Por Alberto Nicolorich
Tuve la dicha de nacer en un
lindo barrio de mi pueblo, San Lorenzo, que queda sobre la ruta 11, a 30 km de
Rosario, sobre la costa del majestuoso Paraná y en donde se gestara la batalla
del mismo nombre.
Cerca de mi casa, que quedaba
frente al colegio de la Misericordia y a una cuadra de la primera escuela de la
Patria, el Colegio San Carlos, que vio su inicio a la sombra del Convento allá
por el año 1810, como todo barrio tenía varios personajes; pero hoy me voy a
ocupar de Don Lorenzo, como le decíamos de chicos. Era sin edad, vivía en una
muy humilde casa en un terreno que daba a los fondos con la nuestra, con piso
de tierra que tenía impecable. Lo barría con una escoba casera armada con ramas
de sus árboles, atadas entre sí por alambre que sacaba de los cajones de madera.
Lo recuerdo sentado en un banco de rama, construido por él, vaya a saber uno en
qué tiempo, pero lo aguantaba y le servía para sentarse a tomar mate y armar
unos cigarros de hoja, fuertísimos. Cuando lo pitaba, su rostro se transformaba
y parecía que recordaba, quién sabe qué cosas.
Su rancho era de techo de chapa y
alguna pared también, muy humilde. Siempre vivió solo o por lo menos desde que
recuerdo. No tenía luz y a la noche se alumbraba con un candil a kerosene, que
le solíamos traer de un almacén en la esquina de casa
Tenía un pequeño gallinero que le
servía para tener huevos y algún pollo para comer o venderle a los vecinos, que
siempre estaban dispuestos a ayudarle, lo mismo cuando criaba algún lechón para
las fiesta.
Nosotros jugábamos en su patio
grande de tierra y nos juntábamos a la salida de la escuela a disfrutar de unos
picados o carrera de autitos o a jugar a la bolita, que siempre alguno traía un
acerito de algún ruleman perdido en
los talleres de amigos de nuestros padres. Y él estaba presente participando
desde su asiento y, de vez en cuando, nos convidaba con algún verde amargo.
Su estampa era delgada, con la
piel gastada por el sol y los años de trabajos duros, con una gorra, alpargatas
negras y sus bombachas batarazas. No
era muy conversador, pero siempre tenía alguna historia que contar y en algún
descanso de los juegos escuchábamos. Ojos profundos oscuros como el cielo de
noche, pero que irradiaban una paz que nos llenaba.
Pasaron los años, me casé y mude
de barrio, mis padres también cambiaron la querencia, el progreso avanzo sobre
el terreno y con el paso de los años perdí todo contacto. Nunca supe qué fue de
Don Lorenzo, como siempre lo llamábamos con cariño. El solo recuerdo me llena
de tristeza y de alegría por la dicha de haber podido conocer un personaje
humilde, pero de un corazón trasparente.
Muy buena la descripción de un personaje misterioso, que nos lleva a imaginarnos cuál fue su vida antes de conocerlo. Qué motivos lo llevaron a vivir en esa soledad y humildad. Se le podría inventar una historia, no? Me encantó. Ana María.
ResponderEliminarY Don Lorenzo fue sin duda un mojón en nuestro camino, algo de él ha quedado por siempre, en los años de niñez no entendíamos que, pero hoy la vida nos enseñó que lo poco o mucho que nos aportó sirvió para que hoy fuéramos hombres íntegros.
ResponderEliminarTodos tenemos un Lorenzo en nuestras vidas.
Hermoso relato Alberto.
Un abrazo.
Qué personaje ese Lorenzo, qué bien hacés su descripción-
ResponderEliminarFelicitaciones
Susana Olivera
Me encanto este personaje, tan parecido a los de mi pueblo, donde podíamos compartir mates y charla con ellos.Hoy nuestros nietos por la inseguridad no pueden,
ResponderEliminarMe encanto este personaje, tan parecido a los de mi pueblo, donde podíamos compartir mates y charla con ellos.Hoy nuestros nietos por la inseguridad no pueden,
ResponderEliminarVeremos si sale el comentario.El texto me hizo recordar mi recorrido seguido desde la Avda. hasta el viejo Colegio Nacional, frente al Campo de la Gloria.Qué época!Recuerdos adolescentes.
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