Patricia Pérez
Y cuando nos reunimos
nos acordamos de aquella anécdota.
El colegio “Nuestra
Señora del Huerto” fue evolucionando con el paso del tiempo; pero a fines de
los 60, cuando yo hice la secundaria, todavía el uniforme consistía en una
pollera plisada bien larga –medias tres cuarto o cancanes–, una camisa con
corbata y un sombrero bombé de paño que parecía una pelela.
Con los años nos
modernizamos y pasamos a usar una pollera más corta y de otro modelo. También nos
permitieron llevar pantalones.
Los tiempos habían
cambiado, al punto de que, tiempo después, una de las monjas dejó los hábitos y
se casó.
Pero, por aquel
entonces, estábamos en tercer año y teníamos el alboroto propio de los quince: los
asaltos, los chicos del colegio de
varones y los primeros noviazgos
Hasta ese momento
nuestras profesoras eran todas mujeres. Pero, ¡oh, sorpresa!, en Física y
Química nombraron a un hombre.
Todas las travesuras
juntas se hicieron ese año.
El profe, así lo llamábamos, era bajo, no muy flaco y de grandes ojos
azules. Para nosotras, Alain Delon. Claro, era el único hombre para todo un alumnado
femenino y, pese a que no lo demostraba, seguramente lo intimidaba esa
situación.
Ahora, a lo lejos,
pienso cuánto habrá padecido ese pobre hombre por las cosas que le hicimos.
Nosotras éramos terribles.
Nuestro salón estaba en
la planta alta y el laboratorio quedaba en la baja. Para llegar, teníamos que
atravesar el patio con ese hermoso pino, que hoy ya no está y supo de nuestros
secretos
Allí, todo era
diversión y siempre sucedía algo. Desaparecía algún tubo de ensayo o no se
encontraban materiales. Y si bien la evocación de nuestro “Alain Delon” es lo
que nos ocupa, también recuerdo algún que otro incidente con ranas disecadas. Por
supuesto, todo provocado por nosotras.
Un buen día nuestro
“Alain Delon” nos anunció que iba a tomar la prueba: fórmulas y fórmulas, que
había que memorizar. Muy difícil.
Nuestro curso estaba
compuesto por mujeres de catorce y quince años; pero también había un grupito
de chicas mayores, repetidoras que venían de otra escuela y que estaban más avivadas que nosotras.
Una de las más grandes
tuvo la original idea de hacer un machete y ponérselo bajo su media cancán.
Todas sabíamos lo que
ella había hecho y nos intrigaba pensar cómo iba a reaccionar el profe, si la descubría.
El asunto era que solo
la podía descubrir, si nuestra compañera se levantaba la pollera; y si eso
ocurría, era porque él le estaba mirando las piernas.
Así, transcurrió el
examen.
Pendientes de ese
momento, todas pensábamos en las gotas de sudor derramadas por el profe de Física, ya que podía estar
siendo cómplice de una trampa que no podía evitar.
Nuestra compañera “se
copió” en las narices del profe, que
nada pudo hacer.
Han pasado muchos años
ya. Cuando nos reunimos, nos acordamos de esa anécdota y nos sentimos jóvenes
otra vez.
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