Por Susana O.
Vuelvo a mi primera casa donde llegué vestida con mi traje
de novia. ¡Cuántos recuerdos y cuánta nostalgia!
Pero quiero volver a los recuerdos y dejar de lado la
nostalgia que parece una parte del cuerpo y a veces duele.
Todas las noches de verano, después de la cena salíamos a
sentarnos en la vereda. A veces, antes, íbamos a la heladería. Ese era nuestro
postre y, después, a disfrutar del fresco y de la charla con nuestros amigos,
los vecinos.
Pero, siempre hay un pero… Los chicos también salían con
nosotros… Los varones invariablemente con una pelota y hacían los picaditos
entre nuestras piernas; y las nenas, que no se quedaban atrás, también jugaban
o querían jugar pero los varones no las dejaban. Entonces eran las quejas, los
lloriqueos; y nosotros, los adultos, tratando de serenar tanto alboroto y de
protegernos de posibles pelotazos.
Una noche en que los chicos habían estado especialmente
pesados y aprovechando que las nenas estaban jugando a asustarse con “La
Llorona”, que decían la oían en un pasillo bastante abandonado con una casa al
fondo en la que vivía una anciana, Don Aldo tuvo la brillante idea de contar
una historia “de aparecidos”. Inmediatamente, se unió Hugo con su relato y los chicos,
no lo podíamos creer, se sentaron en círculo para escuchar.
Al mejor estilo Landriscina, Don Aldo comenzó su historia: “Hace
mucho tiempo, yo vivía con mis padres en una casa que nos había cedido el
Ferrocarril. Estaba pasando el Cruce Alberdi. Era estilo inglés, con ladrillos
vistos, grande y cómoda, de techos altos, fresca en verano, pero muy fría en
invierno. Tenía una galería a la que daban todas las habitaciones y al final,
la cocina. Había una puerta al final de la galería, que llevaba a un hermoso
jardincito en el que mi madre cultivaba una pequeña huerta y tenía además
rosales y otras plantas de flores.
Esa puerta la cerrábamos a la noche, el jardín tenía una
cerca baja que miraba a las vías donde vivían algunos linyeras que dormían en
los vagones, y, además, muchos perros. Nunca tuvimos problemas con los linyeras
pero sí con los perros. Por eso, nuestra precaución.
Una noche de invierno yo estaba solo en casa, era estudiante
de Ingeniería y debía rendir una materia. Mis padres y hermanos habían ido a la
fiesta de cumpleaños de un familiar y yo me había quedado solo. A media noche
fui a la cocina para prepararme unos mates para entretener el estómago y vencer
el frío y el cansancio. Pensaba estudiar hasta que vinieran mis padres y, así,
aprovechar el silencio y la quietud de la casa.
Me encontraba dando la espalda a la puerta de la cocina
porque estaba encendiendo la hornalla, cuando me pareció ver un movimiento en
la galería… Me di vuelta rápidamente y vi un hombre con un pantalón y camisa de
los que usaban entonces en el Ferrocarril, azul de lienzo, la camisa metida
dentro del pantalón. El hombre caminaba lentamente hacia la puerta del jardín.
Lo iluminaba la luz de una lamparita de la galería que parecía inusualmente
brillante. Tenía una mano en la cara y la otra próxima al bolsillo. No me
miraba… era como si tuviera un propósito bien definido. Como si quisiera
recorrer la galería y salir al jardín.
Pensé: ‘Se me metió alguien’… Grité con toda mi fuerza: ‘¿Quién
anda ahí, carajo? ¿Qué quiere?’.
Nadie me respondió. Yo todavía tenía el fósforo encendido en
la mano y me estaba quemando…
Lo apagué y en una fracción de segundo decidí que no debía
dejarlo entrar en las habitaciones, así que me precipité hacia la puerta del
jardín…
No había nadie… La puerta estaba cerrada con llave. Mi madre
las dejaba en el lavadero, una pequeña habitación al costado de la galería. Me
fijé y allí estaban.
El hombre no había salido, así que estaba adentro.
Fui a la puerta de calle, también estaba cerrada… ¿Cómo
había entrado? Con horror pensé que el hombre estaría escondido en alguna parte
en las habitaciones.
Las recorrí una por una, abrí los armarios, miré debajo de
las camas y en todos los rincones, encendí todas las luces… La casa tenía un
sótano donde guardábamos los trastos: la puerta estaba cerrada y la llave en el
llavero de mi madre… Nada… No podía explicar lo que estaba ocurriendo.
No había nadie en la casa.
Llegaron mis padres, también me ayudaron a revisar todo,
fuimos al jardín… No había entrado nadie.
Yo no era un chico, estaba bien despierto, estaba por
calentar la pavita del agua, estaba encendiendo la cocina, así que no lo soñé,
no estaba entredormido: Yo vi pasar a
un hombre caminando lentamente…Tuve tiempo de ver cómo era, qué llevaba puesto…
Comentamos eso en el vecindario y nos dijeron que en esa
casa había muerto el antiguo morador, que se llamada Juan Masobrio. Pregunté
cómo era: alto, delgado, rubio, descendiente de italianos. Vivía solo, porque
su familia había regresado a Como, su lugar natal. Fue encontrado días después
de su fallecimiento por unos peones del Ferrocarril y no me supieron decir más.
¿Vi a Juan Masobrio o a su espíritu visitando su antigua
casa?
¿Cómo explicar lo que me había sucedido?
Siempre tuve la seguridad, y la tengo, de que realmente ese
hombre estuvo en la casa y aún ahora lo recuerdo caminando sin mirarme,
lentamente como si arrastrara los pies, hacia la puerta del jardín…”
Todos hicimos silencio. Hay cosas que no tienen explicación.
La historia de Don Aldo era increíble, pero de todas maneras estábamos todos
muy impresionados.
—Es mi turno, ahora- dijo Hugo.
—Nooo, basta por esta noche- dijimos varios.
Los chicos querían seguir escuchando, pero decidimos pasar
su relato para la noche siguiente…
¡Qué lástima, me hubiera gustado otra!
ResponderEliminarYo no creo en las brujas, pero que las hay, las hay. Me imagino que de ahí en más dominaron a los chicos contando historias. Muy buena, felicitaciones. Y lo más lindo era poder sentarse en la vereda en las noches de calor. Qué lástima que ya no lo podemos hacer! Ana.
ResponderEliminar¡Gracias por los comentarios!
ResponderEliminarCariños
Susana
Que bien que narras amiga, es un placer leerte, logras mantenernos hasta el final de tu historia.
ResponderEliminarMe encantó tu relato.
Un abrazo.
Que lindo relato!
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