Por Ana Padovani
Tan solo eran 14 años, allá por
el año 61. En ese tiempo sí que era una niña, con las limitaciones propias de
la época. ¡Si casi todavía jugábamos con las muñecas!
Tenía una amiga con la que
compartía hermosos momentos de la infanciay un día nos invitaron para formar
parte del grupo de niñas de la Acción Católica. No nos divertía mucho la idea,
pero era una buena excusa para salir los sábados por la tarde. Entonces,
aceptamos, sin saber que también había un grupo, que eran “los niños”, casi
todos de nuestra edad; y los jóvenes, de entre 15 y 16 años.
En mi pueblo, el 10 de agosto se
festejaba el día del Santo, la fiesta de San Lorenzo, y en el predio del viejo
convento se organizaban las kermeses para recaudar fondos para los campamentos.
Yo era la encargada de las rifas.
Había vendido casi todas, pero ¡oh sorpresa! La última se la vendí, al más
apuesto, sonriente, cariñoso y amable de todos los jóvenes.
Y, así, comenzó esta historia que
lleva 50 años; y, a lo largo de la vida, me ha dado tema para escribir varios
libros…
Vaya si han pasado cosas.
Durante un año fuimos novios por
carta. Todos los días iba hasta mi escuela a llevarme ese papelito, lleno de
dulzura que aún conservo. En un año fueron miles de cartitas, que al dármelas y
rozar mi mano hacía que el corazón saltara de mi pecho.
Recién después de cumplir los 15
pudimos empezar a darle forma a este proyecto.
“¡Ese chico!”, decía mamá, “¿Qué
raro? Te hizo un regalito solo, ¿por qué será que no se unió con los otros?”.
Él tenía una bicicleta grande, de
color negro y mil veces al día pasaba por casa, y yo para verlo me había vuelto
tan hacendosa, que el barrio se sorprendía de las veces que barría la vereda y
limpiaba las ventanas.
¡Qué tiempos! ¿No? nos
conformábamos con tan poco, y ese poco era todo y nos alcanzaba.
La primera vez que fuimos al
cine, casi por los 18; con mamá, al baile, con todas las madres; y, si salíamos
a dar una vuelta y anochecía, veíamos a papá con su viejo auto que venía a
buscarnos, para llevarnos a casa, siendo como mucho las ocho de la noche.
Los tradicionales bailes del
petróleo o los de Carnaval en el viejo club eran también buenos pretextos para
el encuentro…y las canciones lentas…o un beso robado en la mejilla…y los sueños
de una vida juntos, qué parecía nunca llegaría.
Pero llegó y, después de siete
años, nos casamos. Y estábamos tan felices, y la fiesta tan divertida, que
perdimos el colectivo que nos llevaría de luna de miel, y no faltó un familiar
comedido, que nos llevó con su auto hasta Buenos Aires y, de ahí, partimos a
Bariloche, que era nuestro destino tan deseado.
Y así fue como empezamos a ser
familia. Llegaron los hijos, crecieron, formaron sus propios nidos. Llenaron
nuestra vida de nietos y ahora, ya en el ocaso, miramos hacia atrás y sin
hablarnos podemos decirnos que valió la pena y que se puede, con paciencia,
tolerancia, respeto y mucho amor, se puede amar para siempre; pues aun hoy, al
rozar nuestras manos, sentimos cosquillitas en el corazón.
Ana, cuánta dulzura y ternura en tu relato! Sí, realmente nos controlaban como si fuéramos prisioneros de nuestros propios padres. Pero a la vista están los resultados, verdad?. Felicitaciones por el relato y la enseñanza de amor. Ana María.
ResponderEliminarAna, coincido con Ana Maria, historia de una época con valores, sobre todo familiares. relataste una vida donde primó el amor y el respeto. Gracias por compartirla.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ah, el amor... Siempre es tema porque siempre está presente en nosotras enamoradas de la vida y del aor. Hermosa tu historia!!
ResponderEliminarSusana Olivera
Ana, me sentí protagonista. lo disfruté y me´emocionó leerte
ResponderEliminarHermosisimo !
Maria Rosa Fraerman
Bellisimo y muy tierno tu relato que nos cuenta una historia de amor real
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