Mirtha
Prince
Mis abuelos Angela y Félix eran españoles.
Yo sentía curiosidad por saber su origen. Nunca
perdí la oportunidad de preguntar, cuando algo me interesaba.
Los sábados eran los días de visita
obligada e impostergable a su casa. Los momentos familiares eran formidables.
Mientras los adultos tomaban mate, los chicos saboreábamos esas batatitas asadas,
que el abuelo preparaba en el horno de la cocina a leña.
Todos estábamos en la galería, de cuyo
enrejado pendía una glicina que cuando florecía daba un perfume único e
irreproducible, que anhelo sentir.
Es así como ese día con muchas ganas de
saber comencé con mis preguntas:
—¿De dónde eras
abuela?
—De El Perdigón, un
pueblo de la provincia de Zamora.
—¿Lo recuerdas?
¿Cómo era?
—Un pequeño pueblo
apiñado. Con viñedos, muchos frutales, olivares, chivateras, rebaños de ovejas,
que allí pastaban. Había cabañas prehistóricas de piedra, donde nos
guarnecíamos en caso de tormenta.
Yo veía al sol, muy grande, las nubes como
espuma blanca, el cielo increíble. Grandes llanuras, montañas, cerros, colinas,
campos solitarios, inmensos, parecen no tener fin.
El chillido de los pájaros ponía sonido o
música a la quietud del lugar.
Genoveva, mi hermana, y yo éramos
pastoras, tejíamos mientras cuidábamos las cabras.
Al promediar la tarde el sol empezaba a
esconderse y nosotras regresábamos a casa.
Durante el relato sus ojos se enrojecían.
Mientras, el abuelo iba y venia con el
mate. El también tenía sus ojos rojos, no acotaba nada, solo silencio.
Entonces dije:
—Y vos abuelo, ¿de dónde
eras?
—Del mismo lugar.
Pensé, ¿se conocían?
Mi cabeza explotaba. Nadie dijo nada.
¿Alguien sabia? Yo no estaba enterada.
Susana es mi prima, de igual edad, siempre
estábamos juntas, nunca hablamos del tema.
De regreso a casa le dije a mi mama:
—¿Se conocían los
abuelos?
—Ellos te van a
contar- respondió.
Pasaron los días y al sábado siguiente volví
con más preguntas y así comencé: “Abuela, ¿lo conocías al abuelo en El
Perdigón?, ¿me contas la verdadera historia?”
Ella inicio su respuesta: “Mi padre era
Milito Fernández y el de Félix, Manuel Blanco. Eran socios tenían viñedos y una
importante bodega, construida bajo tierra, para mejor fermentación y
conservación del vino. Por la actividad societaria, ambas familias estábamos siempre
juntas, pero las desavenencias comerciales hicieron que terminaran en una
ruptura. Mi padre Milito Fernández decide abandonar su terruño, con Eulogia (mi
madre), Félix, José, Genoveva, Anastasio, mis hermanos, y yo. Así, partimos hacia
Sudamérica, precisamente a Argentina”.
—¿Cómo fue el cruce
del Atlántico?- le pregunté.
—Fue en un vapor,
que también tenia velas por una emergencia. El carbón no cesaba de consumirse.
El viaje fue largo, aburrido, movido y de
muchos rezos, cuando las nubes oscurecían por la llegada de una tormenta.
Varios días solo vimos celo y agua. Cuando nos aproximamos al continente había
pájaros. No sé que eran.
No recuerdo cuantos días navegamos
Al fin, el barco se detuvo, se acercaron
carruajes donde trasladaron navegantes, bártulos, baúles donde atesorábamos
nuestros recuerdos.
Ya terminaba 1901.
Poco a poco, llegamos al hotel de
Inmigrantes, donde estuvimos cinco días y, de allí, fuimos a Quilmes.
Pasó un tiempo. Transcurría 1902, creo septiembre.
Grande fue nuestra sorpresa.
Los Blanco habían desembarcado en Buenos Aires
y con la misma suerte de los Fernández arribaron a Quilmes. Eran Manuel Blanco,
su esposa Ramona y sus hijos Félix, Manuel, Julia, Socorro y Benita.
El reencuentro entre los jóvenes fue emocionante,
retomando la amistad.
Con el tempo Ángela y Félix transformaron
esto en una historia de amor y, al igual que Manuel y Genoveva, contrajeron matrimonio.
Milito Fernández decidió trasladar a su
familia hacia Arrecifes. Las recientes familias siguieron su decisión e incursionaron
en un almacén de ramos generales.
Al poco tiempo, el padre de mi abuela, un
ser muy rencoroso regresa a su Perdigón, donde encuentra el final de su vida,
al caérsele una cuba de vino encima, en la más absoluta soledad.
Haba una expresión en ellos, que marcaban
con orgullo “allá en mi tierra”.
En su casa la pasábamos muy bien, cuantas
travesuras y aventuras inolvidables, ¡qué tiempos aquellos!
Cuantas cosas podría escribir. Cómo no
recordarlos, si son parte de m propia vida
Pienso: “Dejaron su patria, se
reencontraron aquí, formaron su familia, tuvieron hijos, nietos y bisnietos
argentinos. Encontraron trabajo, paz, dignidad y se quedaron aquí”.
Emociona el relato, un encuentro del otro lado del mar...el amor no reconoce fronteras :)
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