban con las
nenas: varones a la mañana y niñas por la tarde. Como no se podía pagar un
colegio privado, era la mejor opción.
Alguien me preguntó la hora. Volví. Crucé la calle y fui
por Callao hasta el auto. Sentí que no todo estaba cambiado. Sentí que las
veredas reconocían mis pasos, algunas casas estaban intactas. Seguí caminando.
Tomé por Brown, doblé en Rodríguez y paré a la altura del 34, mi casa. La
puerta fue reemplazada por un portón, pero los muros son los mismos, como una
caricia pasé mis manos sobre ellos, sentí una energía muy especial, me costó
seguir, pero llegué a Jujuy, di la vuelta por Callao.
Cumplí con un sueño que me debía de niña ¡dar la vuelta
manzana a mi casa de Pichincha!
muy bueno Carmen ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarGracias Juanjo, y gracias por tu obsequio!
EliminarPichincha... se hablaba en secreto de ese lugar en mi casa... Madame Safó, decía mi papá... Qué relato colorido y lleno de imágenes. Hermoso texto.
ResponderEliminarSusana Olivera
Que bella imagen pintaste Carmen, tu poesía plagada de romanticismo no introdujo a ese otro barrio donde la gente "normal" convivía con el ambiente oscuro que le dio fama al barrio. En la década del 70 trabajé en la zona como músico, en el salón Humberto Primo, donde Tarrago Ross tenía una bailanta, ademas me toco hacerlo en un par de cabarets. Al Madame Safo, lo pude conocer por dentro ya como El Ideal, que conserva aún la belleza de la época pasada, con sus esculturas y la fuente.
ResponderEliminarTambién ver como hoy el otro tugurio de lujo que estaba por calle Jujuy frente al casino se convirtió en residencia de ancianos, el casino en taller mecánico.
Que buen relato amiga, pintaste una época con colores vivos ajenos al entorno de aquel entonces.
Un abrazo.
Gracias por tantos datos interesantes que me permitieron conocer el pasado de Pichincha, ya que solo hace 10 años que vivo en Rosario.Encantador el relato y muy buenos los comentarios-
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