Por
Susana O.
Éramos
muy jóvenes y nuestra pequeña hija todavía no caminaba. Por entonces vivíamos a
la altura de Tucumán al 3800: escaso tránsito, calles empedradas, muy arboladas
y oscuras, porque los plátanos hacían un techo que se extendía de vereda a
vereda. Resultaba muy fresco en verano, pero siempre hacía que las luces de la
calle resultaran escasas. Eso no impedía que a la noche, después de la cena,
los días de verano nos sentáramos con nuestros sillones de tela a conversar con
nuestros vecinos y retardar el momento de retirarse a descansar.
Después
de un día bochornoso, el viento sur había traído algo de alivio que
lamentablemente duró poco: se fue haciendo cada vez más intenso hasta que se
transformó en un huracán: arrancó ramas, volaban las chapas del techo de la
panadería que estaba frente a casa y se había llevado los carteles de
propaganda. Las hojas de los árboles y otros desperdicios que arrastró el
viento taparon las bocas de tormenta. De manera que cuando cayó el chaparrón
que todos esperábamos, la calle primero y después las veredas se transformaron
en un lago correntoso. Como sabía ocurrir cuando había ese tipo de tormentas,
la luz se cortó.
Teníamos
pocas velas, por eso solamente prendimos una en el comedor diario. Quisimos
comunicarnos con los padres de mi marido para ver si estaban bien y comprobamos
que tampoco teníamos teléfono.
Los
celulares no existían.
Realmente
estábamos muy inquietos. Nos aseguramos de que la puerta cancel y la del garaje
estuvieran bien cerradas y también fuimos los tres hasta la puerta del patio
trasero para cerrarla. Las cloacas gorgoriteaban, salía agua por la rejilla del
patio; es decir, no daban abasto y, además, teníamos miedo de que empezara a
entrar agua por la puerta de calle. Pusimos trapos de piso bajo la puerta.
Así
las cosas escuchamos unos fuertes golpes en la puerta cancel.
—¡No salgamos!- le dije a mi marido. Pueden ser
ladrones aprovechando la oscuridad y soledad de las calles.
Los
golpes eran cada vez más insistentes.
—Tengo que ver quién es- dijo mi marido. Alguien puede
estar necesitando ayuda.
—Es muy arriesgado… no nos expongamos, Jorge.
Quedémonos adentro en silencio.
—Voy a ver quién es.
Alcé a
la nena y fui con él siguiendo la luz de la vela.
—No abras del todo, apenas una rendija para ver quién
golpea.
Los golpes continuaban.
Jorge
abrió. Afuera estaba una mujer totalmente empapada sosteniéndose con la reja
del balcón. El agua le llegaba casi hasta las rodillas. Estaba muy asustada.
Nos dijo:
—Por favor, permítanme entrar en su casa hasta que pase
la tormenta. Está todo inundado y no se ve nada en la calle.
Era
una mujer de mediana edad, unos cuarenta años, estaba desencajada. Tenía toda
la cara mojada, no sé si de lágrimas o de lluvia.
Yo
todavía dudaba…
—Por favor, no teman… soy cristiana, necesito ayuda y
estoy muy asustada- nos dijo.
Mi
marido le abrió la puerta y la hizo pasar al comedor diario.
Le
dimos una taza de café y yo la alumbré hasta el baño para que se secara un poco
la cara y los brazos. Le di unas chinelas porque sus zapatos estaban empapados.
Me
había pasado el miedo. Ahora solamente quería, queríamos que se recuperara y
recobrara la tranquilidad.
Después
de un tiempo, ya conversábamos más animados y la nena le hacía todas las monerías
que sabía. La tormenta iba poco a poco cediendo.
—De todas las casas de la cuadra, algo…, estoy segura
de que fue Dios, me indicó que llamara a la de ustedes. Obedecí y no me
equivoqué- nos dijo.
—Cuando yo oí llamar -respondió Jorge- supe que debía abrir…
Se
llamaba Mariana, no recuerdo el apellido. Se quedó hasta que dejó de llover y
el agua de la calle bajó. La acompañamos hasta el cruce Alberdi para que tomara
el colectivo.
Nunca
más supimos de ella.
Susana creo que una de las cosa más gratificantes que nos pueden suceder a las personas, es la SOLIDARIDAD, darla o recibirla. De esas actitudes jamás nos vamos a arrepentir y por eso quedan grabadas en nuestros recuerdos. Me gustó mucho tu relato
ResponderEliminarGracias, Carmen. Es una historia completamente real. Así ocurrió.
Eliminarcariños
Susana Olivera
Buena anécdota, claro que en aquel tiempo a pesar del miedo no se asemeja al actual, donde ser solidario puede hasta ser fatal.
ResponderEliminarMe gusto tu relato.
Un abrazo.
Como cambian las epocas, ahora abririamos?
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