jueves, 11 de octubre de 2018

Mundo en mi infancia


Cristina Vogel

La foto, amarillenta en su blanco y negro, al lado de mi computadora, remonta mis pensamientos a vívidas y felices construcciones de mi infancia y adolescencia. Siempre esos mismos doce personajes: primos y amigos viviendo en un mismo edificio estilo inglés, cuyo diseño posibilitó el sinfín de divertimentos y creaciones, todos imborrables y gasoleros que no precisaron más que nuestra imaginación. Tan consolidado se fue gestando el grupo que ha ido resistiendo cualquier tempestad, lógica o muy disparatada, ocurrida en cada uno de nosotros a lo largo de tantos años. Vale aclarar que la vida hizo que fuéramos contando, dentro del grupo, con dos abogados, un médico, un ingeniero, un juez, una dueña de local de imprenta y una enfermera, quienes, con sus intervenciones, zafaron, de más de un problema y en más de una ocasión, a dos o tres de los doce personajes.
El edificio en cuestión, ubicado en pleno centro de la ciudad de Rosario, tiene la forma de una letra U (mucho tiempo después lo asociaría al abrazo, a una pinza de cangrejo). ¿Por qué? Por tanto que significó en mi formación desde la amistad, la creatividad, la sana diversión sin límites.
 En el medio de esta construcción, un gran patio común, con jardín y un banco largo a cada uno de sus costados.
Las casitas son ocho ubicadas en la planta baja y otras tantas en la alta. Por encima, la gran terraza para todas, repitiendo la letra U y a la que se accede por cuatro escaleras a través de cada uno de sus ángulos.
Este estilo de edificación, con su extenso patio jardín, comunicaba libremente al exterior. Mucho tiempo después, ya cuando ninguno de nosotros vivíamos allí, le fueron agregadas unas malditas altas rejas con portero eléctrico –ya las salidas y entradas necesitarían avisos, permisos–. Y nuestra historia no fue así.
A medida que llegábamos desde las diferentes escuelas primarias, unos a mediodía, otros por la tarde, siempre apurando el paso para llegar –más de uno ya esperaba en el jardín– y, a través de sonidos llamadores, que fueron códigos entre nosotros, ahí nos íbamos reuniendo.
Y decidíamos: o al escondite, a la popa, al ladrón y policía, juegos que, sin preveer la mínima intención, ya incluían un abrazo, un correr con las manos unidas, un esconderse juntos, acurrucados y en silencio.
Charlas sí, muchas, de preguntas, dudas, de ideas para abordar también entretenimientos por fuera del jardín, hacia la calle. Sobre cada plan, un tomo merecería su descripción. Solo voy a retrotraerme a uno en especial, en nuestros diez a doce años promedio: asaltos en la terraza. Algunas tardecitas, través de una radio “Spica” y un largo cable para enchufar en una de nuestras casas, contábamos con el elemento fundamental: la música.
 Sobre una mínima parte de bordes de la terraza, ubicábamos platitos que llenábamos con lo que cada uno conseguía de su heladera. Además, subíamos algunas botellas de agua, y ya teníamos armada nuestra fiesta.
 “Pity, pity, pity, amor de mi amor” y, a continuación, propagandas varias. Entonces, había que esperar para la siguiente canción. Aprovechábamos ese rato obligado para comer algo o para seguir enganchados de la cintura o de las manos, hablando como si no nos enteráramos de lo que disfrutábamos en esos momentos de algún mínimo contacto. Volvía la música. Máximo un roce que no sé si fue… tampoco sé si era que ocurría en cada canción de cada asalto ese acercamiento de mejillas, ese temblequeo de rodillas, la luna alumbrando la plenitud de lo máximo, eso sé que sí, eso estaba allí. La perturbación remitía a mí, cálida, por las noches.
Tantísimo tiempo transcurrí con y a partir de esas sensaciones. Es que fueron maravillosamente tatuadas por el calor que irradiábamos a través de nuestras mejillas, no por el contacto, tan solo por el muy cerca.
 Desarmábamos y bajábamos, dando por terminada la fiesta, pero ya con las imágenes y sensaciones sostenidas hasta el próximo asalto en la terraza.

2 comentarios:

  1. Los años felices...
    Donde disfrutábamos la amistad real y los amigos eran compañeros.
    ¡Que lindo recuerdo!

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  2. Hermoso relato que plasma esos sentires de infancia vivida con intensidad, y camaraderia!

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